Activistas y periodistas emboscados en las inmediaciones de San Juan Copala, Oaxaca, tuvieron que sobrevivir a los paramilitares; pero también a la indolencia de las autoridades políticas estatales y federales, y a la complicidad entre las corporaciones policiacas y la falange armada de la Ubisort. La presión social, nacional e internacional, replegó a los paramilitares y permitió la entrada de un periodista y un padre de familia a la zona para buscar a los sobrevivientes
El timbre del teléfono celular interrumpió la comida. El mensaje fue escalofriante: hace hora y media (14:30 horas), un grupo de hombres armados atacó la caravana por la paz que se dirigía al pueblo autónomo de San Juan Copala, Oaxaca. Allí viajaban Érika Ramírez y David Cilia, periodistas de este semanario.
—Hay muertos y heridos –comentó la voz–. No sabemos cuál es la situación de los reporteros.
La pesadilla para la redacción de Contralínea apenas empezaba aquella tarde del martes 27 de abril de 2010. Hasta antes de las 16:00 horas, el reporte era normal: cuatro reporteros enviados. Dos a Oaxaca, reportero y fotógrafo, y otros dos a Quintana Roo. Sus órdenes eran realizar una radiografía político electoral de esos estados y reconstruir las historias de los periodistas asesinados en esas regiones, como parte de un reportaje amplio sobre los casi 80 periodistas asesinados y desaparecidos desde que el Partido Acción Nacional asumió el Poder Ejecutivo federal.
El equipo directivo del semanario convocó de inmediato a junta y, sin mucho pensarlo, envió a Oaxaca a un equipo de periodistas para investigar el paradero y el estado de salud de nuestros reporteros Érika Ramírez y David Cilia. El grupo se trasladó a la zona en conflicto el mismo día de la brutal agresión; lo integraban el jefe de información, Zósimo Camacho; el jefe de fotografía, Julio César Hernández, y el jefe de circulación, Antonio de la Torre.
La madrugada del miércoles 28 empezaron los primeros reportes, algunos de ellos, estremecedores: tres testigos que lograron huir del ataque contra la caravana compuesta por observadores internacionales, organizaciones sociales, maestros de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y periodistas, afirmaban que los dos reporteros de la revista Contralínea no habían podido escapar de las ráfagas de fusiles de asalto AK-47, que disparaba el grupo paramilitar desde el monte. Aseguraban que los periodistas habían quedado abatidos en el mismo vehículo.
Para ellos, no había duda. El grupo de sobrevivientes fue entrevistado a las puertas del hospital rural 66 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), de Santiago Juxtlahuaca, cabecera municipal localizada a 100 kilómetros de La Sabana, el lugar del ataque.
A lo largo de ese día, el equipo de Contralínea intentó ingresar a la zona, a la zaga de un operativo de 10 camionetas con 50 efectivos de la Agencia Estatal de Investigaciones (AEI), a cargo del comandante regional Lázaro Hernández; un cuerpo de peritos y uno de médicos. Sin embargo, los agentes cerraron el paso al vehículo de los periodistas apenas al salir de Juxtlahuaca.
Por la tarde, el convoy regresaría con los cuerpos de Beatriz Alberta Cariño, directora del Centro de Apoyo Comunitario Trabajando Unidos (Cactus), y el observador de derechos humanos finlandés Jiry Jaakkola, quienes habían sido asesinados al interior de uno de los vehículos. Ante las demandas de integrantes de organizaciones sociales para que se buscara a los entonces 22 desaparecidos, la AEI inició una nueva incursión, de la que las autoridades no ofrecieron resultados.
Ante el ocultamiento de información, la tarde del día 28 el grupo de periodistas enviado por Contralínea interceptó en la carretera que baja de San Juan Copala a Juxtlahuaca las grúas que trasladaban los automóviles atacados. Constató que decenas de balas penetraron los vehículos desde el costado izquierdo. En todos había rastros de sangre. Sin embargo, era claro que en la camioneta blanca Van, marca Ford, en que viajaban los activistas asesinados, la sangre había escurrido abundantemente.
Un segundo grupo de periodistas encabezado por el director y subdirector de Contralínea, Miguel Badillo y José Réyez, respectivamente, había salido muy temprano por carretera ese mismo miércoles. Por la tarde, los periodistas arribaron a Juxtlahuaca, con la intención de acercarse a la comunidad de La Sabana, lugar del ataque en contra de la caravana y cuya zona es dominada por la Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort), en donde su líder, Rufino Juárez, decide la vida y destino de la población.
