La tragedia de Guerrero es que, a medida que se ensancha la franja de la pobreza, crece de manera exponencial la siembra de enervantes en las regiones donde impera la muerte por falta de medicinas y alimentos.
Lo que más se aprecia en las zonas más pauperizadas es un AK-47 (cuerno de chivo) para poder asirse a la vida, tirando bala y cuidando el escuálido tlacolol donde se cosecha, entre las barrancas, la amapola de la violencia. En estas regiones pobres las escuelas se derrumban no sólo por la pésima construcción, sino por la alta deserción escolar y la ausencia prolongada de los maestros, que carecen de incentivos para generar procesos educativos que dignifiquen la vida de los pueblos olvidados.
El 70 por ciento de la población analfabeta que registra Cochoapa El Grande, junto con el municipio de Metlatónoc, es indicador de una cruda realidad: el fracaso de un modelo educativo etnocida y burocrático. La niñez de la Montaña tiene como verdadera escuela los campos agrícolas del norte del país. En el surco aprenden a sumar y a multiplicar, cortando pepinos y jitomates; a contar las cajas y cubetas que cargan; a conocer los colores a través de la simbología china que viene impresa en los empaques de cartón.
En las cocinas improvisadas dentro de sus galeras, las mujeres indígenas repiten la misma práctica de cocinar a flor de tierra, los niños van en busca de varas secas para poner el fogón, y en esa amarga soledad, aprenden a deletrear la palabra Minsa en lugar de maíz, y conocen mejor al capataz que los acosa en el surco, que a su papá que también es tratado como esclavo.
¿A qué padre de familia de la Montaña y a qué niño le interesa ir a la escuela, cuando resulta un gasto inútil, porque lo único que aprenden es a avergonzarse de su lengua, su cultura, su historia y su pueblo? En las escuelas indígenas se reproducen las formas más crueles de introyección de la inferioridad, la discriminación y el desprecio por la propia vida. Este modelo de escuela expulsa a la niñez y los enrola como peones desde los nueve años para que puedan sobrevivir en condiciones infrahumanas.
Las pocas familias que se quedan en la Montaña padecen el asedio de la militarización, porque dentro de las coordenadas que maneja el Ejército Mexicano, la Montaña aparece como foco rojo, por la alta incidencia en la siembra de enervantes y por la histórica presencia de grupos guerrilleros. El abandono y el aislamiento en que se encuentran sumidos los pueblos, desde la visión contrainsurgente, despierta sospechas y son ahora sujetos de investigación, porque consideran a estas familias cómplices y comparsas tanto del narcotráfico como de los grupos insurgentes.
Los gobiernos, en lugar de romper con el círculo de la miseria, invierten en infraestructura militar y policiaca para poder controlar los territorios, lo que no necesariamente implica desterrar y extirpar la siembra de enervantes. Lo que pasa es que se fortalecen los cacicazgos regionales, que tienen la capacidad de amoldarse a las nuevas circunstancias y adaptarse a un modo de vida al estilo de las mafias. Con el tiempo logran establecer alianzas de todo tipo: con la delincuencia organizada, las corporaciones policiacas, el Ejército Mexicano, los presidentes municipales y con los mismos campesinos e indígenas para poder articular una red de complicidades sustentadas en actividades ilícitas. Mientras los negocios beneficien a todas las partes involucradas, el ambiente en las regiones se mantiene en aparente calma, pero cuando se rompen los pactos secretos y se dan las traiciones e infidencias, la violencia toma como rehén no sólo a las partes que se disputan las plazas y las ganancias de la economía criminal, sino que arremeten contra la misma población que se vuelve víctima de la guerra contra las drogas, que en las versiones locales se traduce en la guerra contra los pobres por parte del Ejército, y la guerra entre las mafias, donde no están exentos miembros de corporaciones policiacas estatales y federales y elementos del Ejército Mexicano. Es una guerra por los mercados y el control de las plazas, donde quedan al margen el estado de derecho, el respeto a la vida, la seguridad y la integridad física de las personas.
La trágica situación que se vive en la región de la Tierra Caliente y el caso tan sonado del ahora expresidente de la Unión Ganadera Regional de Guerrero, Rogaciano Alba, quien sufrió dos atentados donde murieron 17 personas, entre ellos dos de sus hijos y una hija que se encuentra desaparecida, nos muestran la punta del iceberg de lo que realmente sucede en Guerrero, donde las autoridades estatales han sido incapaces de hacer valer la ley y de poner un dique a la descomposición social causada por la narcoviolencia. Guerrero se sigue poblando de cruces y camposantos porque las autoridades se han empeñado en mantener intactas las estructuras caciquiles que prevalecen en la región y sus mismos intereses al interior de la Procuraduría de Justicia y en las corporaciones policiacas. El gobierno usa la fuerza contra la población pobre que se organiza para protestar y defender sus derechos, y se achaparra para hacer un solo frente con las fuerzas federales para combatir al crimen organizado. La obsesión gubernamental es condenar al movimiento social a una derrota y dejar que impere entre las mafias la ley del más fuerte.
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