Dos trabajadores ecuatorianos, mediante su trabajo constante y honesto, han salido adelante, a pesar de las vicisitudes económicas y el atropello de sus derechos laborales. Un sastre y un herrero: dos crónicas de vida...
Un corte a la medida de ’Don Edu’
Se llama Eduardo Artieda, pero todos lo conocen en el sector de la calle Manuel Larrea (centro norte de Quito) como ’Don Edu’. Hace más de 40 años, nuestro personaje aprendió el oficio de sastre, y desde aquel día se esmera por confeccionar los mejores ternos y entregarlos puntualmente, en el tiempo pactado con el cliente.
Sin embargo, estos no son tiempos de bonanza, como antaño, cuando la demanda por los trajes le exigía trabajar aun los fines de semana: “Son tiempos difíciles, no hay clientes, el negocio ha bajado en más de un 60%. A más de la crisis económica, la competencia de los almacenes de ropa china también nos ha perjudicado bastante a los artesanos ecuatorianos”, asevera ’Don Edu’.
Hoy por hoy, ’Sastrería Fina Eduardo’, así se llama su local, tiene una demanda de entre tres y cinco ternos mensuales, lo que apenas alcanza para sobrevivir: “Los tiempos han cambiado, ahora, los jóvenes prefieren comprar los trajes ya hechos en almacenes que los ofertan hasta en treinta dólares; ¿cómo puedo yo competir con ellos?, si además de las telas, los cortes y todos los materiales de sastrería han subido de precio. Por lo general, un terno que yo confecciono cuesta alrededor de 70 dólares, pero me he visto en la necesidad de bajar su precio hasta en 60 dólares”, manifiesta, en una tonalidad que mezcla la tristeza y la resignación, nuestro personaje.
Así como todo cambia, también lo hace la moda: por ejemplo, los ternos cruzados ya están en desuso, lo que se impone son los trajes de tres botones; “los chalecos tampoco son apetecidos en la actualidad; antes, no se podía concebir un terno que no tuviera chaleco”, nos comenta ’Don Edu’, mientras continúa trabajando en unos retazos de tela que después formarán un elegante y señorial terno, al estilo de la ’Sastrería Fina Eduardo’.
Este artesano siempre ha trabajado independientemente y no ha pertenecido jamás a una agremiación o sindicato; esto le ha traído algunas dificultades, como no tener seguridad social y sentirse desprotegido en algunos aspectos laborales: “Yo le pediría al Gobierno que hiciera un censo para que compruebe que los trabajadores y los artesanos independientes somos miles, y que viera la forma de agruparnos para sentirnos organizados y luchar así por nuestros derechos”, manifiesta ’Don Edu’.
“Al mal tiempo, buena cara”, esta parece ser la filosofía de nuestro personaje, que a pesar de las circunstancias adversas para su actividad, nunca pierde el buen humor y siempre contagia sus ’energías positivas’ a los vecinos de la Manuel Larrea y Riofrío... “lo bueno es que todavía me quedan clientes fijos, de toda la vida, pocos, pero buenos”, sentencia Eduardo Artieda.
Gualotuña: El esclavo del clavo
Tiene 56 años de edad y 20 de apodarse el “esclavo del clavo”. Vive junto a su esposa y cinco hijos que tienen lo suficiente gracias a su minucioso trabajo. Sus marcos, candelabros y lámparas lucen en muchos hogares de Quito.
Mientras albañiles y peones clavan la madera que servirá para sostener la losa, él se imagina su nueva obra de arte. Sentado en una inmensa piedra ubicada en el patio trasero del edificio en construcción, ríe a carcajadas con todos los trabajadores que han terminado de pegar los tablones.
El reloj marca las 13h35 y es la hora del almuerzo. Todos los oficiales dejan de laborar pero el “esclavo del clavo” empieza su minuciosa jornada. Con su camiseta azul, pantalón casimir plomo y sus zapatos negros de suela desgastada, recoge los clavos nuevos y viejos que se encuentran inservibles en el frío piso. Sus claras pupilas se iluminan cuando sus callosas y trizadas manos no descansan de amontonar en su vieja bolsa de yute el material deseado.
Los trabajadores vuelven del almuerzo y él apenas ha recorrido tres pisos del grande edificio. Frente al ingeniero de la construcción, esparce cientos de clavos en la tierra para dejarle los nuevos y llevarse los viejos, como habían acordado. El canoso hombre se despide de todos y sus obras de arte empiezan a construirse en su imaginación. Obras aclamadas por muchos y criticadas por otros pero que sirven para que don César Gualotuña, apodado el “esclavo del clavo”, y su esposa, Zabira Zapata, alimenten, vistan y eduquen a sus cinco hijos: Fernando, Cléber, Mirian, Janeth y Mayra.
Fue despedido de una empresa donde laboraba por más de diez años como mensajero por haberle respondido al “jefe”. Ahora, y luego de veinte años de dedicarse a soldar clavos, ha decorado las habitaciones de cientos de personas que utilizan su servicio. Marcos para fotos, espejos, chimeneas, puertas, ventanas y pinturas, han sido su fuerte, sin embargo, la creatividad le ha llevado a elaborar lámparas y hasta candelabros. “Yo recojo todos los clavos que estén torcidos, que hayan sido mal clavados. Realizo una maqueta para dar forma al trabajo solicitado y luego, con mucha precaución, sueldo cada uno de ellos. Espero de 15 a 20 minutos para que se enfríen, limpio los desperdicios de la suelda con el cepillo de cerrajero y les pinto”, dice César Gualotuña.
Los marcos cuestan de 10 a 20 dólares, y las lámparas y candelabros de 25 a 35 dólares, dependiendo del tamaño. Hay temporadas que tiene trabajo, hay otras que no, pero siempre recorre edificios y casas en construcción para recoger la vida de sus hijos. “Si uno es esclavo de su propio trabajo, bienvenido sea. De lo contrario, a los explotadores de las empresas habría que clavarles el clavo…” dice con una risa que es contagiosa pero llena de rabia.
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