El asesinato de la defensora de derechos humanos Josefina Reyes Salazar, acaecido el pasado 3 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, es un mal augurio y una señal siniestra para los defensores y las defensoras de derechos humanos en 2010. Su muerte se enmarca dentro de un contexto de guerra sucia donde la sociedad es el botín de los actores armados que han impuesto la ley del fuego.
Desde que se llevó a cabo el Operativo Conjunto Chihuahua, el número de ejecuciones se ha multiplicado en el estado. Lo más grave es que el Ejército se ha enganchado en esta guerra con la misma lógica destructiva del sicariato y sin ningún respeto a las leyes y a los derechos humanos.
Josefina fue una mujer valiente que denunció en todo momento las atrocidades que militares y policías federales cometieron contra la población civil. Por eso, las organizaciones sociales y civiles de Chihuahua han catalogado este asesinato como un crimen de Estado, porque el trabajo de Josefina siempre se circunscribió en la lucha por los derechos humanos. El incremento de la violencia vinculada con el crimen organizado ha colocado a los defensores y a las defensoras de derechos humanos en el umbral de la desesperanza y la muerte. En este ambiente caótico, las autoridades han evadido su responsabilidad de garantizar la seguridad de los defensores y con gran irresponsabilidad han alentado versiones que ponen en entredicho su trabajo, para revolver sus casos con los del crimen organizado.
Esto mismo sucedió con Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, dos defensores del pueblo na’saavi, de Ayutla de los Libres, Guerrero. Los dos fueron detenidos de manera arbitraria por tres sujetos armados que dijeron ser policías, el 13 de febrero de 2009. Las autoridades del estado se desentendieron de su desaparición, no investigaron, mucho menos actuaron con presteza para dar con su paradero. Su inacción les brindó todas las facilidades a los autores de esta acción violenta para que los torturaran y ejecutaran sin ningún miramiento.
Fue otro delito de lesa humanidad cometido en una región que está militarizada desde la masacre de El Charco y donde las bandas del crimen organizado han sentado sus reales por tratarse de un corredor boyante para el narcotráfico.
El 28 de diciembre pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió la recomendación 78/2009 relacionada con los casos de Raúl y Manuel donde señala que hubo varias violaciones a los derechos humanos en perjuicio de los agraviados occisos, así como de sus familiares, por negarles el derecho a la seguridad jurídica, la legalidad y el acceso a la procuración de justicia. La recomendación va dirigida al gobernador del estado, al Congreso local y al presidente municipal de Ayutla. Lamentablemente, la CNDH no reconoce a Raúl y Manuel como defensores de derechos humanos, tampoco habla de la tortura ni de la desaparición forzada. Lo preocupante es que da por cerrado el caso, cuando es del dominio público que la investigación fue atraída por la Procuraduría General de la República.
Además de los graves riesgos que enfrentan los defensores y defensoras, existe una tendencia muy marcada para desacreditar, denigrar y hasta criminalizar su trabajo por parte de las autoridades que violentan los derechos humanos. Se les ignora y se busca neutralizarlos para hacerlos más vulnerables y que sean blancos fáciles de una agresión.
En el estado de Guerrero, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó medidas provisionales a 107 defensores y defensoras, mayoritariamente indígenas, ante los graves e inminentes riesgos que enfrenta desde que se consumó el artero crimen contra Raúl y Manuel. A pesar de estas medidas, las amenazas siguen focalizándose contra mujeres indígenas que han denunciado violaciones sexuales cometidas por el Ejército.
Este atrevimiento por parte de Inés Fernández Ortega junto con su esposo Fortunato Prisciliano, les ha costado muy caro, porque han sufrido hostigamientos y amenazas desde hace tres años. Durante este tiempo, han tenido que aprender a vivir con miedo, a correr el riesgo de sufrir una agresión en el camino o de que en su parcela sean vigilados por personas que portan armas. Inés Fernández ha llorado en silencio la muerte de su hermano Lorenzo, quien fue encontrado muerto, con visibles huellas de tortura, en la orilla del río de Ayutla, el 10 de febrero de 2008.
Lorenzo fue integrante de la Organización del Pueblo Indígena Me’Phaa y participó en la denuncia contra las autoridades de salud, quienes esterilizaron de manera forzada a 14 indígenas de El Camalote, municipio de Ayutla. Hasta la fecha, la Procuraduría de Justicia no ha presentado ningún avance de las investigaciones. Los únicos datos que obran en el expediente son las primeras diligencias que consisten en el levantamiento cadavérico y la declaración de dos testigos de identidad. Lorenzo Fernández fue víctima de tortura y de una ejecución extrajudicial, en un ambiente donde impera la impunidad y donde los defensores caminan por el desfiladero de la montaña, donde los militares, bandas del crimen organizado y paramilitares comparten el mismo territorio.
Por su parte, Valentina Rosendo Cantú, otra indígena que fue violada por elementos del Ejército, desde hace siete meses está siendo hostigada por personas desconocidas que la vigilan y siguen de forma intermitente todos sus desplazamientos, llegando al extremo de atentar contra la seguridad de su pequeña hija.
Paradójicamente, en nuestro país son las mujeres, las grandes defensoras de los derechos humanos, las que están enfrentando esta guerra cruenta, donde el Ejército y los policías usan todo el poder destructor para impedir que las voces femeninas sean escuchadas.
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