Quinientos años es mucho tiempo. La pregunta siempre ronda, ¿por qué hoy es importante mirar qué pasó durante la conquista y el mundo colonial? Con la historia pasa muchas veces eso, hay que convocarla para explicarnos nuestro presente, o para imaginarnos presentes distintos que son, o han sido, posibles.
Realidad que parece tan alejada, tan ajena, pero que es tan cotidiana y actual para muchos pueblos que por suerte, hoy tienen entre sus representantes a los vencidos, e incluso tenemos el orgullo de que Evo Morales sea un presidente latinoamericano.
A mí se me ocurre que los elementos que posibilitaron, fundamentaron y dieron lugar a una conquista con tales niveles de violencia, son los mismos que avalan hoy a las intervenciones imperialistas, y así podemos observar que invadan Irak para enseñarles las ventajas de la democracia; que los franceses prohíban a los migrantes o nativos musulmanes expresar su religiosidad; que en Inglaterra se absuelva a los policías que mataron a un hombre sólo por ser brasileño y, parecer musulmán.
Que nadie se asombre más de la pobreza, la enfermedad y la violencia en países africanos, puesto que son quizá los grandes vencidos de la historia; y un etcétera que incluye desde lo más sangriento de nuestra América, como los linchamientos a indígenas en la media luna boliviana, hasta el avasallamiento de la cultura norteamericana sobre otro tipo de patrones culturales territorial e históricamente anclados (lo cual no quiere decir tradicionales).
La conquista de América, que no fue un ‘encuentro’ ni mucho menos un ‘descubrimiento’ (acaso no existimos hasta que el imperio nos mira?); fue una conquista violenta y despiadada; constituyó la explotación y expoliación de poblaciones enteras; la muerte por asesinato, por enfermedad y por agotamiento de millones de personas; la migración forzada y explotación esclavista de otras tantas; la persecución de creencias ancestrales, la destrucción de obras invaluables; la conquista fue todo eso, y más también en las disrupciones cotidianas: desde la relación del hombre con lo sagrado, con lo natural, hasta cómo se piensa el tiempo y los eventos centrales de la vida. Por supuesto, entonces, hay miles de cosas que podrían decirse de ella.
Acaso habría que empezar por desarmar al menos dos imágenes de la América indígena y colonial que parecen naturalizadas:
1-Los pueblos originarios americanos no fueron sólo Incas, Aztecas y Mayas, aunque los dos primeros fueran las formaciones estatales más importantes en el momento de la conquista.
Las comunidades originarias son innumerables, y sólo en México hay actualmente 65 pueblos reconocidos, y al menos 60 lenguas que actualmente se hablan; sin contar con aquellas que en el camino quedaron, porque su población desapareció, o porque la colonización cumplió su palabra de borrar identidades que no fueran la homogénea etiqueta de Indio.
La incorporación de los dominados en el discurso de los dominantes es siempre homogeneizante, si se incorpora en la diferencia, ¿cómo justifican la desigualdad? Y si no, baste con mirar una película o serie Norteamérica al azar y observar el personaje latinoamericano: ¿puede alguno saber quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué está allí? ¿Cómo es presentada su vida acá? Nadie se reconoce en esa imagen indiferenciada que nos devuelve el espejo de los dominantes. No, los pueblos son muchos, y específicos, históricos, diferenciados.
2- El punto en común que van a encontrar en esos personajes de ficción es que agradecen la suerte de haber sido dominados por el nuevo imperio. Lo mismo que aparece en otras frases del sentido común sobre nuestra antigua colonia: “Las sociedades nativas eran asombrosas, pero poco desarrolladas”.
Este tipo de pensamiento suele justificar de manera políticamente correcta a la conquista, poniendo de relieve que aún cuando el asesinato y el saqueo son imperdonables, la conquista nos incorporó a la ‘civilización’ occidental. Algo similar a lo que actualmente ocurre en Medio Oriente con las intervenciones norteamericanas, la violencia parece ser un mal necesario para el ‘progreso’.
Pero si miramos más de cerca, las grandes ciudades indígenas eran concentraciones aún mayores que las grandes ciudades europeas de la época; con sistemas urbanos de desagüe y abastecimiento mucho más complejos y eficaces.
Las formaciones estatales americanas poseían una estructura de funcionamiento igual de compleja que las europeas, y aquí para mal de los indigenistas hay que decir que igual de violenta y recaudadora, sobre un territorio amplísimo.
La capacidad productiva y la organización técnica de la agricultura americana en los grandes estados era superior (en su trabajo sobre el territorio, aunque no en su tecnología) a la europea, sirvan de prueba las terrazas incaicas.
Pero hay que tener cuidado con estos indicadores de complejidad social (que no es lo mismo que desarrollo, ni mucho menos que calidad de vida, que puede ser mayor en sociedades cuyas estructuras son muy simples), inmediatamente nos encontramos con la maravilla de lo incomparable, lo incontrastable, lo que nos pone frente a frente con la diferencia, simple y llana, ¿cómo se mide el nivel de desarrollo en los esquemas religiosos?, ¿cómo se piensa en términos de desarrollo un instrumento como la escritura (símbolo tradicional de la superioridad europea), cuando la escritura pictográfica originaria es tan efectiva y compleja?
Pensar la relación Españoles – Indígenas en clave de mayor o menor desarrollo es un doble fetichismo: ni las sociedades originarias eran in-civilizadas ni la sociedad europea era un todo homogéneo.
El fantasma de los puntos de contacto, de las similitudes, de los intercambios, que tan malos ratos les hacían pasar a los españoles que debían admitir el saber medicinal indígena (y ponerse en sus manos), atraviesa todo el tiempo a la sociedad colonial. Y valga esto para las conquistas actuales, para las miradas que impunemente despliega el imperio sobre los inmigrantes y sus conocimientos.
Hoy, los pueblos originarios reconocen y reivindican esos saberes, esas identidades. Los pueblos originarios americanos, y los pueblos afrodescendientes que tan atrozmente fueron trasplantados a nuestra América, reivindican hoy su lugar en la historia, y en la construcción del presente y futuro.
El enorme avance que han logrado en ese camino, valga también para reivindicar a los pueblos sojuzgados que han perdido sus orígenes, sus saberes, sus idiomas en el derrotero de la desmemoria dominante. Quinientos años después, seguimos el camino de nuestro reencuentro..
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