Mientras Israel prosigue sus bombardeos contra la población palestina y los paramilitares del general Mohamed Dahlan esperan en la frontera egipcia la orden de penetrar en Gaza para masacrar a las familias del Hamas, la opinión pública europea se siente impotente. A pesar de su envergadura, las manifestaciones siguen sin tener impacto en la actitud de los responsables políticos. El profesor Jean Bricmont propone una estrategia simple para cambiar la correlación de fuerzas en Europa y poner fin al apoyo del que goza el régimen del apartheid israelí.
Somos sin dudas millones los que estamos siendo en estos días testigos, indignados e impotentes, de la destrucción de Gaza, mientras que tenemos que soportar además el discurso mediático sobre la «respuesta al terrorismo» y el «derecho de Israel a defenderse». Pero, como señala el periodista británico Robert Fisk, los que lanzan cohetes contra el sur de Israel son, a menudo, los descendientes de las habitantes de esa misma región, de la que sus antecesores fueron expulsados en 1948 [1]. Mientras no se reconozca esa realidad fundamental ni se repare esa injusticia, nada serio se habrá dicho o hecho a favor de la paz.
Pero, ¿qué hacer? ¿Organizar nuevos diálogos entre judíos progresistas y musulmanes moderados? ¿Esperar que aparezca una nueva iniciativa de paz? ¿O esperar aún por nuevas declaraciones de los ministros de la Unión Europea?
¿Acaso no han durado ya lo suficiente todas esas comedias? Los que quieren hacer algo sustentan a menudo exigencias irrealistas: pedir la creación de un tribunal internacional que juzgue a los criminales de guerra israelíes o solicitar una intervención eficaz de la ONU o de la Unión Europea. Todo el mundo sabe perfectamente que nada de eso sucederá, por ejemplo, porque los tribunales internacionales no hacen más que reflejar la correlación de fuerzas existente en el mundo, que es actualmente favorable a Israel. Lo que tenemos que cambiar es la correlación de fuerzas y eso sólo puede hacerse poco a poco. Es cierto que el problema de Gaza es «urgente», pero es cierto también que si nada puede hacerse hoy en día, es precisamente porque el paciente trabajo que había que realizar en el pasado no se hizo.
Dos de las proposiciones aquí expuestas se sitúan en el plano ideológico y la otra en el plano práctico.
1. Deshacerse de la ilusión de que Israel es «útil»
Mucha gente, sobre en el seno de la izquierda, siguen creyendo que Israel no es más que peón en la estrategia estadounidense, capitalista o imperialista, de control del Medio Oriente. Eso es totalmente falso. Israel no es útil prácticamente para nadie, a no ser con excepción de sus propias fantasías de dominación. No hay petróleo ni en Israel ni en Líbano. Las llamadas guerras del petróleo, de 1991 y de 2003, las realizó Estados Unidos sin ayuda alguna de parte de Israel y, en 1991, con el pedido explícito por parte de Estados Unidos de que no hubiera intervención israelí, para evitar el derrumbe de la coalición árabe que Washington había forjado. O sea que, el papel de Israel como «aliado estratégico» no fue precisamente brillante.
No cabe la menor duda de que las petromonarquías prooccidentales y los regímenes árabes «moderados» consideran una catástrofe que Israel siga ocupando las tierras palestinas, lo cual radicaliza a buena parte de la población de dichas tierras. Es Israel, con sus políticas absurdas, quien provocó el surgimiento del Hezbollah y del Hamas, además el responsable indirecto de buena parte del fortalecimiento del «islamismo radical».
Es necesario entender también que los capitalistas en su conjunto (porque no todos son fabricantes de armas) se benefician más con la paz que con la guerra. No hay más que ver las fortunas que los capitalistas occidentales amasaron en China y en Vietnam después del restablecimiento de la paz en esos países, en contraste con la época de Mao y con la de la guerra de Vietnam. A los capitalistas no les importa qué «pueblo» tiene a Jerusalén como «capital eterna» y si hubiera paz irían corriendo a Cisjordania y a Gaza para explotar allí una fuerza de trabajo calificada que carece de muchos otros medios de subsistencia.
