Los ejércitos más poderosos del planeta y la industria militar armamentista masacran decenas de millones de animales al año. Con seres vivos prueban armas y realizan experimentos que son aplicados después en las guerras
De 50 a 100 millones de animales vertebrados de todas las especies son utilizados cada año en experimentos científicos con fines bélicos; al final, la mayoría son sacrificados, en correspondencia con el predominio de una cultura de guerra.
La intención de propiciar la reproducción constante del capital y la subvaloración del lugar que ocupan estos seres vivos para el sostenimiento del equilibrio ecológico impulsan tales estocadas a la biodiversidad y a los recursos naturales en general.
Cuando los megamedios trataban de justificar la invasión estadunidense a Afganistán –algo que a la larga falló–, transmitieron imágenes de perros agonizando hasta fallecer en laboratorios de Al Qaeda, mas nunca admitieron que eso ocurre en casi todo el mundo.
Diarios israelíes denunciaron hace una década el aniquilamiento de cerdos sin anestesiar con misiles explosivos y las afectaciones sicológicas sufridas por soldados participantes en brutales experimentos realizados en el país árabe con perros, monos, palomas, ratones, sapos y cobayas.
Fuentes del Departamento de Defensa de los Estados Unidos dan cuenta, además, de la muerte o lesiones sufridas cada año por al menos 320 mil primates, cerdos, cabras, ovejas, conejos, gatos y otros animales, en virtud de experimentos con fines de guerra.
Estos ensayos tendientes a impulsar el desarrollo de la industria armamentista, con el propósito esencial de ganar mayores dividendos, exigen costos anuales que rebasan los 100 millones de dólares.
Las masacres contra especies animales acumulan más de medio siglo y las culpas recaen en oficiales, científicos y otros alistados en bases militares de todo el territorio estadunidense y en otras partes del planeta.
Entre las pruebas mortíferas registradas, clasifica por su crueldad la de Bikini Atoll, en el Pacífico Sur, identificada por sus protagonistas como “El arca atómica”, porque consistió en subir a una embarcación 4 mil ovejas, cabras y otros animales, y luego hacerla explotar.
Este hecho aconteció en 1946, y desde 1957 el Departamento de Defensa estableció un “laboratorio de heridas” en el que animales conscientes o semiconscientes son suspendidos con sogas y acribillados con armas de alto poder para luego practicarles cirugías en función del aprendizaje.
Con el pretexto de la seguridad nacional o la defensa, además, muchos animales son utilizados para probar las trayectorias de las balas que les permite a los expertos en armas militares congelar el rastro de las balas para su análisis.
Organizaciones atentas a la suerte de los animales presionaron hasta lograr que se limitara el uso de perros y gatos en tales estudios, pero pese a la resolución adoptada por el Congreso, en 1983, gran cantidad de cabras, cerdos y ovejas sufren tales programas.
Un lustro después, una serie de experimentos navales con explosivos acuáticos en Chesapeake Bay mató a más de 3 mil peces; experimentos nucleares en el Pacífico Sur han destruido el hábitat de cientos de especies.
Peter Singer, en su obra Liberación animal, explica que en la Base de la Fuerza Aérea de Brooks, en Texas, la llamada “Plataforma de Equilibrio de Primates” acabó con la vida de decenas de estos simios.
Chimpancés y otros de su familia eran encadenados a la máquina y sometidos a descargas eléctricas –repetidas hasta 100 veces al día durante mes y medio– para enseñarlos a manejar el simulador de vuelo en forma de silla.
Cuando los animales rebasaban esa fase, eran sometidos a distintas dosis de radiación y a agentes de guerra química para determinar cuánto tiempo serían capaces de continuar pilotando entre náuseas, vómitos y otros malestares provocados por los productos tóxicos y las radiaciones.
En Fort Detrick, Maryland, Estados Unidos, y bajo la dirección del Laboratorio de Desarrollo e Investigación de Bioingeniería Médica del Ejército, se suministró durante medio año distintas dosis del explosivo TNT a 60 perras y perros.
