El tono y la naturaleza de la reyerta entre los flemáticos bufones de la corte y el payaso de las bofetadas evidencian el grado de decadencia y miseria que caracteriza a las facciones del partido que representan, las cuales nada tienen que ofrecer a la nación, salvo la perpetuación de su supremo y compartido ideario retrógrada.
En su pendencia vacía de contenidos y propuestas sólidas, pero pletórica de denuestos, retorcidas expresiones insustanciales y mentiras, son incapaces de diferenciarse de sus entrecruzados anhelos e intereses por haber sido genéticamente paridos por la misma madre políticamente despótica, alérgica al imperio de las leyes y la democracia, y económicamente neoliberal. Sin embargo, en la lucha fratricida por tratar de mantenerse en la administración del Estado o retornar al mismo, esas corrientes que se avergüenzan de su conservadurismo nos muestran que están dispuestas a emplear cualquier método para conseguir sus fines.
De momento, la lucha se lleva a cabo por interpósita persona. De un lado se agrupan los estilográficos a sueldo y los camaleones al mejor postor. Los abajofirmantes del apresurado y esquizofrénico texto dicen “no a la generación del no”, de estropeada escritura que ruborizaría a cualquiera que tenga alguna noción de la sintaxis, con excepción, desde luego, de sus cultos redactores, y de contenido engañabobos. Convocadas desde los sótanos del sistema, esas refinadas personalidades cerraron filas, en precipitado tropel, en defensa de la derechista elite clerical gobernante que, impotente, observa cómo se desvanece abruptamente su sueño por afianzar terrenalmente su bastardo maridaje del trono y el altar, del monarca inmune a las ataduras constitucionales porque suponen que está iluminado por el dedo divino, como en el Medievo o antes de la derrota de la reacción ante la revolución liberal mexicana, encabezada por Benito Juárez. Sobre todo, después de que se les filtró anticipadamente la noticia de que el otro bando de la derecha, representado por la pandilla priista, los Enrique Peña Nieto y demás aventureros, preparaba una embestida a través del patético Carlos Salinas de Gortari, como parte de su campaña por tratar de restaurar su añorada monarquía absoluta que les permitió saquear impune e ininterrumpidamente a la nación durante poco más de 60 años, tal y como lo han hecho las falanges panistas desde que se apoderaron del gobierno.
En esa borrascosa travesía, los priistas tampoco han dudado en cultivar el íntimo y anticonstitucional amancebamiento entre el poder eclesiástico y el secular. No hay que olvidar que Salinas, el padre putativo del salvaje neoliberalismo, despótico, oligárquico, antisocial y desnacionalizador, y actualmente promotor del “nuevo modelo de nación de democracia republicana” priista (¿peñanietista?), en su esfuerzo por legitimar su asalto del Estado, fue quien liberó de su encierro a la bestia religiosa que, enloquecida, pisotea la Constitución y pisotea la democracia y las libertades ciudadanas, del brazo de panistas, priistas y algunos perredistas.
Por desgracia, la empresa de los nuevos cruzados es impresentable. Apesta, porque las “virtudes republicanas” de las camarillas panista y priista se hermanan en los mismos puntos: su ejercicio autoritario, excluyente, corporativo y caciquil del poder, desde el Ejecutivo, el Legislativo, los estados, los municipios y las organizaciones sociales. Unas y otras son alérgicas a la democracia y al estado de derecho. Han tratado de engañar a la sociedad al presentar la autócrata alternancia bipartidista como si fuera la democracia, pese a que ni siquiera el ámbito electoral cumple con esos requisitos, mientras que subsisten las estructuras, las prácticas y la cultura autoritaria del antiguo régimen priista. Han convertido al Estado y las riquezas de la nación en un botín. A ambos sólo les interesan los amores de la oligarquía nacional y extranjera, que ha financiado ilegalmente sus tareas electorales. Ante ella buscan legitimarse, la protegen, comparten los beneficios del capitalismo neoliberal y la depredación del sector público, le toleran y solapan sus ilícitos. La elite oligárquica, panista y priista ha doblegado, sometido, perseguido y destruido a los trabajadores y sus organizaciones, además de las ciudadanas, para imponerle las políticas antisociales del modelo y acrecentar la acumulación privada de capital. La polarización, la concentración de la riqueza, la mayor pauperización y el descontento de la población son responsabilidad de ellos. Ese bloque dominante justifica los abusos de los aparatos oficiales de represión, porque el Estado policiaco-militar es la única estructura que sostiene al sistema. Las iglesias la arropan con su manto protector.
La ingrata tarea de la falange integrada por los intelectuales y académicos orgánicos –comandados por Jorge Castañeda, Federico Reyes, Héctor Aguilar y Ángeles Mastretta, Ernesto Zedillo, los publirrelacionistas de la oligarquía desestabilizadora de los medios de manipulación colectiva, el gazmoño hombre de presa vendedor de basura “alimenticia” y demás personajes de perfumado y variopinto plumaje– está condenada al fracaso. Nada podrán hacer por evitar el derrumbe panista. Primero, porque Felipe Calderón y su equipo son los causantes de su derrota. Con sus políticas cavan su propia tumba. El descontento de la población, electoral y más allá de ella, es la respuesta a su despotismo clerical y neoliberal. Prefirieron entregarle el control de la Cámara de Diputados a los priistas. Estos últimos cosechan su desastre y contribuyen a su caída. Ya ni siquiera sus nutridas guardias pretorianas logran aislarlo de la protesta. Incluso la oligarquía empieza a alejarse. Su credibilidad cae casi verticalmente, según la más reciente encuesta de Berumen y Asociados: la aprobación a su gestión se desplomó de 54 por ciento en marzo de 2009 a 41 por ciento en el mismo mes de 2010. (El Universal, 1 de marzo de 2010). Después, porque la propia credibilidad de los abajofirmantes es tan impoluta como la del propio Salinas o de Felipe Calderón. ¿Alguien cree en la honorabilidad democrática de Castañeda, Aguilar, Reyes, Zedillo, Servitje o Ciro Gómez, por citar a algunos de ellos, quienes, como rabiosos cancerberos, han defendido y medrado de los gobiernos priistas y panistas y de la oligarquía, quienes atacan con saña a los opositores al statu quo, aunque sus demandas sean legítimas y sus movimientos deban ser considerados como normales, aceptados, atendidos e incorporados y no reprimidos y destruidos, como debería ocurrir en un sistema político que realmente se precie de democrático; que se han sumado a tareas más turbias, nacionales e internacionales, recordando a los más rancios soldados anticomunistas?