Finalmente, cualquier estadounidense preocupado por la influencia mundial de su país es capaz de darse cuenta de que ganarse la enemistad de mil millones de musulmanes por satisfacer los caprichos de Israel no es precisamente una inversión racional en términos de futuro [2].
Son a menudo los que se consideran marxistas quienes se niegan a ver en el apoyo a Israel una simple emanación de fenómenos generales como el capitalismo o el imperialismo (el propio Marx era muchos menos cuadrado en cuanto a la cuestión del reduccionismo económico). Mantener ese tipo de posición no ayudará en nada al pueblo palestino. El sistema capitalista, nos guste o no, es demasiado fuerte como para depender de forma significativa de la ocupación de Cisjordania. La salud del capitalismo como sistema es, por cierto, muy buena en Sudáfrica a pesar del desmantelamiento del régimen del apartheid.
2. Liberar la palabra de los no judíos sobre la cuestión palestina
Si los intereses económicos o estratégicos no son la razón principal del apoyo a Israel, ¿qué explica entonces el silencio y la complicidad? Se puede pensar en la indiferencia hacia hechos que están sucediendo «allá lejos». Esto puede resultar cierto en lo que concierne a la mayoría de la población, pero no en lo tocante al medio intelectual dominante, rebosante de críticas hacia Venezuela, Cuba, Sudán, Irán, el Hezbollah, el Hamas, Siria, el Islam, Serbia, Rusia o China. Sobre todos esos temas son comunes y aceptadas hasta las más burdas exageraciones.
Otra explicación de la indulgencia hacia Israel es la «culpabilidad» occidental en lo tocante a las persecuciones antisemitas del pasado, en particular en los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Sobre ese tema, se señala a veces que los palestinos no tienen la culpa de aquellos horrores y que no deben pagar por los crímenes de otros, lo cual es totalmente cierto. Pero lo que casi nunca se dice a pesar de ser evidente es que la inmensa mayoría de los franceses, de los alemanes o de los sacerdotes católicos de hoy en día son tan inocentes como los palestinos de lo que pasó durante aquella guerra, por la simple razón de que nacieron después o de que eran niños. Ya en 1945 la noción de culpabilidad colectiva era algo altamente discutible, pero la idea de transferir esa culpabilidad a los descendientes es una noción casi religiosa.
Resulta además curioso que fuera precisamente en la época en que la iglesia católica renunciaba a la noción de pueblo asesino de Jesús cuando se empezó a imponer la noción de responsabilidad casi universal por el exterminio de los judíos. Lo que sucede es que esa «culpabilidad» sirve de justificación a una enorme hipocresía. Se supone que nosotros tenemos que sentirnos culpables de crímenes cometidos en el pasado, crímenes que ya no podemos evitar, mientras que prácticamente no debemos sentirnos culpables por los crímenes que nuestros aliados estadounidenses e israelíes están cometiendo hoy en día, ante nuestros ojos, y sobre los cuales pudiéramos, como mínimo, expresar nuestro desacuerdo.
Y, aunque se dice constantemente que el recuerdo del holocausto no debe servir de justificación a la política israelí, resulta evidente que es precisamente entre las poblaciones más culpabilizadas por ese recuerdo (alemanes, franceses y católicos) que el silencio es más absoluto (cuando sucede lo contrario entre las poblaciones negras y árabes y entre los británicos).
Lo anterior es una banalidad, pero se trata de una banalidad que no resulta fácil de decir. A pesar de ello, hay que repetirla hasta que se reconozca ese hecho, si queremos que los no judíos puedan expresarse libremente sobre la cuestión palestina. Quizás el slogan más apropiado para las manifestaciones sobre Palestina no sea «Todos somos palestinos», slogan lleno de buenas intenciones pero que no refleja en lo absoluto la realidad de nuestra situación o de la situación de los palestinos, sino «Nosotros no somos culpables del holocausto», algo que sí tenemos en común con los palestinos.