De acuerdo con el informe de la operación, “los síntomas observados incluían deshidratación, descoordinación, demacración, anemia, ictericia, baja temperatura corporal, orina y heces descoloridas, diarrea, pérdida de apetito y peso, aumento del tamaño del hígado, los riñones y el bazo”.
El experimento representa “una porción” de los datos que el laboratorio de Fort Detrick desarrolla sobre los efectos del TNT en mamíferos. Añade la fuente que, pese a los costos en vidas de animales, sugirió proseguir el estudio para delimitar los daños que puede provocar ese explosivo.
Ejércitos de este y otros países reclutan miles de animales para el combate y los envían a “misiones” que ponen en peligro sus vidas y su bienestar.
Según Singer, el sistema de rastreo militar estadunidense enlistaba en vísperas de este siglo aproximadamente 725 experimentos en los que se utilizaban animales de múltiples especies.
Pruebas con animales en la Unión Europea
Seres vivos de todo tipo llegan a padecer enfermedades por descompresión, ingravidez, drogas, alcohol, inhalación de humo y oxígeno puro, en investigaciones de esta naturaleza también en la Unión Europea (UE).
Aunque la Directiva Europea 86/609 –que trata la experimentación animal en la comunidad de países– establece regulaciones para el uso de éstos en experimentos científicos de todo tipo, las ejecuciones de seres vivos suceden cada día.
En Gran Bretaña, la organización Animal Aid constató que decenas de miles de conejos, ratas, cerdos, ovejas, cabras, perros, monos, y otros sufrieron en las últimas décadas experimentos de todo tipo con agentes químicos, como el perfluoroisobutano y el I-MCHT.
Tres importantes centros de experimentación militar sirvieron de escenario para estos análisis: el Establecimiento de Defensa Química y Biológica de Porton Down, la Agencia de Investigación en Defensa y el Instituto de Medicina de Aviación.
Científicos de Porton describieron que, en una prueba de este tipo, las víctimas experimentaban fuertes convulsiones y morían luego de arrastrarse durante minutos tras recibir fuertes dosis de gases tóxicos
En otra realizada con conejos, la muerte llegaba tras un mes de agonía, con serios daños en hígados, vesícula biliar y duodeno, así como afecciones en su respiración.
La exposición a golpes o explosiones forman parte también de algunos exámenes, que tampoco excluyen la vivisección en función de preservar evidencias.
Una de las familias animales más atacadas por los investigadores es la primate, por sus parecido psicológico y fisiológico con los humanos. Alrededor de 10 mil de ellos son utilizados cada año en experimentos científicos en la UE.
Inglaterra es el más grande usuario de primates de la zona desde 2000, año en el que tenía, en laboratorios y otros centros de experimentación, alrededor de 2 mil 951 monos.
Aunque se habla de monos pequeños, vale destacar que ese país era el único que contaba con una ley que prohibía los experimentos en los grandes primates (chimpancés, orangutanes y gorilas), desde 1997.
El secretismo rodea a los programas militares de esta naturaleza, clasificados generalmente como “Top Secret”, por lo que se dificulta obtener mayores informaciones sobre los abusos y torturas contra sus víctimas.
Sin embargo, se sabe que estos experimentos pueden ser muy dolorosos, repetitivos, costosos y no confiables. La mayoría de los efectos que estudian ha sido observada en humanos y sus resultados no siempre son extrapolados a la experiencia de las personas.
La guerra camuflada contra los animales y su entorno natural tiene lugar antes, durante y después de los enfrentamientos bélicos, y es una arista de una problemática de mayor dimensión: la destrucción sin recato del medio ambiente.
Las estadísticas de pérdidas en medio de las guerras apenas abarcan a los seres humanos y, cuando más, a las infraestructuras dañadas. Pocas veces se dan pormenores de la destrucción masiva y sistemática del entorno natural sujeto a los conflictos bélicos.
