Homicidios, robos, proliferación de pandillas asolan regiones de los países de América Central. El narcotráfico, al que se le adjudica ser el motor de todos los males, es en realidad una de las expresiones de la violencia que desborda a los gobiernos. Estudios muestran que el verdadero origen del problema es una aguda desigualdad social: concentración de la riqueza en pocas manos, falta de empleos, precarización de condiciones laborales, deficientes sistemas educativos y corrupción. En suma, lo que la mano dura no puede combatir
Panamá, Panamá. Aunque los países centroamericanos, salvo una reciente excepción, no son productores de drogas ilícitas sino territorios de tránsito, esto no es prueba de inocencia y tiene diversas implicaciones.
Una, ser integrantes de una cadena cuyos motores están fuera del área; otra, darles zonas y medios de trasiego (de recepción, custodia, reembarque, reclutamiento de personal, castigo de desleales, facilidades para operaciones marinas, aéreas y terrestres, lavado y movimiento de ganancias, etcétera).
Eso conlleva tanto actividades de agentes foráneos y colaboradores oriundos, como de corrupción y complicidad de funcionarios locales.
La ilegalidad de esas actividades, junto con las rivalidades entre bandas e individuos que las llevan a cabo, dinamiza una violencia criminal que llega más allá de los personajes directamente implicados.
Eso incrementa la delincuencia organizada y la violencia criminal en Centroamérica, pero no las explica en su totalidad; porque esos problemas ya ocurrían antes del auge del tráfico de drogas, que ahora los involucra y agiganta.
En otras palabras, resolver la cuestión implica combatir al narcotráfico pero incluye más que esta necesidad inmediata. Por otra parte, el asunto no radica sólo en las pandillas.
En el pasado V Encuentro Internacional sobre la Sociedad y sus Retos frente a la Corrupción, el representante regional de la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) para México, Centroamérica y el Caribe, Antonio Mazzitelli, destacó que el crimen organizado trasnacional está diversificado, alcanza proporciones macroeconómicas y sus mercados, rutas de tráfico y dinámicas no tienen fronteras.
Añadió que su incidencia invade múltiples instancias y sectores: comercial, financiero, político, sociale, cultural, entre otros, al señalar que el crimen organizado y la corrupción generan flujos de dinero de aproximadamente 2.1 billones de dólares por año.
Al respecto, Mazzitelli observa que en 12 meses el sistema financiero internacional puede lavar sumas equivalentes al 2.7 por ciento del producto interno bruto mundial. El Estudio global sobre el homicidio 2011 –de la misma ONUDD– atribuye al narcotráfico el aumento de la violencia en Centroamérica. Destaca que en 2010, en Honduras se registraron 6 mil 200 asesinatos en una población de 7.7 millones de habitantes y en El Salvador hubo 4 mil homicidios entre 6.1 millones de habitantes.
Es decir, en Honduras la tasa llega a 82.1 homicidios por cada 100 mil habitantes y en El Salvador a 66. A escala mundial, siguen Costa de Marfil, Jamaica, Belice (con 41), Venezuela y después Guatemala (con 41.4). El “triángulo del Norte” centroamericano es una de las zonas más mortales del mundo.
En contraste, los países centroamericanos menos inseguros son Costa Rica (con 11.3 y tendencia en aumento) y Nicaragua (con 13.2 y tendencia a la baja). Panamá se encuentra en una situación peor, con 21.6 y subiendo. La Organización Mundial de la Salud considera “epidemia” a cualquier tasa superior a 10. Las implicaciones de las cifras se agravan con los altos índices de impunidad que las acompañan. De acuerdo con Ramón Custodio, comisionado nacional de derechos humanos de Honduras, “muy pocos de esos asesinatos son castigados”.
Por el contrario, en los últimos 15 años la tasa de homicidios disminuyó en Asia, Europa y América del Norte. Como dato de referencia, la tasa de Estados Unidos es de cinco.
