Sobre la base de ejemplos históricos, Peter Dale Scott denuncia las condiciones y los nocivos efectos de la «guerra contra el terrorismo», que suma la inestabilidad a la inseguridad y multiplica la cantidad de terroristas a los que supuestamente combate.
Hoy en día, el desafío político más urgente del mundo es impedir que la llamada «Pax Americana» se convierta poco a poco en un conflicto mundial de gran envergadura, como sucedió en el siglo XIX durante la llamada «Pax Britannica». Y si utilizo el término «llamada» es porque cada una de esas «pax» se volvió, al alcanzar sus fases finales, cada vez menos pacífica y menos ordenada y mucho más centrada en la imposición de una potencia competidora, belicista y esencialmente contraria a la igualdad.
Pudiera parecer pretencioso el considerar que prevenir esta guerra es un objetivo posible de alcanzar. Sin embargo, las medidas para lograrlo están muy lejos de ser irrealizables aquí mismo, en Estados Unidos. No necesitamos para ello una nueva política radical e inédita, sino una reevaluación realista e indispensable de dos políticas que entraron en aplicación recientemente pero que se han desacreditado y resultado contraproducentes. Tendríamos entonces que separarnos de ellas paulatinamente.
Me refiero ante todo a la supuesta «guerra contra el terrorismo» emprendida por Estados Unidos. En ese país, la política interna y la política exterior se ven cada vez más influenciadas por una guerra contra el terrorismo que resulta contraproducente, y que en realidad está elevando tanto la cantidad de autores como la cantidad de víctimas de ataques terroristas. Esa guerra resulta además profundamente deshonesta cuando se sabe que las políticas de Washington en realidad ayudan a financiar y a armar a los yihadistas que normalmente deberían ser considerados como enemigos.
Por sobre todo, la «guerra contra el terrorismo» es autogeneradora porque produce más terroristas de los que elimina, como han señalado alarmados numerosos expertos. Y se ha convertido en un factor indisolublemente ligado a la «guerra contra la droga», la anterior campaña autogeneradora y también desesperadamente imposible de ganar de Estados Unidos.
En efecto, esas dos guerras autogeneradoras se han convertido hoy en una sola. Al emprender la «guerra contra la droga», Estados Unidos favoreció un paraEstado organizador del terror en Colombia (denominado AUC, siglas de Autodefensas Unidas de Colombia) así como un reino del horror que se hizo más sanguinario aún en México (con 50 000 muertos en los 6 últimos años) [1]. Al emprender en 2001 una «guerra contra el terrorismo» en Afganistán, Estados Unidos contribuyó a multiplicar por dos la producción de opio en ese país, que se convirtió así en fuente del 90% de la heroína a nivel mundial y de la mayor parte de la producción global de hachís [2].
La ciudadanía estadounidense debería tomar conciencia de ese esquema general que hace que la producción de droga aumente sistemáticamente allí donde Estados Unidos interviene militarmente –en el sudeste asiático durante las décadas de 1950 y 1960, en Colombia y posteriormente en Afganistán. El cultivo del opio también aumentó en Irak a raíz de la invasión de ese país por las tropas estadounidenses, en 2003 [3]. Y también sucede lo contrario, o sea que la producción de droga disminuye cuando terminan las intervenciones militares de Estados Unidos, como ha venido sucediendo en el sudeste asiático desde los años 1970 [4].
Las dos guerras autogeneradoras de Estados Unidos resultan lucrativas para los intereses privados que se dedican al cabildeo para mantenerlas [5]. Y al mismo tiempo ambas guerras contribuyen a agravar la inseguridad y la inestabilidad, en Estados Unidos y en el mundo.
De esa manera, a través de una dialéctica paradójica, el Nuevo Orden Mundial de Estados Unidos poco a poco se convierte en un Nuevo Desorden Mundial. Por otro lado, a pesar de parecer invencible, el Estado de seguridad nacional, atenazado por los problemas de pobreza, de ingresos desiguales y de la droga, se convierte progresivamente en un Estado de inseguridad nacional paralizado por una serie de bloqueos institucionales.