La primera llamada telefónica fue al secretario general de gobierno, Evencio Nicolás Ramírez, exprocurador General de Justicia y exombudsman de Oaxaca, a quien señalan como responsable de controlar y negociar con las organizaciones triquis, así como ser el encargado de “mantener la paz” en la región. La respuesta a la petición fue de rechazo: él no hablaría con los periodistas de Contralínea.
En Juxtlahuaca, el comandante de la Policía Estatal, Lázaro Hernández, fue tajante: “No vamos a volver a entrar, ya lo hicimos dos veces y nos dispararon, tuvimos que replegarnos; hay muchos hombres armados, no voy a arriesgar la vida de mis hombres, así que no me pida que vayamos a buscar ahorita a los periodistas. Para qué entraron, si ya sabían que era peligroso”.
—Pero ustedes son la policía, ¿no deben restablecer el orden y aplicar la ley en la zona, y buscar a los desparecidos?
—Lo siento mucho, pero no, mis hombres están exhaustos; véalos, ya lo intentamos dos veces y nos tiraron, nos dispararon, están armados hasta los dientes, nos tuvimos que replegar; sólo pudimos rescatar los dos cadáveres (se refería a los cuerpos de Beatriz Alberta Cariño, directora del Centro de Apoyo Comunitario Trabajando Unidos, Cactus, y del observador finlandés Jiry Jaakkola) y los tres vehículos de la caravana. No nos vamos a arriesgar más, y menos de noche, allí nadie entra de noche, es muy peligroso.
—¿Por qué no hablan con los líderes y que nos dejen buscar a nuestros compañeros periodistas?
—Es muy difícil convencerlos; ya le dije, nosotros no vamos. Si ustedes quieren entrar no lo vamos a impedir, pero es responsabilidad de ustedes.
Una llamada telefónica al inspector de la Policía Estatal confirmaba la negativa del gobierno de Ulises Ruiz para ayudar al rescate de los compañeros desaparecidos. Hasta ese momento, eran cuatro personas las que estaban en esa condición: los dos periodistas de Contralínea y los activistas Noé Bautista y David Venegas.
El inspector Jorge Alberto Calzada explicaba por qué no podían entrar a la zona: “Es una región muy difícil. Para entrar tenemos que pedir permiso; si los líderes nos autorizan, entonces la policía puede entrar, pero hasta el momento no hemos podido dialogar con ellos. La situación está muy difícil, muy tensa; esos hijos de su puta madre están bien armados, disparan a todo lo que se mueve. Si entramos, nos cazan, así que mis hombres no van a entrar. Hay que esperar”.
—¿Quiénes encabezan el grupo paramilitar responsable de la agresión a la caravana?
—Cuál grupo paramilitar –responde molesto el inspector Calzada–. Mira, mano, es un pinche grupo de indígenas armados hasta los dientes, que les vale madre todo y están dispuestos a matar. Sólo son eso, no hay ningún grupo paramilitar; de dónde sacan eso ustedes.
Agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional se pasean por Juxtlahuaca. Todo husmean, escuchan conversaciones, se acercan a los reporteros de Contralínea y se identifican. Buscan toda la información disponible para enviarla al secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont; sólo eso. Al gobierno federal no le preocupa que periodistas y civiles estén desaparecidos y menos busca el diálogo con los líderes triquis que permita la búsqueda de las personas.
Jueves 29: ya han pasado 48 horas y nada con certeza se sabe de los periodistas. Circulan versiones entre reporteros de que los cuatro desaparecidos están heridos y fueron capturados por el grupo paramilitar. Algunos dicen que los utilizarán como rehenes para exigir que el Movimiento de Unificación y Lucha Triqui-Independiente deje la cabecera municipal de San Juan Copala y asuma el control el grupo comandado por Rufino Juárez, el líder de la Ubisort, a quien indígenas de la región responsabilizan de la masacre. Otros comentan que pedirán recompensa económica por el rescate. Sólo rumores.
Todo es confusión y las versiones periodísticas son diversas. Nadie confirma nada. Sólo dudas, miedo y nerviosismo por los muertos y heridos. Lo único cierto es que cuatro personas no aparecen y los gobiernos de Ulises Ruiz, en Oaxaca, y de Felipe Calderón, en México, no se hacen responsables de la situación y menos planean alguna operación de rescate o búsqueda. “Pinches periodistas, para que se meten allí”, se alcanza a escuchar decir a uno de los policías estatales.
La situación se ha tornado alarmante. El equipo de la revista Contralínea y el padre de David Cilia, con el mismo nombre y viejo luchador social, deciden que deben entrar a la zona de conflicto para buscar personalmente a los dos reporteros desaparecidos. La decisión tomada se anuncia muy temprano en el noticiario de la periodista Carmen Aristegui, a quien se le informa que el viernes 30, a las 10 de la mañana, el equipo de la revista Contralínea y David Cilia padre se dirigirán al poblado de La Sabana, lugar del ataque, ante la negativa de la policía para buscar a los periodistas Érika y David.