El estudio de la ONUDD atribuye el aumento de la violencia en Centroamérica y el Caribe a las crecientes disparidades de los ingresos y la disponibilidad de armas de fuego. Una explicación que no es falsa pero dista de ser suficiente.
No está de más recordar que, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Honduras, El Salvador y Guatemala –en este orden, que es el mismo de sus respectivas tasas de los homicidios– aparecen entre los países latinoamericanos con peores índices de pobreza, a lo que deben de añadirse los de desigualdad.
El Triángulo Fatídico: un ejemplo básico
Decir que Centroamérica es un canal de tránsito de drogas que fluyen hacia el Norte y de armas y capital que bajan al Sur, es una verdad a medias que esconde otra parte del asunto.
Lo mismo ocurre al afirmar que el aumento de la persecución al delito en México y Colombia motivó que los narcotraficantes mudaran sus operaciones a Centroamérica. Esas verdades incompletas sirven de excusa a algunos funcionarios que no han cumplido oportunamente con sus obligaciones.
Panamá y Costa Rica están más contiguas a Colombia. Pero aunque en estos países la situación sociopolítica ha venido deteriorándose, eso obedece a causas internas. En ambos Estados, la criminalidad vinculada al narcotráfico ha crecido, pero está lejos de alcanzar los dramáticos extremos del triángulo del Norte.
A su vez, Nicaragua está en medio del istmo centroamericano, pero tiene menores tasas de violencia. La mayor gravedad del problema se concentra en Honduras, El Salvador y Guatemala donde, sin embargo, el asunto difiere de una a otra nación. En otras palabras, ese género de explicaciones ayuda a resignar al público (aunque no a tranquilizarlo), sin que proporcione ninguna solución.
En Honduras, con la peor tasa mundial de homicidios, es claro que la situación social –especialmente la pobreza e ignorancia masivas–, el empleo precario y la desigualdad son la base del problema, sin que ello signifique que es su causa inmediata.
Una subcultura de machismo y violencia, alimentada por muchos decenios de exclusión, despojo, represión y resentimientos, contribuye a traducirlos en violencia y criminalidad.
Las conductas violentas de los afectados son anteriores a la proliferación de armas de fuego y el narcotráfico, que luego han potenciado esas formas de actuación.
Y un factor que contribuye a incrementar este efecto es la utilización de individuos y grupos contratados como matones y sicarios por integrantes de las elites de poder, para propósitos de imposición, despojo o represión.
Ese vínculo con la elite le otorga a esos individuos y grupos cierto estatus y mayor impunidad. No es lo mismo ser un criminal de mala muerte que al servicio de potentados; en la subcultura de los marginales, esto cofiere una peculiar “legitimación”.
El extremo se da al emplear a agentes de órganos del Estado para cumplir funciones similares, lo que desvanece la diferencia entre las entidades represivas públicas y privadas.
Esa degeneración ya estaba muy extendida en Honduras cuando dos cosas la aceleraron: la penetración del narcotráfico como un actor adicional y la crisis institucional precipitada por el golpe de Estado de 2009.
Uno de sus efectos ha sido la incapacidad del gobierno para controlar varios estratos sociales y áreas territoriales, e incluso a algunas de sus propias instituciones. Eso amenaza la sostenibilidad del país y hace imperativo introducir correctivos.
Sin embargo, la capacidad de afrontarlos está en entredicho por la degeneración de los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo: la Policía, el Ejército y el sistema judicial, así como el sistema político tradicional, como lo dejan ver las dificultades del gobierno hondureño para cumplir su papel, aun bajo la presión de organizaciones, personalidades y medios de prensa, que pagan un altísimo costo por promover la estabilidad del país. Lo que ha convertido a Honduras en un inquietante problema regional.
