La alianza electoral entre la derecha más reaccionaria, teocrática, antidemocrática, neoliberal, antisocial, cancerbera de los intereses oligárquicos y a la que nada le importa pisotear impunemente el estado de derecho cuantas veces se le pega la gana –representada por Felipe Calderón y el Partido Acción Nacional (PAN)–, el llamado Diálogo para la reconstrucción de México (Dia) –integrado por los partidos de la Revolución Democrática (PRD), del Trabajo (PT) y Convergencia– y, desde las sombras, la franquicia de la cacique Elba Esther Gordillo, en contra del Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuyas credenciales son las mismas de los panistas, sus hermanos de sangre, no fue más que una farsa montada en contra de la población que anhela arrojar definitivamente al basurero de la historia el actual sistema político autoritario de dilatada vida: 71 años con priistas y 10 más con los panistas.
La historia nos ilustra hasta el hartazgo que el mundo de la política-electoral, y también el de las parejas, está plagado de estrambóticos compañeros de tálamo que, por conveniencia, dejan temporalmente de lado los prejuicios y se ayuntan inusitadamente, pero sin compartir el poder ni distribuir equitativamente los placeres. Cada cual busca su provecho exclusivo y luego se separan, unas veces amigablemente, lo que facilitará futuros encuentros, otras odiándose irremisiblemente.
La coalición señalada fue peculiar. Fue como cohabitar en el lecho de Procusto, el estirador, quien, según la mitología griega, alargaba o acortaba aquél, según sus caprichos. Si la víctima que se acostaba excedía el tamaño de la cama, le serraba la parte sobrante del cuerpo, los pies, las manos o la cabeza. En el caso contrario, le descoyuntaba los miembros a martillazos para estirarla al tamaño adecuado. Tras bambalinas, a Felipe Calderón le correspondió el papel del terrible y sanguinario personaje. El Dia, supuesto representante de la izquierda institucional y civilizadamente rosa, asumió el lugar del gozoso masoquista que voluntariamente aceptó ser descuartizado y, de paso, emasculado en aras de objetivos difusos, ganancias inciertas, acuerdos vacuos, compromisos indefinidos. No le fue sencillo inventar coartadas admisibles ante sus disminuidos partidarios, simpatizantes y los grupos progresistas de la sociedad, que no las creyeron, para justificar su voluptuoso amancebamiento que diluye las fronteras entre la izquierda y la derecha, deslavadas hace tiempo, justo cuando más se necesita remarcar las diferencias en un país completamente sesgado hacia el despotismo, hacia el más rancio conservadurismo teocrático, que disuelve a los mismos partidos en su maniaca y oportunista tarea por mimetizarse y con-fundirse en la ciénaga del inodoro e incoloro centrismo, para no aterrar las buenas conciencias de los tornadizos y retrógrados “sectores medios” (lo que queda de ellos) y los intolerantes reaccionarios cavernícolas que detentan el poder real: la oligarquía, el clero, y los militares, que arrojan espuma por la boca ante cualquier atisbo de inconformidad y disidencia, al que inmediatamente aplastan y excomulgan como antidemocrático, jacobino o comunista.
El travestismo de esa andrógina izquierda, que precipitadamente se arrojó al camastro y los brazos cristeros, una de las dos cabezas de la hidra de la derecha gobernante circunstancialmente en conflicto, sus irreconciliables enemigos históricos de clase y de la arena política, tiene varios propósitos. El más importante, enviar un discreto mensaje a las elites dominantes: manifestarles que es una oposición pragmática, liberada de ideales atávicos, dispuesta a pactar con cualquier fuerza y circunscribirse a los estrechos límites parlamentarios y legales impuestos por el sistema. En su oportunismo, el Dia está ávido de colaborar y aliarse con ellas, con tal de eventualmente alternarse en el gobierno. Y demostrarles que puede cuidar y defender sus intereses, pues sus principios han transitado de la socialdemocracia al social-neoliberalismo. Sus espejos son Felipe González, François Mitterrand o la concertación chilena, socialistas que administraron con relativo éxito el neoliberalismo capitalista mejor que los propios neoliberales.
Esa izquierda se diferencia de la derecha priista y panista en sus tonalidades. Es menos intolerante y despótica, menos excluyente, más dispuesta a ampliar el goteo del gasto público productivo y social, así como los derechos ciudadanos –el libre derecho de las mujeres al aborto; la diversidad sexual y el laicismo; los apoyos económicos a madres solteras, desempleados, infantes y viejos; la mejoría de servicios públicos–, menos corrupta. Me refiero básicamente al gobierno capitalino –porque los de Chiapas, Guerrero y el derrotado de Zacatecas funcionan como si fueran del PRI y del PAN–, en contraste con los de Guanajuato o Jalisco, tierras arrasadas por los atilas yunquistas que imponen el reino de dios a través del terror, o sus similares del Estado de México, Veracruz o el vencido de Oaxaca, por mencionar algunos.