Peor aún. En su misiva, los abajofirmantes mienten descaradamente y no logran ocultar su espíritu autoritario. Ellos saben perfectamente que la crisis política del país y las dificultades de Calderón para imponer sus políticas, que nada tienen de democráticas, no son responsabilidad del Congreso. Ante todo, saben que los votantes determinaron su composición. ¿Acaso no se dice que los congresistas son los “representantes” del pueblo? ¿Acaso ese frágil equilibrio no es el resultado de lo que dicen llamar el juego democrático, ante el cual los poderes deben someterse? Mientras los priistas y demás partidos venales cogobernaron en santa hermandad, a cambio de sus cuotas de poder y de presupuesto derrochado y malversado, ni Calderón ni los flemáticos intelectuales, académicos y anexos se rasgaron las vestiduras. ¿Acaso esa situación no es consecuencia de la forma de gobernar de los panistas, de la incapacidad de Calderón para construir los acuerdos requeridos que le permitan alcanzar sus propósitos y salvaguardar la estabilidad y la gobernabilidad del sistema como les interesa? Si Calderón y los panistas hubieran mantenido su credibilidad, seguramente no tendrían conflictos con el Congreso porque tendrían la mayoría. La desgracia de Calderón es que añora un Congreso abyecto como en la era del sultanato priista, aun cuando la alternancia no eliminó su envilecido ni condujo a la democratización del sistema político, ya que simple y llanamente las elites no aspiraban a ella, sino a mantener el autoritarismo presidencialista con los panistas. Calderón, como los priistas, mientras pudo, se acostumbró a cambiar la Constitución para alcanzar sus ocurrencias o a pisotearla mientras pudo, con la venia de los poderes Legislativo y Judicial
¿Qué pretenden los abajofirmantes? ¿Un sistema apegado a las reglas democráticas, apegado al estado de derecho? No ofrecen una salida democrática porque son antidemocráticos. Son nostálgicos del poder absoluto. Sólo apoyan la contrarreforma de Calderón: ampliar la abusiva omnipotencia del Ejecutivo sobre el Legislativo, sin contrapesos legales e institucionales a sus excesos. Más poder del que tuvo el Ejecutivo con los déspotas priistas, ya que nunca se desmanteló su supremacía constitucional y metaconstitucional.
De cualquier manera, los abajofirmantes serán espléndidamente remunerados por sus servicios.
Del otro lado de la derecha, las cosas tampoco son mejores. Es claro que Peña Nieto sólo sirve –su “jeta de santo”, como dijo un poeta– para la mercadotecnia televisiva. O que ni Manlio Fabio ni algún otro priista tiene la talla suficiente para ser un candidato que garantice, por sí mismo, el triunfo de su partido en las elecciones de 2012. Pero ¿a quién se le ocurrió utilizar los oficios de un individuo tan desacreditado como Salinas de Gortari? ¿Tan mal están los priistas? Quién no sabe que Salinas fue una de las máximas expresiones del autoritarismo, de la más mórbida expresión del sistema priista, de la destrucción del régimen nacionalista y la instauración del neoliberalismo, de la descomposición y el hundimiento del despotismo priista, que abonó el terreno para la emergencia del Estado teocrático panista; que es la encarnación de lo más despreciado por la sociedad, merced a los costos económicos y sociopolíticos del neoliberalismo. Nunca podrá liberarse de los cadáveres de Luis Donaldo y Francisco Ruiz que lleva sobre su espalda. Es la imagen de Calígula.
Su reaparición en el seminario organizado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias no pudo ser más desgraciada. Primero, con mentiras, quiso lavar su imagen y endosar su corresponsabilidad en el colapso neoliberal de 1994-1995, la fuga de capitales, la rapiña de la venta de las empresas públicas, la entrega de la banca, el sistema financiero y de pagos a los especuladores locales que, naturalmente, las llevaron a la bancarrota y a entregarla al capital extranjero. Engañosamente quiso presentar a Zedillo como siervo de Estados Unidos y del capital foráneo. Nadie puede negar ese dardo envenenado. Pero lo fue como el propio Salinas, quien impuso despóticamente el modelo del “consenso” de Washington que ya había reventado en las dictaduras militares de América del Sur, en aras de lograr su legitimidad ante la Casa Blanca. Como Nerón, incendió el país. En sus juicios sobre el indefendible Zedillo, se comportó como un payaso de las bofetadas, como un resentido Tiberio que ahora pretenden presentar como el promotor de un proyecto innovador, progresista, democrático.
¿Así piensan los priistas ganar las elecciones en 2012?
No cabe duda que el bloque dominante ya nada tiene que ofrecer a la nación.
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