El triángulo fatídico: diferencias
En ese escenario de precariedades, exclusiones y resentimientos sociales, de elites codiciosas y degradación institucional –con sus respectivas derivaciones culturales y morales– es donde el narcotráfico y otras modalidades de delincuencia internacional se insertaron.
En consecuencia, para desarraigarlos no bastará chapear la mata, sino remover sus raíces, lo que no pocas veces incluye depurar instituciones públicas y allegados a la elite, así como satisfacer urgencias sociales y reincorporar sectores marginados al quehacer económico formal.
Los tres países del triángulo del Norte son la parte más integrada de la región centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se observa que el fenómeno ocurre de otra forma en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de elites oligárquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.
En el Salvador y Guatemala hubo cruentos procesos insurreccionales que culminaron en acuerdos de paz, que buscaban sanear y reformar la institucionalidad gubernamental. En el primer caso buena parte de ese propósito se cumplió; en el segundo, quedó lejos de conseguirse, lo que añadió un saldo de decepción social.
Honduras no pasó por allí, sino que fue plaza de armas de la Contrarrevolución nicaragüense. En consecuencia, allí la opción de arreglárselas a tiros proliferó sin las aspiraciones ni la disciplina de las organizaciones revolucionarias.
En adición, Guatemala y Honduras tienen territorios mayores y complicados, más poblados –en el primero con una composición étnica muy compleja–, así como costas en ambos océanos, mientras que El Salvador carece de riviera en El Caribe.
Esto no es insignificante cuando en la mayor parte de Centroamérica hay más atraso, aislamiento y descuido estatal en la vertiente atlántica y el subdesarrollo capitalista se concentra en las zonas ribereñas al Pacífico, salvo en Honduras donde la costa caribeña se divide entre la intrincada y abandonada Misquitia y el polo mercantil de San Pedro Sula.
Como tampoco es poca cosa cuando el cártel de los Zetas trabaja las rutas costeras e isleñas del Caribe, mientras que su rival de Sinaloa predomina en las del Pacífico.
Esas circunstancias definen roles: las costas y haciendas de la Misquitia son el asiento más activo del contrabando marítimo y aéreo de la cocaína que transita de Suramérica hacia Estados Unidos a través de Belice, Guatemala y México.
Mientras, en Guatemala ese papel lo cumplen las boscosas zonas de Alta Verapaz y el Petén, contiguas a Belice y México. A la vez, en Guatemala últimamente empezó a detectarse otra actividad: la producción de drogas sintéticas, que algunos relacionan con el cártel de Sinaloa.
En cambio, en virtud de su ubicación geográfica, en El Salvador el narcotráfico es menos significativo, con lo cual la violencia criminal es cuantiosa por otros motivos. Lo que hace ver que el pandillerismo y esa violencia también pueden darse –en cada uno de esos tres países– incluso donde hay menor presencia del narcotráfico.
Las “maras”, sí o no
Los corresponsales de prensa suelen atribuir la feroz tasa de homicidios de los países del triángulo del Norte a las pandillas juveniles o “maras” (utilizado popularmente como sinónimo de “grupo de amigos” durante las décadas de 1970 y 1980, el cual se fue deformando en su significado hacia el de pandilla). Éste es un modo esquemático de abordar el tema, que igualmente encubre la ineficiencia de funcionarios que no se ocuparon oportunamente del problema.
El origen y propagación de esas pandillas es anterior al arribo del narcotráfico. El fenómeno surgió en El Salvador, con la repatriación de miles de jóvenes expulsados de California –donde hace mucho hay numerosos trabajadores salvadoreños–, que llevaron a su país de origen los hábitos organizativos de las gangas (como se conoce en Puerto Rico y Estados Unidos a las pandillas) de Los Ángeles.
El fenómeno pronto se extendió a Guatemala y Honduras, pero suele omitirse que no arraigó en Nicaragua ni Costa Rica.
Las “maras” no son apenas grupos de maleantes. Son cofradías que acogen y dan identidad, y formas de vida y de expresión a numerosos jóvenes que carecen de otros espacios, incentivos y oportunidades donde encajar.