Al utilizar la analogía con los errores británicos de finales del siglo XIX, el objetivo de este trabajo es promover un progresivo regreso a un orden institucional más estable y más justo a través de una serie de medidas concretas, algunas de las cuales se aplicarían por etapas. Al utilizar como ejemplo la decadencia de Gran Bretaña espero demostrar que la solución no puede venir del actual sistema basado en los partidos políticos sino de personas que no formen parte de ese sistema.
Las locuras de la Pax Britannica a fines del siglo XIX
Los últimos errores cometidos por los líderes del Imperio británico son especialmente instructivos para la comprensión de la difícil situación que hoy enfrentamos. En ambos casos, un exceso de poderío en relación con las verdaderas necesidades defensivas condujo a expansiones de influencia cada vez más injustas y contraproducentes. El análisis que hago en los siguientes párrafos es unívocamente negativo. Ese análisis ignora, en efecto, los logros positivos del sistema colonial en materia de salud y de educación en el exterior. A pesar de esos logros, la consolidación del poderío británico condujo al empobrecimiento de naciones anteriormente prósperas, como la India. Y empobreció también a los trabajadores en Gran Bretaña [6].
Como ha demostrado Kevin Phillips, una de las principales causas de ese fenómeno fue la creciente deslocalización de los capitales de inversión y de la capacidad productiva británicas:
«Se vio así Gran Bretaña en condiciones similares a las de los Estados Unidos de los años 1980 y de la mayor parte de los años 1990 –por un lado, desplome del nivel de los salarios (exceptuando los cargos de dirección) acompañado de un declive de las industrias básicas y, en lo más alto de la escala, una era dorada para los bancos, los servicios financieros y los valores bursátiles, un claro aumento en la parte del ingreso generado por la inversión, así como un impresionante porcentaje de los beneficios y de los recursos concentrados en el 1% de la población con más altos ingresos.» [7]
Los peligros que representaban las crecientes desigualdades en materia de ingresos y riqueza eran muy fáciles de identificar en aquel entonces, como en efecto lo hizo el joven político Winston Churchill [8]. Sin embargo, sólo una minoría había notado la existencia del perspicaz análisis que hacía John A. Hobson en su libro titulado Imperialism (1902). Según Hobson, la búsqueda desenfrenada de la ganancia –causa de la deslocalización del capital fuera de fronteras– creó la necesidad de establecer un aparato de defensa sobredimensionado para poder proteger ese sistema. En el extranjero, una de las consecuencias de ese fenómeno fue un uso más extensivo y brutal de los ejércitos británicos. Hobson define el imperialismo de su época, que según él comenzó hacia 1870, como un «debilitamiento […] del verdadero nacionalismo a través de intentos de ir más allá de nuestras fronteras naturales y de absorber los territorios próximos o lejanos habitados por pueblos recalcitrantes e inasimilables.» [9]
Como escribió en 1883 el historiador británico Sir John Robert Seely, pudiera decirse del Imperio Británico que se concretó «en un impulso inadvertido» («in a fit of absence of mind»). Pero no podría decirse lo mismo sobre los avances de Cecil Rhodes en África. Una de las causas fundamentales de la expansión británica fue la mala distribución de la riqueza, y fue también una inevitable consecuencia de ella. La mayor parte del libro de Hobson criticaba la explotación que Occidente imponía al Tercer Mundo, sobre todo a África y Asia [10]. Hobson se hacía así eco de la descripción que había hecho Tucídides sobre
«como Atenas fue derrotada por la avaricia sin límites (pleonexia) de la que dio prueba durante su inútil expedición en Sicilia, una locura que presagiaba las de Estados Unidos en Vietnam e Irak [así como la de Gran Bretaña en Afganistán y Transvaal]. Tucídides atribuyó el surgimiento de aquella locura a los rápidos cambios que se produjeron en Atenas después de la muerte de Pericles, y en particular al creciente poderío de una oligarquía depredadora.» [11]
El apogeo del Imperio británico así como el comienzo de su decadencia pueden situarse ambos en los años 1850. Londres instituyó durante ese decenio un control directo sobre la India, reemplazando así la Compañía de Indias, cuya función era puramente explotadora.
