A seis años de la tragedia de Pasta de Conchos, el luto permanece. No sólo la impunidad y la indolencia gubernamental persisten: también las condiciones laborales, administrativas y empresariales que ocasionaron la catástrofe. Las familias no cejan en la lucha por el rescate de los 65 cuerpos. Saben que van a contracorriente de intereses políticos y económicos: si los cuerpos fueran rescatados, se sabrían con certeza los motivos de la explosión. “El 19 de febrero [de 2006] se detuvo el tiempo; para nosotros no hay Navidad, ni Año Nuevo ni Día del Amor y la Amistad. Vivimos pensando en esa noche cuando ya no regresaron”, expresa familiar de uno de los mineros víctimas
Rosa Esther Beltrán Enríquez/Contralínea Coahuila
Saltillo, Coahuila. Se cumplen seis años de la tragedia que cubrió de luto a Coahuila: la explosión de la mina de Pasta de Conchos, en San Juan de Sabinas, en la que fueron sepultados 65 mineros el 19 de febrero de 2006. El estado fue noticia en el ámbito internacional porque la muerte dejó huérfanos, viudas, hermanos y padres que todavía lloran a sus familiares y exigen justicia. Es una historia antigua que se repite con periodicidad: en Coahuila los pobres, los trabajadores, están a merced de su suerte: en la Cuenca Carbonífera no existen leyes que resguarden la seguridad ni la vida de los mineros.
En el estado no se olvidan las conferencias de prensa en que privaba la consternación de las familias, las voces de mujeres: madres, esposas, hermanas que, con desesperación, reclamaban información. Y que a medida que transcurrían las horas se esfumaban las esperanzas de que los mineros salieran con vida. Los grupos de rescate no avanzaban.
Sin embargo, Pasta de Conchos no pertenece al pasado. No sólo porque la tragedia fue tan grande que es imposible olvidar, sino porque las condiciones de inseguridad en las que laboran los mineros del carbón prevalecen. A pesar de la catástrofe continúa la cadena de complicidades, corrupción, irresponsabilidad y negligencia de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, de los grandes y pequeños empresarios que son quienes las operan y de las instituciones de protección civil y de justicia.
El crimen no sólo está impune. Permanecen intactas las condiciones laborales, administrativas y legales que se conjuntaron para la tragedia.
El minero sigue siendo un trabajador que labora en las peores condiciones de seguridad e higiene, como en los siglos XVI – XVIII, y es además el peor pagado –difícilmente su salario sobrepasa los 800 pesos semanales, a pesar del enorme riesgo que su trabajo implica–. Además, su sueldo nunca compensa el deterioro físico que le causa; para un minero los días son noches, pero las empresas son inmisericordes.
El trabajador de la mina baja a diario a las profundidades; lleva en su conciencia la idea de que es probable que no regrese, que quizá sea la última vez que vea a su familia o que termine por ser uno con las rocas de los oscuros cañones. En los pueblos mineros de la carbonífera anida la pobreza, son poblados que huelen a miseria. En Barroterán, Las Esperanzas, Aura, están algunas de las minas que rodean a San Juan de Sabinas. Las de Palaú y Sabinas son lugares de desolación; siempre iguales, las casas no cambian, el progreso no pasa por ahí.
La complicidad como estrategia
La empresa Industrial Minera México, SA de CV (IMMSA); el Sindicato Nacional de Mineros y Metalúrgicos de la República Mexicana, y las autoridades federales y estatales dieron la vuelta a la página en cuanto los medios de comunicación internacionales y nacionales se fueron. Hicieron todo lo que estaba a su alcance para borrar la presencia y los reclamos de las viudas, los huérfanos, los padres y hermanos, inconsolables, y la historia volvió a comenzar en el mismo nivel que mantiene desde hace décadas: la omisión, la complicidad, la hipocresía de las instituciones encargadas de velar por la seguridad laboral y civil, símbolos de ineficacia.
La sepultura de 65 mineros en que se convirtió la mina 8 de San Juan Sabinas, en la región Santa Rosita, evidenció las condiciones arcaicas de seguridad y la violación a derechos laborales en los que trabaja este gremio en Coahuila. Gracias a la presión social ejercida en esos días, las autoridades responsables tuvieron que reconocer que hubo negligencia en la inspección, vigilancia, dictaminación, emplazamiento, revisión y verificación de las condiciones de trabajo. Así lo indicó el entonces secretario del Trabajo, Francisco Javier Salazar Sáenz. Parecía que llegarían hasta los dictámenes de responsabilidades penales de IMMSA.
El primer informe elaborado por el Centro de Reflexión y Acción Laboral, conformado por cinco abogados especialistas en cuestiones laborales, es un documento de 91 páginas presentado en la caravana que llegó hasta Pasta de Conchos en el primer aniversario de la explosión.
Éste establece que del análisis de las inspecciones realizadas por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, a partir de 2000, fue negligente, ya que las condiciones de seguridad e higiene en que se trabajaba en la mina 8 ponían en grave riesgo la salud y la vida de los trabajadores.
De acuerdo con el informe, los inspectores de la Secretaría del Trabajo y la delegación estatal incurrieron también en negligencia y omisión, ya que los Emplazamientos de Medidas de Seguridad tardaban hasta un año en entregarse a la empresa y en éstos no le exigían la documentación, sino que era entregada con un excesivo retraso o simplemente no se otorgaba.