Agrupaciones con sus propios liderazgos, lealtades, subcultura y formas de diferenciarse –como la abundancia de tatuajes–, celosas guardianas de los territorios que se toman, por cuyo control rivalizan también con extrema violencia. Son comunidades cuya explicación antropológica hace falta estudiar.
Sus actividades delictivas más comunes son la extorsión, robos y asaltos, y en menor escala el sicariato (las lesiones o asesinatos por encargo).
Le cobran “protección” a dueños o dependientes de tiendas, exigen cuotas a transportistas y, desde el arribo del narcotráfico, venden drogas al por menor. A su vez, son blanco de abusos policiales y a menudo cuentan con medios para eludirlos o enfrentarlos.
Por otro lado, los narcotraficantes tienen sus propias estructuras, bandas y matones, que igualmente actúan sin la participación de las pandillas. En Honduras y Guatemala, donde la incidencia del narcotráfico es alta, éstas son un campo donde cooptar mulas (contrabandistas de drogas en pequeñas cantidades), custodios y sicarios.
Pero en El Salvador, aunque esa incidencia es menor, las pandillas mantienen una activa presencia. Es decir, son dos cosas distintas que existen por sí mismas y que eventualmente se pueden asociar, sin que perseguir a una baste para eliminar a la otra.
De acuerdo con las tasas de homicidios reportadas por la ONUDD, al comparar los casos de estos tres países se evidencia que la criminalidad puede ser alta donde el narcotráfico tiene una presencia menor, como en El Salvador.
Ello obedece a que en cada país la violencia es más común donde los niveles crónicos de pobreza, abuso, desigualdad y conflictividad social son más fuertes. Y donde esos males son menos agudos, esa tasa es más baja, como en Costa Rica. Además, cuando los servicios de policía y el sistema judicial son más expeditos, la tasa es menor, como en Nicaragua.
Un alto representante del nuevo gobierno guatemalteco afirmó que se combatirá la criminalidad al acabar con las “maras”. Pero éstas sólo son la parte más visible del asunto. Esa opinión es frecuente en el discurso político hondureño y en la derecha salvadoreña.
Ciertamente, cuando el problema se comienza a atender después de haberlo dejado degenerar hasta los actuales extremos, se requiere determinado rigor para frenarlo. Sin embargo, a corto, mediano y largo plazos la situación sólo podrá revertirse al erradicar la corrupción institucional, las causas y efectos de injusticia y crispación sociales.
No obstante, reducir el asunto a “acabar con las ‘maras’” es simplista y omite la parte del reto que en Guatemala y Honduras ha sido más difícil de conseguir: la de erradicar las estructuras y bandas del narcotráfico, introducidas y dinamizadas por factores externos –los de la producción y el consumo– que no tienen origen en la región, pero que agravan el tema al involucrar a personajes y pandillas locales.
Por sus articulaciones externas, la eliminación de los gestores de esta actividad está fuera del alcance de los programas sociales, y en cada caso requiere inteligencia y acción policial, así como una eficaz cooperación intrarregional e internacional.
Confianza pública y criminalidad
Julieta Castellanos, fundadora del Observatorio de la Violencia en Honduras y hoy rectora de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, denuncia que en ese país el gobierno se encuentra “en estado de calamidad”, pues ya no puede controlar todo el territorio ni a sus instituciones.
La corrupción policial, junto con el descrédito de las autoridades judiciales, lo inhabilita para cumplir su misión básica de garantizar seguridad a la ciudadanía.
Como alguna vez el jurista puertorriqueño Fernando Martín indicó, refiriéndose a Haití, esto marca la diferencia entre una nación o un mero territorio poblado.
La vigencia del respectivo sistema político y la confiabilidad que el pueblo aún le reconoce tiene mucho que ver con la calidad del orden público.