Pero durante ese mismo decenio, Gran Bretaña se puso de acuerdo con la Francia abiertamente expansionista de Napoleón III (y con el Imperio Otomano) sobre sus ambiciones hostiles a la posición de Rusia en Tierra Santa. Si bien Gran Bretaña había salido victoriosa de la guerra de Crimea, los historiadores han opinado posteriormente que esa victoria fue una de las principales causas de la ruptura del equilibrio entre las potencias que había prevalecido en Europa desde el Congreso de Viena, en 1815. O sea, lo que Gran Bretaña heredó de esa guerra fue un ejército más eficaz y más moderno, pero en un mundo más peligroso e inestable. (Quizás los historiadores estimen en el futuro que la aventura libia de la OTAN en 2011 tuvo un papel comparable en el fin de la distensión entre Estados Unidos y Rusia.)
La guerra de Crimea también dio lugar al surgimiento de lo que quizás sea el primer movimiento antiguerra de importancia en Gran Bretaña, a pesar de que es recordado sobre todo por haber puesto fin a los papeles políticos activos de sus principales líderes, John Codben et John Bright [12]. En poco tiempo, los gobiernos y los dirigentes de Gran Bretaña se radicalizaron hacia la derecha. Lo cual dio lugar, por ejemplo, al bombardeo de Alejandría, ordenado por Gladstone en 1882, para obtener el pago de las deudas que los egipcios habían contraído con los inversionistas privados británicos.
La lectura del análisis económico de Hobson a la luz de los escritos de Tucídides nos permite reflexionar sobre el factor moral de la avaricia desmedida (pleonexia) estimulada por un ilimitado poderío británico. En 1886, el descubrimiento de colosales reservas de oro en la república boer de Transvaal, que era nominalmente independiente, atrajo la atención de Cecil Rhodes, quien ya se había enriquecido anteriormente gracias a las concesiones para la explotación de minas y de diamantes que había adquirido de forma deshonesta en Matabelelandia. Rhodes veía en aquel momento la oportunidad de acaparar también los yacimientos auríferos de Transvaal, derrocando el gobierno boer con el respaldo de los uitlanders (o sea, los extranjeros, en su mayoría británicos, que habían confluido en aquella región).
En 1895, tras el fracaso de las maniobras en las que había implicado directamente a los uitlanders, Cecil Rhodes, en su calidad de primer ministro de la colonia británica del Cabo, apoyó una invasión de Transvaal mediante lo que se ha dado en llamar la «incursión Jameson» –llevada a cabo por un grupo heterogéneo de miembros de la policía montada y mercenarios voluntarios. Aquella incursión no sólo fue un fracaso sino que, además, provocó un escándalo. Rhodes se vio obligado a renunciar a su cargo de primer ministro y su hermano fue encarcelado. Los detalles de la incursión Jameson y de la guerra de los Boers, engendrada por aquella operación, resultan demasiado complejos para abordarlos aquí. Pero el resultado final fue que, al término de aquella guerra, Cecil Rhodes acaparó la mayor parte de los yacimientos auríferos.
La siguiente etapa del expansionismo abundantemente financiado por Rhodes fue su visión de una vía ferroviaria entre El Cabo y El Cairo, que debía atravesar las colonias bajo control británico. Como veremos más adelante, aquel proyecto engendró la visión francesa rival de construir una vía ferroviaria «este-oeste», lo cual desencadenó una primera serie de crisis exacerbadas por la emulación imperial. Aquellas crisis se intensificaron poco a poco hasta desembocar en la Primera Guerra Mundial.
Según Carroll Quigley, Cecil Rhodes fundó también una sociedad secreta cuyo principal objetivo era ampliar aún más la expansión del Imperio británico. Una ramificación de aquella sociedad fue la Mesa Redonda (Round Table), que generó a su vez el Real Instituto de Relaciones Internacionales (RIIA, siglas de Royal Institute of International Affairs). En 1917 varios miembros de la Mesa Redonda estadounidense contribuyeron también a la fundación de la organización hermana del RIIA, que no es otro que el Council on Foreign Relations o CFR (Consejo de Relaciones Exteriores), con sede en Nueva York [13].