Pero la principal razón del silencio no puede ser solamente la culpabilidad, precisamente porque esta última es muy artificial, sino el miedo. Miedo a la calumnia, a la difamación o a los juicios, cuya única acusación es siempre la misma: el antisemitismo. Si no está usted convencido de esto último, busque a un periodista, un político o un editor, enciérrense juntos en una habitación donde él pueda verificar que no hay ni cámara escondida ni micrófonos y pregúntele si él dice abiertamente todo lo que realmente piensa de Israel. Y si responde que no (que es en mi opinión la respuesta más probable), pregúntele entonces por qué se calla. ¿Por miedo a perjudicar los intereses de los capitalistas en Cisjordania? ¿A debilitar el imperialismo estadounidense? ¿A afectar el aprovisionamiento en petróleo o los precios del crudo? ¿O más bien por miedo a las organizaciones sionistas, a tener que arrostrar sus persecuciones y calumnias?
Me parece evidente, luego de decenas de discusiones con personas de origen no judío, que la respuesta correcta es la última. Es por miedo a ser tildado de antisemita que no se dice lo que se piensa del Estado que se proclama a sí mismo como «Estado judío». Ese sentimiento se refuerza más aún por el hecho que la mayoría de la gente que se estremecen ante la política israelí sienten verdadero horror por lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial y son realmente hostiles al antisemitismo.
Debido a lo anterior, casi todo el mundo ha interiorizado la idea de que el discurso sobre Israel, más aún, sobre las organizaciones sionistas, constituye un inviolable tabú, y eso es lo que mantiene un clima de miedo generalizado. Es importante señalar que los mismos que, en privado, imparten «consejos de amigo» (¡Cuidado! No mezclen las cosas, no exageren, islamismo…, extrema derecha…, Dieudonné, etc.) generalmente son los primeros que declaran en público que no tienen miedo de nada y que las presiones no existen. Lo hacen, por supuesto, porque reconocer la existencia del miedo sería la mejor manera de empezar a liberarse de él.
Por consiguiente, lo primero que hay que hacer es luchar contra ese miedo. Eso es algo que no siempre entienden los militantes de la causa palestina ya que, dada la naturaleza misma de su propia acción, ellos demuestran que no tienen miedo.
Se trata a menudo de gente muy dedicada y que no busca posición alguna de poder en el seno de la sociedad. Pero deberían ponerse en el lugar de los que ocupan o esperan ocupar ese tipo de posiciones (gente que está, por tanto, en posición de influir sobre las decisiones políticas) y que, precisamente debido a sus ambiciones, es vulnerable a la intimidación. El único medio de actuar es crear un clima de «desintimidación» apoyando a cada político, a cada periodista, a cada escritor que se atreva a escribir una frase, una palabra, una coma de crítica a Israel. Y hay que hacerlo con todos, sin limitarse a apoyar solamente a los que tienen posiciones «correctas» sobre otros temas (según el eje izquierda-derecha) o a los que asumen posiciones «perfectas» sobre el conflicto.
Para terminar, más que hablar de «apoyo» a la causa palestina, como hacen muchas organizaciones, apoyo al que, por muy doloroso que parezca, nunca se adherirá la mayoría de la población de nuestros países, habría que presentar la cuestión palestina a la luz de los intereses bien entendidos de Francia y de Europa. Efectivamente, nosotros no tenemos ninguna razón para enemistarnos con el mundo árabe y musulmán o asistir al aumento del odio contra Occidente y para nosotros resulta catastrófico el surgimiento de un conflicto suplementario con la parte de la población «proveniente de la inmigración» que, a menudo, simpatiza con los palestinos.
En ese sentido, hay que subrayar que no fue predicando un apoyo irrestricto a Israel que los sionistas obtuvieron sus logros sino más bien gracias a un lento trabajo de identificación entre la defensa de Occidente (en cuanto al aprovisionamiento en petróleo y la lucha contra el islamismo) y la del propio Israel (resulta por cierto deplorable que muchos discursos de izquierda sobre la utilidad de Israel en el control del petróleo así como discursos laicos sobre el Islam continúen reforzando esa identificación).