Explosivos y otros artefactos de muerte lanzados sobre inmensos territorios redundan muchas veces en estocadas mortíferas contra millones de ejemplares de diversas especies, incluso, sobre algunas en peligro de extinción, por lo que el daño resulta irreversible.
En estos casos, lo más espantoso llega como consecuencia del legado sembrado por sustancias radioactivas, minas o bombas sin explotar en el momento de su lanzamiento, pero que a la larga lo hacen y arrasan hasta en tiempos de presumible paz.
Datos de la Organización de las Naciones Unidas aseguran que las minas antipersonales dispersadas en 60 países oscilan de 70 a 75 millones, y ello imposibilita contabilizar la enorme cantidad de animales despedazados al chocar con estos artilugios.
Cientos de toneladas de uranio, usado para recubrir los proyectiles y aumentar su poder destructivo, quedaron esparcidos durante los ataques estadunidenses y de sus aliados en Irak y Serbia.
En menos de un lustro, aumentó la incidencia de enfermedades cancerígenas en personas de distintas edades en estos territorios y, aunque se carece de cifras respecto de otros seres vivos, es lógico imaginar que algo similar ocurre con ellos.
Bajo el eufemismo de “daños colaterales”, quedan invisibilizados, en los informes militares y gubernamentales de los agresores, los impactos infligidos contra el ecosistema en el cual proliferan cientos de vidas animales.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos destruyeron grandes presas que inundaron miles de hectáreas y destruyeron 125 fábricas, causaron la muerte de 1 mil 300 personas y de 7 mil vacas y cerdos, según el historiador egipcio Hobsbawm.
En pleno siglo XXI, los incendios de pozos de petróleo y derrames, como los ocurridos en el Golfo Arábigo-Pérsico, durante la guerra en Kuwaitt (1992), arrasaron con vidas humanas, pero también con la fauna marina y con aves raras al estilo de los cormoranes y colimbos.
El bombardeo de instalaciones bioquímicas y nucleares en ese país apenas fue el preludio de lo ocurrido en los Balcanes, en 1992, cuando fueron impactadas refinerías, depósitos de petróleo, complejos petroquímicos y minas de estaño y cobre.
Los gastos de combustibles fósiles por estas causas son mínimos si se consideran los provocados por el consumo por parte de los transportes de guerra.
Sólo un avión F-15 precisa 908 litros de gasóleo por minuto de aceleración y una división acorazada devorará al día 2 millones 271 mil litros de éste.
En medio del predominio de la cultura de guerra, la industria bélica acapara los más altos presupuestos del planeta. En 2009, los gastos militares batieron récord al ascender a 1.5 billones de dólares, es decir 5.9 más que un año antes y 49 por ciento más respecto de 2000.
Al mismo tiempo, esta rama es la más contaminante del planeta: entre 10 y 30 por ciento del total de la degradación ecológica mundial responde a sus acciones, según el alemán Instituto de Investigación para una Política de Paz de Starnberg.
De igual modo, 10 por ciento de las emisiones relacionadas con el llamado “efecto invernadero” guarda relación con la industria de artefactos de muerte, también primera en el uso y abuso de recursos minerales.
La utilización del uranio, de modo particular, provoca un fango radioactivo letal que se extiende por amplias áreas en la zona austral, sujeta buena parte del año a las llamadas lluvias monzónicas.
El desmantelamiento, eliminación o reciclaje civil del material bélico obsoleto, sea convencional, químico o nuclear, también implica costos elevados, por lo que casi siempre los gobiernos recurren a soluciones como el vertido de material sobrante en el mar, pozos o detonándolo al aire libre.
La amenaza sobre animales, plantas, seres humanos y el ecosistema en que éstos conviven crece por día, en medio de llamados de alerta que caen en saco roto buena parte de las veces, ante la desidia de las multinacionales y de sus aliados en el poder político.
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