El sistema político hondureño ya se encontraba desfasado cuando –para evitar todo cambio– se perpetró el golpe de Estado de 2009, que acabó de degradar la situación. La curva que describe este atraso y colapso es paralela al crecimiento de la delincuencia y la criminalidad.
La situación en Guatemala pareciera evolucionar en sentido similar, como lo demuestra la frecuente incidencia de los linchamientos con que los aldeanos toman la justicia por su propia mano, puesto que no hay agencias del Estado o ya no queda motivo para confiar en las autoridades.
A contravía, en Nicaragua la violencia delictiva se ha mitigado. Y a su vez, donde el sistema político tradicional, otrora exitoso, da signos de agotamiento, el problema tiende a crecer, como lo sugiere Costa Rica. Sin embargo, es precipitado sacar conclusiones: ese factor pesa pero no es el único. Así lo prueba El Salvador, donde el sistema político y a eficiencia institucional mejoraron al implementarse los Acuerdos de Paz, y donde se robusteció la eficacia institucional, sin que esto haya bastado para revertir la violencia.
Eso reitera que también hay de por medio un importante factor cultural, en el que la confianza en el sistema político y sus instituciones es una pieza clave, pero dista de ser suficiente.
La violencia propia del carácter del régimen social –de explotación, despojo, desigualdad, marginación, empleo precario, desatención, ignorancia y atraso, de arrogancia de los poderosos y humillación de los desposeídos– surte efectos de acumulación histórica donde la percepción de que no se pertenece a la sociedad que “sí cuenta” y la correspondiente crispación social contribuyen a alimentar y reproducir una subcultura de la cual esa violencia forma parte.
Esta acumulación es bastante anterior al surgimiento de los movimientos guerrilleros, las “maras” y el narcotráfico.
No hay por qué extrañarse: antes o después, quienes se perciben excluidos de la sociedad debidamente reconocida tienden a considerarse excluidos de sus normas y valores.
Ese aspecto de dicha subcultura no sólo se manifiesta en la creciente brutalidad del asalto o el ajuste de cuentas pandillero, sino también en la de la violencia doméstica, el feminicidio, el abuso contra menores o ancianos, la reyerta callejera, el linchamiento aldeano y otros excesos, que igualmente inciden en la tasa de homicidios.
La elevada proporción de asesinatos que se cometen por estrangulación, arma blanca u objetos contundentes así lo demuestra. En 2011, en Honduras fueron asesinadas cerca de 300 mujeres, mayormente a manos de sus parejas, no del crimen organizado. En Guatemala, según el cálculo oficial, el 60 por ciento de los asesinatos son perpetrados por las “maras” y los narcotraficantes, lo que significa que un cuantioso 40 por ciento –sobre un total de 6 mil homicidios al año– es cometido por ciudadanos.
Eso la mano dura no lo puede corregir. Antes bien requiere un poderoso trabajo educativo. Por supuesto que es indispensable tener una eficaz policía, mejores jueces y eficiente reeducación, así como también es perentorio recuperar los territorios conquistados por las bandas –incluso por medios militarizados, como en Río de Janeiro–, tanto para desarticularlas y asegurar tranquilidad a los habitantes, como para deparar mejores oportunidades a los jóvenes.
Como es obvio, se requiere una cobertura de vigilancia, disuasión y prevención. Pero la violencia del Estado, por si misma, no remedia la violencia social –ni la cultura de la violencia– sino que a la postre la llega a exacerbar.
Ninguna batalla cultural se gana rápidamente, ni mucho menos con meras prédicas sean laicas o religiosas. Sólo podrán vencer las prácticas incluyentes de un régimen no apenas legítimo por su elección, sino legitimado por el sostenido éxito de sus capacidades para acabar con la injusticia y la exclusión y, especialmente, para reincorporar a toda la gente –a todos los grupos sociales– al río principal de las esperanzas fructíferas.
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