Esa forma de gobernar no altera en nada la naturaleza neoliberal del capitalismo mexicano. Para su desgracia, los señores de horca y cuchillo de nuestro capitalismo mafioso, los Azcárraga, Salinas Pliego, Servitje, Larrea, Bailleres, Arango, Roberto Hernández o Slim, acaso en menor medida, son tan rupestres como los bárbaros Jean-Claude y François Duvalier o los Anastasio Somoza, Debayle (unos dicen que Franklin D. Roosevelt dijo de él: “puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, aunque otros le endosan la expresión a Cordell Hull, su secretario de estado) y Portocarrero, que no quieren entender que esas políticas podrían aletargar la lucha de clases. Les parecen radicales. Prefieren a los alumnos del golpista Pinochet como Carlos Salinas de Gortari o Calderón.
La alianza del Dia con el PAN sólo fue un vano intento para tratar de ocultar su fracaso por medio de su cooptación y claudicación; de la bancarrota de sus principios y su orfandad ideológica y política; de su carencia de programas alternativos que puedan recuperar la confianza de sus militantes que defeccionan y de otros sectores; de su pérdida de identidad, incapacidad y desinterés para reconstruirse como una auténtica opción de izquierda y de buscar alianzas con otras fuerza de izquierda, progresistas y democráticas y no con la derecha; de su ineficacia como contrapeso a ésta última; del oportunismo de sus dirigentes, en especial de Jesús Ortega, quien respaldado desde calderonismo se entronizó, secuestró y destruyó al PRD, a favor de las elites, y trata de cerrarle el paso al grupo encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Los pactos constituyen una traición y una infamia en contra de quienes alguna vez creyeron que esa izquierda podría construir un proyecto nacional democrático participativo, incluyente, basado en el imperio de las leyes, antineoliberal, cuyo paradigma pusiera inicialmente la justicia social, el crecimiento, el empleo, la redistribución del ingreso, el bienestar, como una disyuntiva ante el indiferenciado gobierno despótico de la derecha PRI-PAN que sólo beneficia a la mafiosa la oligarquía nacional y transnacional.
Los supuestos triunfos de la alianza en Oaxaca, Puebla y Sinaloa son más aparentes que reales y no logran ocultar el naufragio político-electoral de la izquierda domada, cuyo espacio de poder se encoge. En el ajedrez político sólo se intercambian los peones administradores de las elites dominantes que, al final, quedan como las triunfadoras, pues su avasallante influencia, sus abusos e ilegalidades y sus depredadores intereses se mantienen incólumes e incluso se agrandan. Quienes ganan y pierden guardan un origen análogo, mercenariamente se cambian de un partido a otro sin alterar sus ideologías y principios (si es que tienen). Lo único que se reproduce es la turbiedad electoral amplificada, como en sus peores épocas, compartida por los adversarios, las reglas legales torvamente violentadas, los vacíos constitucionales, la institucional electoral yerta, la ausencia de democracia, la renovación de los cacicazgos, los privilegios y los fueros con reciclados actores, la parálisis y el desencanto de la población, el demérito de la política, la vorágine descendente hacia el abismo de la violencia social para cortar el nudo gordiano y encontrar una salida de un sistema cada vez más putrefacto.
Guerrero y Chiapas sintetizan el fracaso de esa izquierda por adoptar gobernantes ajenos con proyectos progresistas explícitos y aplicados. Los próximos evidencian que la alianza fue sin proyecto y, por tanto, sin soluciones, y que reproducirán el esquema fallido y la continuidad del statu quo. Rafael Moreno Valle develó la antítesis con los valores progresistas. En la Universidad Popular Autónoma de Puebla, una de las cunas y semillero de yunquismo, de la ultra derecha clerical, el priista-panista-elbista (¿para quién será su lealtad y la de los otros triunfadores?) dijo: “mientras sea gobernador no voy a permitir abortos, estoy en [su] contra, no permitiré [su] despenalización y su práctica en los hospitales poblanos, estoy a favor de la vida desde su concepción y de la familia”. Siempre evadió temas como el de las parejas del mismo sexo, la autonomía indígena, las sociedades de convivencia, supuestamente caros para la izquierda. No hace falta. Su fanatismo del converso, el color obispo de su ideología delata su destino. Puebla será otro reino de la caverna clerical. El mismo César Nava eludió señalar si esos y otros temas serán compromisos abiertamente asumidos por los coligados triunfantes. Es decir, no están en el inexistente paquete de acuerdos. Sólo caben las abstractas y escurridizas promesas que pueden subscribir la derecha y la izquierda, que forman parte de los 12 puntos suscritos por próximo trío gobernante, porque en nada comprometen: la seguridad, el combate a la pobreza, el empleo, la salud, la educación, la inversión, la pluralidad, la justicia, la ley.
Quedan Calderón, las políticas antisociales, el despotismo y el neoliberalismo arropados por la orgiástica multiplicidad de siglas: los triunfos y las derrotas de una facción de la derecha que se alterna con la otra de la misma derecha. Una oposición sin nuevas utopías sociales, cooptada, que recula, que volvió habitual el repudio de sus fundamentos, de abjuraciones, renuncias y oportunismos que la arrastran hacia la paz de su sepulcro.
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