3. En cuanto a las iniciativas prácticas, pueden resumirse en tres letras: BDS (boicot, desinversión, sanciones)
La mayoría de las organizaciones propalestinas exigen la adopción de sanciones [3] pero, como ese tipo de medidas es prerrogativa de los Estados, todo el mundo sabe que eso no se hará a corto plazo. Las medidas de desinversión pueden ser adoptadas por organizaciones poseedoras de fondos que invertir (sindicatos, iglesias), y la decisión compete entonces a sus propios miembros, o por empresas que colaboran estrechamente con Israel y que únicamente cambiarán su política como consecuencia de acciones de boicot, lo cual nos conduce a la discusión de esa forma de acción, que apunta no sólo a los productos israelíes sino también a las instituciones culturales y académicas de ese Estado [4].
Hay que señalar que esa práctica fue utilizada contra Sudáfrica y que las dos situaciones son muy parecidas: el régimen del apartheid e Israel son (o eran) «legados» del colonialismo europeo que (contrariamente a la mayoría de la opinión pública aquí en Europa) no aceptan que esa forma de dominación es cosa del pasado. Las ideologías racistas subyacentes en ambos proyectos resultan insoportables para la mayoría de la humanidad y crean interminables odios y conflictos. Se puede decir incluso que Israel no es más que otra Sudáfrica a la que se ha agregado la explotación de la memoria del holocausto.
En el caso del boicot cultural y académico, existe a veces la objeción de que hay víctimas inocentes, gente con buenas intenciones, que desea la paz, etc., argumento ya utilizado por cierto en la época de Sudáfrica (y pudiera utilizarse el mismo argumento a favor de los trabajadores de las empresas víctimas del boicot económico). Pero el propio Israel reconoce que hay víctimas inocentes en Gaza, lo cual no le impide continuar la matanza. Nosotros no proponemos matar a nadie. El boicot es una acción perfectamente ciudadana y no violenta. Sólo que hasta ese tipo de acción puede provocar daños colaterales –en este caso, los artistas y científicos bien intencionados que serían víctimas del boicot.
Ese tipo de acción es comparable a la objeción de conciencia ligada al servicio militar o a la acción de desobediencia civil –Israel no respeta ninguna de las resoluciones de la ONU que tienen que ver con su caso, y nuestros gobiernos, en vez de tomar medidas para forzar la aplicación de dichas medidas, no hacen más que fortalecer sus vínculos con Israel. Como ciudadanos (cuya opinión, aunque no se oiga, es probablemente mayoritaria o seguramente lo sería si pudiera establecerse un debate abierto) nosotros tenemos derecho a decir NO.
Lo importante en las sanciones, específicamente en el plano cultural, es precisamente su aspecto simbólico (más que el aspecto económico). Es como decir a nuestros gobiernos que no aceptamos su política [de cooperación con Israel] et, a fin de cuentas, es una forma de decirle a Israel que es lo que ha escogido ser: un Estado que se ha puesto al margen de la ley internacional.
Un argumento frecuente contra el boicot es que lo rechazan israelíes progresistas y algunos palestinos «moderados» (aunque tiene el apoyo de la mayoría de la sociedad civil palestina). Pero no se trata en este caso de saber lo que ellos quieren, sino de qué política exterior queremos nosotros para nuestros propios países. El conflicto israelí-árabe va más allá del ámbito local y alcanza una resonancia mundial. Tiene que ver incluso con la cuestión fundamental del respeto del derecho internacional. Nosotros, como habitantes de Occidente, podemos perfectamente querer unirnos al resto del mundo, que rechaza la barbarie israelí, y eso es ya razón suficiente a favor del boicot.
[1] «Remettre dans son contexte le tir de représailles sur Najd (Sderot)», por Um Khalil, The International Solidarity Movement, 15 de noviembre de 2006.
[2] Para una discusión más detallada sobre las verdaderas razones de la ayuda estadounidense a Israel, ver John J. Mearsheimer, Stephen M. Walt, Le lobby pro-israélien et la politique étrangère américaine, La Découverte, 2007.
[3] «Cessons de tergiverser: il faut boycotter Israël, tout de suite!», por Virginia Tilley; «Aucun État n’a le droit d’exister comme État raciste», entrevista con Omar Barghouti; Réseau Voltaire, 6 de septiembre de 2006, 6 de diciembre de 2007.
[4] Ver, de Naomi Klein, «Israel: Boycott, Divest, Sanction», que aporta una excelente respuesta a las principales objeciones sobre esa táctica (The Nation, 26 de enero de 2009.
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