Promover y defender los derechos humanos en México representa un trabajo riesgoso para los hombres y mujeres que asumen la causa de las víctimas y que luchan por una sociedad más justa. A pesar de la alternancia política y de que los nuevos gobiernos panistas han querido construirse una imagen a nivel internacional como promotores de los derechos humanos, en la realidad doméstica existen las mismas prácticas impunes y corruptas.
En el estado de Guerrero también hemos vivido la alternancia política; sin embargo, desde los años de la Guerra Sucia los luchadores sociales siguen padeciendo la represión, el encarcelamiento y la persecución por atreverse a reclamar sus derechos básicos, a levantar la voz a favor de los indefensos y denunciar al Ejército y las corporaciones policiacas que ejercen impunemente la tortura, las detenciones arbitrarias y la represión selectiva.
En los últimos 15 años, ante la efervescencia del movimiento social, los gobiernos han optado por reprimir a campesinos que se han organizado para defender sus derechos, como sucedió en Aguas Blancas y en la Sierra de Petatlán, y como sucede en La Parota.
Estos casos emblemáticos nos muestran la forma de actuar de un gobierno que no permite a los campesinos organizarse de manera autónoma para defender su territorio y sus recursos naturales. Se trata de un gobierno que no los reconoce como defensores de derechos humanos. Por el contrario, los coloca fuera de la legalidad y criminaliza su lucha legítima.
Los tres años y medio del gobierno perredista han alcanzado una cifra récord en cuanto al número de casos de defensores y defensoras que se encuentran sometidos a un proceso penal. Desde 2005, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan ha documentado 201 acciones penales emprendidas contra defensores de estos derechos; hay 73 procesos penales que se encuentran en trámite, 75 órdenes de aprehensión pendientes por ejecutarse, nueve expedientes cerrados por resoluciones favorables y 44 averiguaciones previas.
En todos estos casos sobresale un patrón de criminalización que responde a una estrategia de contención del movimiento social. El gobernador (Zeferino Torreblanca) ha sabido explotar su triunfo electoral imponiendo un estilo de gobierno de corte empresarial, que guarda mucha similitud con el estilo unipersonal de los cacicazgos tradicionales. El Ejecutivo estatal ejerce un poder omnímodo y utiliza a la Procuraduría General de Justicia para criminalizar a los defensores de derechos humanos. El control que ejerce sobre el poder judicial le permite usar de manera facciosa la ley penal para tratar como delincuentes a los defensores. Uno de los métodos más ensayados que utiliza el Ejecutivo estatal es su inflexibilidad para acceder al diálogo con los defensores y defensoras. La fórmula política que impera en este gobierno es que a mayor movilización mayor cerrazón, y un caso que ilustra la postura del gobernador es su negativa a aceptar la demanda del magisterio guerrerense de rechazar la Alianza por la Calidad de la Educación impuesta por la Presidencia de la República.
La vinculación estrecha que tienen los defensores con los pueblos y sus organizaciones los ha llevado a documentar casos graves de violaciones a los derechos humanos y, al mismo tiempo, a denunciarlos ante las instancias correspondientes y ante la opinión pública. Esta postura crítica ha sido calificada por las autoridades como un cuestionamiento al estado de derecho y como una incitación al desorden para generar inestabilidad política. El gobierno emite calificativos de “intransigentes” y “radicales” a los que ejercen su derecho a la protesta. El gobernador ha comentado públicamente que las organizaciones de derechos humanos se alegran de que haya problemas en el estado, porque cuando el gobierno tiene problemas a los defensores les va bien. Otras formas de criminalizar el trabajo de los defensores es deslegitimándolo y denigrando su movimiento al catalogar a los luchadores sociales como “lucradores” y a sus manifestaciones públicas como meros chantajes políticos. También se alienta la estigmatización ante la opinión pública al catalogar a los defensores como protectores de delincuentes y como los responsables del descrédito en que han caído las corporaciones policiacas por cuestionar sistemáticamente sus métodos de investigación. Otra manera de desacreditar el trabajo de los defensores es la fabricación de delitos, que se ha transformado en el método más recurrente para trasladar los problemas sociales al ámbito penal y, de este modo, desactivar los movimientos de resistencia pacífica. La represión policiaca también ha sido utilizada contra indígenas y estudiantes con el pretexto de que atentan contra las instituciones y afectan los derechos de terceros. Se justifica la represión apelando a la ley, sin analizar que la protesta social es producto de la falta de diálogo y de atención a las demandas de la población que siente amenazados sus derechos.
La narcoviolencia que se ha extendido en el estado, el enquistamiento de la delincuencia organizada al interior de las corporaciones policiacas, la falta de compromiso de las autoridades para respetar los derechos humanos, la poca representatividad de las nuevas electas y la crisis económica que amenaza con hundir más en la pobreza a millares de familias guerrerenses son factores que ponen en alto riesgo la gobernabilidad democrática, la paz social y el trabajo de los defensores de derechos humanos, quienes han dado todo para acabar con la pobreza, la injusticia, la corrupción y la impunidad.
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