En Huajuapan de León, a 100 kilómetros de Juxtlahuaca, la organización Cactus, a la que pertenecía la joven mujer acribillada en el ataque, Beatriz Alberta Cariño, organiza una conferencia de prensa para que familiares y compañeros de los asesinados y desaparecidos puedan hablar con los medios de comunicación locales, nacionales e internacionales.
En pleno desarrollo de la rueda de prensa, una llamada de la procuradora general de Justicia de Oaxaca entra al celular del director de Contralínea, quien le dice que “el gobierno de Ulises Ruiz está muy preocupado por los hechos violentos y que han iniciado un trabajo investigativo para dar con el paradero de los dos periodistas”.
¿Pero quién los está buscando, si los comandantes de la policía y su jefe, el inspector Calzada, dicen que ellos no van a entrar porque les disparan?
—Lo que está haciendo la Procuraduría es reconstruir los hechos desde el primer día que llegaron los periodistas a Oaxaca, para saber en dónde se hospedaron y a partir de allí iniciar la búsqueda.
—Pero si ellos llegaron a Oaxaca hace ocho días, procuradora, y ya sabemos que hace dos días viajaban con la caravana cuando en el pueblo de La Sabana los emboscaron los paramilitares. ¿Por qué no arman un operativo policial y entran a buscarlos? Nosotros los acompañamos.
—Primero estamos buscándolos para estar seguros de que no están escondidos en algún hotel de Oaxaca; tenemos que reconstruir su ruta…
—Procuradora, lo que se necesita es buscarlos en el monte, creemos que están heridos y ya pasaron dos días.
—No podemos entrar así nada más; es una zona de mucho conflicto y la gente está armada, se tiene que pedir permiso a las comunidades y…
—¿Si ustedes no pueden, por qué no piden ayuda al gobierno federal, al Ejército?
—Eso tampoco se puede hacer.
—Adiós, procuradora.
El mismo jueves 28, Zósimo Camacho recibió una llamada a su teléfono celular. El de la voz se identificó en voz baja como David Venegas: “Yo estuve hasta hoy en la mañana con tus compañeros; porque son tus compañeros Érika y David, ¿no?; les prometimos que te llamaríamos en cuanto llegáramos a donde tuviéramos señal”, dijo entre aturdido y emocionado.
David Venegas y Noé Bautista, activistas de Voces Oaxaqueñas Construyendo Autonomía y Libertad, habían roto el cerco paramilitar. Llegaron a la cabecera municipal de Santiago Juxtlahuaca al medio día, luego de ocho horas de camino por el monte.
Con voracidad, comieron pan dulce y bebieron soda. Bautista, receloso y atemorizado, mostró a hurtadillas las heridas de bala que padecía en su costado izquierdo.
Los sobrevivientes llegaron también con la prueba de que los reporteros se encontraban vivos y a la espera de ser rescatados: una videograbación captada con un teléfono celular horas después del ataque. El enlace de los periodistas con la sociedad era un video de menos de tres minutos en el que David Cilia mostraba su pie herido y Érika Ramírez dejaba en claro que no morirían de las heridas producidas por el taque paramilitar, sino de la inacción del gobierno estatal de Ulises Ruiz.
La grabación, difundida por Contralínea, mostró a los periodistas a salvo, pero con el temor de ser encontrados por los paramilitares.
No había más que hacer ante las autoridades de Oaxaca. Los periodistas empezaron a planear cómo ingresar a la zona, con el menor riesgo posible, para iniciar la búsqueda, pero antes se le avisaría a los medios de comunicación y a las autoridades de esa decisión.
A las 13 horas del jueves, el inspector de la Policía Estatal se vuelve a comunicar vía telefónica e informa que harán un operativo con todos los policías para entrar al área en conflicto, y piden que los periodistas no entren solos: “Tenemos instrucciones de darles protección para evitar una nueva desgracia”. El problema, dice el inspector Calzada, es que sólo podrá ir un periodista en el helicóptero de la policía, porque no hay espacio.
La estrategia de entrar a la zona de conflicto el viernes por la mañana se había modificado. El aviso de que nuestros compañeros estaban vivos, aunque heridos y hambrientos, animó al equipo de Contralínea para iniciar la búsqueda esa misma tarde de jueves. De esa decisión se informó al inspector de la policía Jorge Alberto Quezada, quien alarmado pidió tiempo para que los periodistas fueran acompañados por policías y pudiera aterrizar el helicóptero desde donde serían trasladados al área de conflicto.