Algunos analistas han juzgado exagerado el argumento de Carrol Quigley. Estemos o no de acuerdo, se puede observar que existe una continuidad entre la avidez expansionista de Cecil Rhodes en África, en los años 1890, y la de las compañías petroleras británicas y estadounidenses de la postguerra y los golpes de Estado respaldados por el CFR en Irán (en 1953), en Indonesia (1965) y en Cambodia (1970) [14]. En todos esos ejemplos, la avaricia privada (a pesar de emanar de empresas más que de individuos) impuso la violencia de Estado y/o la guerra como cuestiones de política pública. El resultado de ello fue el enriquecimiento y fortalecimiento de las empresas privadas dentro de lo que yo llamo la Máquina de guerra americana, proceso que debilita las instituciones encargadas de representar el interés general.
Mi argumento central es que, de forma previsible, el desarrollo paulatino de la marina de guerra y de los ejércitos británicos provocó un rearme de las demás potencias, sobre todo en Francia y Alemania. Y ese proceso hizo inevitable la Primera Guerra Mundial, y también la Segunda. Retrospectivamente, no es difícil darse cuenta de que ese fortalecimiento de los aparatos militares puede haber contribuido, de manera desastrosa, no a garantizar la seguridad sino, por el contrario, a crear una inseguridad cada vez más peligrosa –no sólo para las potencias imperiales sino para el mundo entero. Dado que la supremacía global de Estados Unidos sobrepasa actualmente la que alcanzó el Imperio británico en su época de apogeo, no se observan –al menos hasta ahora– repercusiones comparables en las ambiciones de emulación de otros Estados. Sin embargo, comienza a aparecer un aumento de las reacciones violentas de los pueblos cada vez más oprimidos, lo que los medios de difusión han dado en designar como «terrorismo».
Al mirar hacia atrás también podemos comprobar que el progresivo empobrecimiento de la India y de otras colonias tuvo como consecuencia inevitable que el Imperio británico se volviera más inestable, condenándolo finalmente a desaparecer. Esto es algo que no parecía evidente en aquella época, y en el siglo XIX, comparándolo con la época actual, pocos británicos –aparte de John A. Hobson– ponían en tela de juicio las decisiones políticas que condujeron a su país de la Larga Depresión de los años 1870 a la llamada «fiebre africana», y a la correspondiente carrera armamentista [15]. Pero hoy en día, al analizar aquellas decisiones, nos parecen sorprendentes la estrechez de mente, la estupidez y la poca visión de los supuestos estadistas de aquella época. Las crisis absurdas, pero alarmantes, que provocaron con sus decisiones en lejanas regiones de África, como en Fachoda (en 1898) o en Agadir (1911), reafirman esa idea [16].
También podemos notar como facciones burocráticas muy pequeñas pero fuera de control dieron inicio a varios crisis internacionales. La crisis de Fachoda, en el sur de Sudán, implicó a una insignificante tropa de 132 oficiales y soldados franceses. Estos últimos, al cabo de un viaje de 14 meses, estaban animados por la vana esperanza de lograr establecer una presencia francesa a través de África, de este a oeste, como forma de contrarrestar la visión de Rhodes de una presencia británica que debía extenderse del norte al sur del continente africano [17]. En el momento de lo que se conoce como «el golpe de Agadir» (o Panzersprung), la provocadora llegada de la cañonera alemana SMS Panzer a aquella ciudad marroquí fue una idea insensata de un secretario adjunto de Relaciones Exteriores y su principal consecuencia fue la consolidación de la Entente Cordiale franco-inglesa, contribuyendo así a la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial [18].
La Pax Americana sigue el patrón de la Pax Britannica
El mundo no está condenado a tener que repetir la tragedia de una guerra mundial en estos tiempos de Pax Americana. La interdependencia global y sobre todo las comunicaciones han registrado una importante mejoría. Tenemos en nuestras manos el conocimiento, la capacidad y la motivación necesarios para comprender los procesos históricos con más control que antes. Lo más importante es que para una minoría global es cada vez más evidente que el hipermilitarismo de Estados Unidos, justificado por razones de seguridad, se está convirtiendo en realidad en una amenaza para la seguridad de ese mismo país y del mundo entero. En efecto, esa tendencia belicista favorece y desencadena guerras de proporciones cada vez mayores –lo cual recuerda el hipermilitarismo británico del siglo XIX.
