La revolución de Mayo fue el corolario de un proceso de ruptura del pacto colonial con España, una metrópoli que ya no podía garantizar sus funciones primordiales. En lo económico era incapaz de proveer de recursos a sus colonias y de absorber las materias primas que producía. En lo militar, se había demostrado incapaz de ejercer la defensa del territorio frente a los intentos ingleses de invadir, tarea que debió ser afrontada heroicamente por los criollos que luego de estos hechos conformaron sus propias milicias. Una metrópoli atacada en el seno mismo de su poder tras caer todo el territorio de España bajo el poderío de Napoleón Bonaparte, escapando el rey Fernando VII y siendo destituida la Junta Central.

Fue el resultado de la conformación de una elite político-militar criolla (y porteña) que supo representar el espíritu de una época, buscando la aplicación cabal en estas tierras de ideas resonantes en la Europa iluminista. Con la preeminente sensación de que la fuente de autoridad del virrey había cesado, el debate estaba destinado a establecer los argumentos jurídicos del cambio: el gobierno emanado del pueblo. Este fue el punto fundamental y el gran aporte a la posteridad de los revolucionarios de mayo; una contribución sin dudas invaluable.

Sin embargo, la Junta que asumió el poder el 25 de mayo de 1810 debió enfrentar desde el primer día varios problemas políticos de distinta gravedad. Al jurar sus miembros por Fernando VII, quedaba manifiesto el problema de la legitimidad de la nueva autoridad nacional. Faltaba la construcción del fundamento interno de este pretendido poder político. Debía hacerse reconocer por las ciudades del Virreinato, definir su relación con Gran Bretaña, y, sobre todo, elaborar una ideología, una suerte de programa que en el espíritu de los pueblos pudiera prevalecer.

La organización de un nuevo Estado heredero del espacio geográfico del ex virreinato era una tarea extremadamente compleja. Las reformas borbónicas del último cuarto del siglo XVIII habían creado nuevos virreinatos que violentaban, en varios casos, los condicionamientos geográficos y, más aún, las solidaridades sociales previas. México, por ejemplo, una vez producida la independencia no pudo retener a los países de América Central, que a su vez se desmembraron entre sí.

El Virreinato de Nueva Granada, pese a los esfuerzos del recuperado Simón Bolívar, se dividió entre Venezuela, Colombia y Ecuador; y el antiguo Virreinato del Río de la Plata dio origen a la Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Las batallas libradas por la definición del límite externo de cada una de estas nuevas repúblicas coexistía, a su vez, con los enfrentamientos internos que pujaban por cómo organizar esos territorios bajo un mismo sistema nacional. Tal es así, que la década finaliza con la desaparición – asi sin resistencia, a causa de la derrota frente a los caudillos federales del litoral de la autoridad nacional representada por el directorio y el Congreso que en 1816 había declarado la independencia definitiva de la nación.

Con pompas y platillos nos disponemos pues a celebrar el bicentenario de la ruptura con España, tomándolo como el momento en el que inició nuestra propia historia en busca del fundamento de la nación y de la unificación del territorio nacional. Aunque estas conquistas y estos dilemas empalmaron un siglo atrás con la conquista de la democracia política a través del sufragio universal y masculino, la soberanía popular se ensancha al redefinir el alcance de la ciudadanía. Un cambio conceptual que se tradujo como cambio cuantitativo en relación a quiénes tenían derecho al voto y fue acompañado con garantías para evitar la coerción. Dos siglos de independencia y un siglo de democracia: el fundamento interno no se ha encontrado, al interior sólo tenemos deuda y fragmentación.

La soberanía del pueblo debe ser recogida tras dos siglos de haber sido proclamada para resignificarla y profundizarla. No alcanza con que todos nosotros podamos erigir por sobre nuestras cabezas un soberano que gobierne en nuestro nombre, la falibilidad de los hombres y de la política de las altas esferas para alcanzar metas socialmente definidas ha quedado tristemente demostrada. El uso delegativo de la representación olvidó que aquella teoría rousseauniana de la soberanía venía acompañada por la búsqueda de la voluntad general, concepto abstracto y dificultoso en sociedades signadas por conflictos sociales de clase, pero que sin dudas ubicaba un horizonte móvil de búsqueda de bienestar para la mayoría.

El camino a transitar será, entonces, el de ser dueños de nuestro destino. El de hacer descender esos postulados brillantes a derechos y prácticas efectivas y reales de poder popular y elevación económica y cultural de nuestro pueblo. Como los revolucionarios de mayo debemos vislumbrar las problemáticas de nuestro tiempo y encarar el espíritu de cambio, tomemos en nuestras manos el camino por venir. Hagamos historia.

Fuente
Despierta Buenos Aires (Argentina)