La aeronave llegó a Juxtlahuaca a las 16:30 horas y fue abordada por el director de Contralínea y el padre de David Cilia. Los acompañaban tres elementos fuertemente armados del grupo de fuerzas especiales del estado. Por tierra, 10 camionetas-patrulla se observaban desde el helicóptero y abordo iban 50 efectivos policiales armados con fusiles de asalto, seis comandantes y cuatro delegados de la Policía Estatal. En total, 60 efectivos policiacos que ingresarían a la zona para cubrir la búsqueda.
Desde Juxtlahuaca, el presidente de la Ubisort, Rufino Juárez, “coordinó”, junto con el comandante regional de la Agencia Estatal de Investigaciones, Lázaro Hernández, la entrada del operativo de rescate. Más tarde, el comandante policiaco reconocería que el ingreso de Miguel Badillo, David Cilia Olmos y los policías a las inmediaciones de la comunidad de La Sabana fue realizado con la “autorización” del líder del grupo paramilitar al que se le atribuye la agresión.
El helicóptero con el periodista y el familiar abordo descendió en una zona neutral del municipio de San Juan Copala y, a partir de allí, los comandantes responsables del operativo se trasladaron hasta la población de La Sabana, en donde negociaron con el líder Rufino Juárez que permitiera la búsqueda de los dos reporteros.
El convoy de policías y los dos civiles se trasladaron hasta el lugar donde fue la emboscada y perdieron la vida dos personas y otras cinco resultaron heridas. A partir de allí, David Cilia Olmos y Miguel Badillo entraron solos al monte en busca de los desaparecidos, quienes llevaban más de 50 horas escondidos entre árboles y arbustos.
Molesto por la presencia de intrusos, el líder de la Ubisort, Rufino Juárez, propuso a los policías que 30 mujeres triquis los acompañaran en la búsqueda, pero David Cilia padre rechazó el ofrecimiento, pues eran habitantes del mismo pueblo en donde se había cometido la agresión.
El sol caía y su luz cada minuto que pasaba era más tenue. Después de tres horas de la primera incursión de rescate, la búsqueda fue infructuosa. Llegó la noche y las órdenes de los policías fueron suspender el operativo y retirarse del lugar. Para convencer de suspender la búsqueda, el comandante a cargo prometía regresar al siguiente día para continuar. Pero Cilia y Badillo habían decidido no retirarse del lugar hasta dar con los periodistas y así se lo hicieron saber. Eso discutían con los comandantes cuando un indígena se acercó al convoy policiaco y alertó de que el reportero David Cilia se había comunicado con un radio portátil pidiendo ayuda y decía que no abandonaran la búsqueda, que él y Érika se arrastraban por el monte hacia la carretera en donde veían a lo lejos las luces de las patrullas.
Los comandantes a cargo del operativo policial no creían la versión del indígena triqui y ordenaron salir de la zona. Cilia y Badillo discutieron con ellos y se opusieron a abandonar el lugar. Los policías aceptaron y regresaron al punto inicial de búsqueda, en donde había sido el ataque con armas de fuego. Eran las 20:00 horas y la noche había ganado el espacio.
El nerviosismo en los policías volvió y así inició la segunda incursión a las montañas, sólo que esta vez un indígena triqui, de la comunidad de San Juan Copala, guiaba la búsqueda, seguido del periodista, el padre del reportero y seis policías.
Casi tres horas después, hasta las 22:40 horas, la caravana de auxilio encontró desfallecidos y hambrientos a los dos reporteros. David, herido de tres balazos, fue levantado en hombros por el periodista y los policías hasta alcanzar la carretera. La reportera Érika Ramírez prefirió caminar para salir más rápido del lugar.
Como parte del convoy policiaco, los periodistas fueron trasladados al hospital más cercano de Juxtlahuaca, a unos 100 kilómetros de distancia, por un camino de terracería. A la una de la madrugada del viernes 30 de abril, Érika y David ingresaban al hospital del IMSS para su atención.
Al medio día, el timbre del teléfono celular sonó nuevamente. Recién había concluido la conferencia de prensa en el hospital de Juxtlahuaca, donde Érika Ramírez, periodista sobreviviente, señaló que la emboscada contra la caravana de paz demostró al mundo la impunidad con la que operan los paramilitares en México. Entonces Ulises Ruiz Ortiz decía a Miguel Badillo:
—Te ofrezco un avión para trasladar a tu reportero (David Cilia) a Nueva York. Yo pago los gastos médicos de su recuperación.
El director de este semanario agradeció la “ayuda” del gobierno estatal. A las cinco de la tarde de ese mismo 30 de abril, los periodistas de Contralínea regresaron a México por tierra. La pesadilla que duró más de 60 horas había terminado.
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