En medio del creciente desequilibrio global, existe un motivo de consuelo para el pueblo de Estados Unidos. Ya que las causas de la inseguridad global provienen cada vez más a menudo de ese país, los remedios a ese problema también se encuentran allí. Mucho más que sus predecesores británicos, y contrariamente a los demás pueblos de hoy, la ciudadanía estadounidense tiene la posibilidad de reducir las tensiones globales y de evolucionar así hacia un orden internacional más equitativo. Por supuesto, nadie puede predecir que esa restauración llegue a concretarse. Pero el fin catastrófico de la Pax Britannica y la carga cada vez más pesada que tienen que soportar los ciudadanos estadounidenses sugieren la necesidad de hacerlo. En efecto, el expansionismo unilateral de su país, al igual que el de Gran Bretaña en el pasado, contribuye actualmente a la ruptura de las alianzas y los acuerdos jurídicos internacionales que aportaron durante decenios una estabilidad relativa, sobre todo los que forman parte de la Carta de las Naciones Unidas.
Hay que señalar claramente que el actual fortalecimiento del aparato militar de Estados Unidos es la causa fundamental del rearme global. Ese proceso recuerda de manera preocupante la carrera armamentista alimentada en el pasado por la industria militar británica, que condujo en 1911 al golpe de Agadir y, poco después, a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, el actual rearme puede ser calificado de «carrera armamentista». En efecto, Estados Unidos –y sus aliados de la OTAN, cuya política exige la posesión de armamentos compatibles– gozan de un predominio tan grande en el mercado militar mundial que los volúmenes de las ventas de armas de Rusia y China parecen, en comparación, risibles:
«En 2010 […] Estados Unidos mantuvo su posición dominante en la feria global del armamento, con exportaciones de armas ascendentes a 21 300 millones de dólares, o sea un 52% [del mercado internacional] […].
Rusia ocupaba el segundo lugar, con ventas de armas por un monto de 7 800 millones de dólares en 2010, o sea un 19,3% del mercado, contra 12 800 millones de dólares en 2009. En términos de ventas, detrás de Estados Unidos aparecen Francia, Gran Bretaña, China, Alemania e Italia.» [19]
Un año después, la absoluta hegemonía de Estados Unidos en la exportación de armamento se había elevado a más del doble representando así el 79% de las ventas globales de armas:
«El año pasado, las exportaciones de armas de Estados Unidos totalizaron 66 300 millones [de dólares], o sea más de 3 cuartas partes del mercado mundial del armamento, estimado en 85 300 millones en 2011. A pesar de ocupar el segundo lugar, Rusia estaba muy por debajo, registrando ventas por un monto de 4 800 millones.» [20]
Y, ¿cuál es actualmente la principal actividad de la OTAN que exige armas? No es la defensa contra Rusia sino el apoyo a Estados Unidos en su guerra autogeneradora contra el terrorismo, en Afganistán como antes sucedió en Irak. La «guerra contra el terrorismo» debía verse como lo que realmente es: un pretexto para mantener un ejército estadounidense que padece una peligrosa hipertrofia, a través de un ejercicio injusto del poder que resulta cada vez más inestable.
En otros términos, Estados Unidos es hoy, y de lejos, el primer país que inunda el mundo con armamento. Los ciudadanos de ese país tienen que exigir imperativamente una reevaluación de ese factor de agravamiento de la pobreza y de la inseguridad. Tenemos que recordar la célebre advertencia que hizo Eisenhower en 1953: «cada fusil que se fabrica, cada navío de guerra que se despliega, cada cohete que se dispara significa –es en su sentido último– un robo perpetrado contra quienes padecen hambre y no tienen con qué alimentarse, contra quienes tienen frío y no tienen con qué vestirse.» [21].