En cuanto a la información que la empresa debía de proporcionar al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) se encontraron discordancias en los informes entregados y las hojas patronales de IMMSA, así como en la prima de riesgo. La institución gubernamental omitió realizar las investigaciones de riesgos de trabajo y emitir las recomendaciones a la empresa para prevenirlos, a pesar de que su ley interna lo establece (artículo 82).
También las actas de la Comisión Mixta de Seguridad e Higiene evidencian contradicciones que reflejan negligencia, rutina burocrática. Para IMMSA resultaba más barato pagar multas de más de medio millón de pesos por inspección que acatar la ley en materia de seguridad e higiene; de acuerdo con testimonios de trabajadores, no disponían de guantes (indispensables para trabajar), no se les dotaba de lámparas de emergencia ni se les realizaban los exámenes médicos periódicos que la ley señala. A pesar de todas las evidencias no hubo ningún tipo de sanción.
La lucha de la Familia de Pasta de Conchos
Trinidad expresa: “El 19 de febrero [de 2006] se detuvo el tiempo; para nosotros no hay Navidad, ni Año Nuevo ni Día del Amor y la Amistad. Vivimos pensando en esa noche cuando ya no regresaron. Nos preguntan que si comemos, pero las tortillas y los frijoles no nos saben, ya no tenemos tranquilidad. Ha sido muy difícil ir y venir todos los días [a la mina]”.
Elvira rememora: “Dos números están presentes en mi vida diaria: el 19, el día de la explosión; y el 65, por las vidas que se perdieron [...]. Si de algo estoy segura es de que no he podido aceptar su muerte. Es una realidad incompleta que se va a definir cuando tenga delante de mí su cuerpo dentro de un ataúd [...]. Mi vida ha cambiado completamente. En este tiempo he aprendido mucho, me he dado cuenta de que nos mienten para que los ánimos se calmen, que el gobierno nos cita para una cosa y es para otra, para confundirnos, desinformarnos. Aprendí a ver a la Iglesia más allá de mi parroquia y de la diócesis. Ahora sé que la Iglesia tiene una Comisión de Pastoral Laboral [...], que han sido los únicos que se quedaron desde la explosión hasta ahora para apoyarnos y acompañarnos”.
Lo que los trabajadores sepultados habían advertido a sus familias: que la seguridad era endeble, que las fugas de gas se percibían, que los inspectores de la Secretaría del Trabajo sólo firmaban y se retiraban, que lo que ellos denunciaban no era tomado en cuenta ni por la dirigencia sindical ni por la empresarial… todas fueron llamadas en vano. Después de un mes, la prensa se esfumó y aquel hecho terrible se difuminó. Pasta de Conchos volvió a ser lo que siempre fue: una mina ignorada en el desierto de la región Carbonífera, una mina de donde se extrajo una enorme riqueza, nadie sabe cuánta, pero ésta pasó a engrosar las chequera del Grupo México –encabezado por el empresario Germán Larrea Mota Velasco–, y ya.
La justicia, en todo caso, le dio una manita de gato al asunto para calmar los ánimos pero, quieran o no, el “homicidio industrial” (como fue calificado por sindicatos internacionales) se convirtió en un paradigma de la situación que impera en el ámbito laboral mexicano: desprotección, abuso, encubrimiento, connivencia.
Durante varios años, frente a las oficinas del Grupo México (en Polanco) se han celebrado misas en recuerdo de los 65 mineros sepultados, para exigir justicia y el rescate de los cuerpos. Y así es en este sexto aniversario.
La organización Familia Pasta de Conchos en muchas ocasiones ha manifestado que los mineros y sus familiares “tienen derecho a la verdad”, y que en reuniones con la Secretaría del Trabajo (tanto con el entonces titular de esa dependencia, Francisco Javier Salazar Sáenz, como después con Javier Lozano Alarcón) y con legisladores federales llegaron a acuerdos para el rescate de los cuerpos. Nunca se cumplieron.
La Familia de Pasta de Conchos denunció en numerosas ocasiones su preocupación por la situación de angustia que han vivido los familiares de mineros a causa de la negligencia y tozudez de la empresa IMMSA y la lenidad de los servidores públicos responsables del caso. El rescate de los cuerpos habría significado la diferencia entre conocer o no las causas del siniestro.
Así que la deuda del rescate de los cuerpos por justicia y no impunidad, sigue viva y los mineros y sus familias concluyen una vez más que fue la corrupción y no la explosión lo que asesinó a los 65 mineros hace un sexenio.
Ataque a defensores de derechos humanos en Torreón
El 9 de febrero pasado, efectivos del Ejército Mexicano, la Policía Federal y la Policía Estatal, a bordo de cinco camionetas llegaron a las instalaciones de la parroquia de San Judas Tadeo, en Torreón, Coahuila, en las que se encuentran las oficinas del Centro de Derechos Humanos Juan Gerardi, AC, y sin presentar ninguna orden judicial, sin identificarse ni solicitar permiso para ingresar, entraron a las instalaciones del Centro.
Policías y militares interrogaron al personal de la parroquia y del Centro de Derechos Humanos. Los integrantes de éste repudian la arbitraria irrupción contra todo derecho. Por muchos años el Centro se ha distinguido por su defensa de los derechos humanos de los sectores más desprotegidos de la región Lagunera.
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