Es necesario recordar que el presidente Kennedy, en su discurso pronunciado el 10 de junio de 1963 en la American University, esbozó una visión de paz que no sería explícitamente «una Pax Americana impuesta al mundo por las armas de guerra americanas» [22]. Aunque efímera, su visión era sabia. Sesenta años después de la génesis del sistema estadounidense de seguridad –la supuesta «Pax Americana»–, los propios Estados Unidos están atrapados en una situación de inseguridad sicológica cada vez más marcada por la paranoia. Las características tradicionales de la cultura estadounidense, como el respeto del habeas corpus y del derecho internacional, están siendo abandonadas por causa de una supuesta amenaza terrorista engendrada en realidad por los propios Estados Unidos. Y ese fenómeno puede observarse tanto dentro del país como en el extranjero.
La alianza secreta entre Estados Unidos y Arabia Saudita y la «guerra contra el terrorismo»
Más de la mitad de los 66 300 millones de dólares en armas estadounidenses exportados en 2011 estaban destinados a Arabia Saudita, lo cual representa 33 400 millones de dólares. Esas ventas incluían decenas de helicópteros de los tipos Apache y Black Hawk que, según el New York Times, Arabia Saudita necesita para defenderse de Irán. Pero en realidad corresponden sobre todo a la creciente implicación de Estados Unidos y de Arabia Saudita en guerras asimétricas y agresivas (por ejemplo, en Siria) [23].
Esas ventas de armas estadounidenses a Arabia Saudita no fueron producto de la casualidad. Son fruto de un acuerdo entre ambos países destinado a compensar la afluencia de los dólares estadounidenses utilizados para pagar el petróleo saudita. Durante las crisis petroleras de 1971 y 1973, el presidente Nixon y Henry Kissinger negociaron un acuerdo con Arabia Saudita e Irán para pagar el petróleo a precios mucho más elevados, pero con la condición de que esos dos países reciclaran sus petrodólares de diferente maneras, principalmente mediante la compra de armamento estadounidense [24].
La riqueza de Estados Unidos y la de Arabia Saudita se hicieron así más interdependientes que nunca, lo cual es una ironía. En efecto, retomando los términos de un despacho diplomático filtrado, «[los] donantes sauditas se mantienen como los principales financiadores de grupos extremistas como al-Qaeda» [25].25 La Rabita (o Liga Islámica Mundial), iniciada y masivamente financiada por la familia real saudita, se ha convertido en sede de los encuentros internacionales de salafistas mundialmente activos, incluyendo a ciertos líderes de al-Qaeda [26].
En resumen, las riquezas generadas por la relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita financian tanto a los yihadistas vinculados a al-Qaeda que operan por todo el mundo como las guerras autogeneradoras que libran las fuerzas estadounidenses contra esos mismos yihadistas. El resultado es una creciente militarización, tanto en el extranjero como en Estados Unidos, a medida que aparecen nuevos frentes de la supuesta «guerra contra el terrorismo» en regiones anteriormente pacíficas, como Mali, donde se ha producido una evolucion inicialmente previsible.
Los medios de difusión tienden a presentar la «guerra contra el terrorismo» como un conflicto entre gobiernos legítimos y fundamentalistas islamistas fanaticos y hostiles a la paz. La realidad es que la mayoria de los países colaboran periodicamente con las mismas fuerzas que ellos mismos combaten en otras ocasiones, lo cual viene sucediendo desde hace mucho tiempo. Estados Unidos y Gran Bretaña no son la excepción de la regla.
Hoy en día, la política exterior de Estados Unidos es cada vez más caótica, sobre todo sus operaciones clandestinas. En ciertos países, sobre todo en Afganistán, Estados Unidos está combatiendo a yihadistas que la CIA apoyó en los años 1980, y que aún gozan del respaldo de nuestros aliados nominales, Arabia Saudita y Pakistán. En otras naciones, como en Libia, Estados Unidos ha prestado protección y apoyo indirecto al mismo tipo de islamistas. Hay también otros países, particularmente en Kosovo, donde Estados Unidos ha ayudadp a los fundamentalistas a llegar al poder [27].
En Yémen, las autoridades estadounidenses han reconocido que sus clientes allí apoyaban a los yihadistas. Como informó hace varios años el universitario Christopher Boucek ante la fundación Carnegie Endowment of International Peace,
«[el] extremismo islamista en Yémen es resultado de un proceso largo y complejo. En los años 1980, un gran número de yemenitas participó en la yihad antisoviética en Afganistán. Después del fin de la ocupación soviética, el gobierno yemenita estimuló el regreso de sus ciudadanos, y también permitió que los veteranos extranjeros se instalaran en Yemen. La mayoría de aquellos árabes afganos fueron captados por el régimen e integrados a los diferentes aparatos de seguridad del Estado. Ese tipo de captación se realizó también en beneficio de individuos que el gobierno yemenita había encarcelado después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Ya en 1993, en un informe de inteligencia actualmente desclasificado, el Departamento de Estado estadounidense había señalado que Yemen estaba convirtiéndose en un importante punto de encuentro de numerosos combatientes que habían dejado Afganistán. Aquel informe aseguraba también que el gobierno yemenita era reacio o incapaz de restringir las actividades de aquellos individuos. Durante los años 1980 y 1990, el islamismo y las actividades resultantes de ese movimiento fueron utilizados por el régimen para eliminar a los opositores internos. Por otro lado, durante la guerra civil de 1994, los islamistas combatieron a las fuerzas del sur.» [28]
En marzo de 2011 ese mismo universitario observó que el resultado de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo había sido apoyar a un gobierno impopular ayudándolo así a evitar la aplicación de las necesarias reformas:
«Bueno, yo pienso que en lo tocante –que nuestra política en Yemen ha sido [exclusivamente centrada en] el terrorismo– [que se ha focalizado en] el terrorismo y la seguridad y al-Qaeda en la península arábiga (AQPA), excluyendo casi todo el resto. Pienso que a pesar de lo –de lo que dice la gente en la administración, estamos concentrados en el terrorismo. No hemos prestado atención a los desafíos sistémicos que tiene que enfrentar Yemen: el desempleo, los abusos en la administración, la corrupción. Pienso que son esos los factores que llevarán al derrumbe del Estado. No será AQPA. […] [Todo] el mundo en Yemen ve que apoyamos [a esos] regímenes, en detrimento del pueblo yemenita.» [29]
Dicho en términos más directos, la «guerra contra el terrorismo» de Estados Unidos es una de las principales razones que explican por qué Yemen, al igual que otros países, se mantiene en el subdesarrollo y sigue siendo un terreno fertil para el terrorismo yihadista.
Pero no es la política exterior de Estados Unidos en materia de seguridad lo único que contribuye a la crisis yemenita. Arabia Saudita está interesada en fortalecer la influencia yihadista en el Yemen republicano. Así ha sido desde los años 1960, cuando la familia real saudita recurrió a tribus conservadoras de las colinas del norte de Yemen para rechazar un ataque del gobierno yemenita –republicano y respaldado por Nasser– contra el sur de Arabia Saudita [30].
Esas maquinaciones de los diferentes gobiernos y de sus agencias de inteligencia pueden crear situaciones de una oscuridad impenetrable. Por ejemplo, como informó el senador John Kerry, uno de los principales líderes de al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA) «es un ciudadano saudita que fue repatriado a Arabia Saudita en el mes de noviembre de 2007 [después de haber estado preso en] Guantánamo[,] y que reanudó actividades ilegales [en Yemen] después de haber seguido un programa de rehabilitación en su país.» [31]
Al igual que otras naciones, Estados Unidos puede llegar a establecer alianzas con los yihadistas de al-Qaeda para ayudarlos a luchar en zonas de mutuo interés en el extranjero, como en Bosnia. La condición de esa colaboración es que los terroristas no se vuelvan en contra de Estados Unidos. Es evidente que esa práctica contribuyó al atentado con bomba de 1993 contra el World Trade Center, cuando al menos 2 de sus autores habían sido protegidos de todo arresto. Las autoridades estadounidenses habían protegido a aquellos individuos porque estaban participando –en el centro al-Kifah de Brooklyn– en un programa de preparación de islamistas para la guerra de Bosnia. En 1994, en Canadá, el FBI garantizó la liberación de Ali Mohamed, un agente doble de Estados Unidos y al-Qaeda que operaba en el centro al-Kifah. Poco después Ali Mohamed viajó a Kenia, donde –según el Informe de la Comisión sobre el 11 de Septiembre– «dirigió» a los organizadores del atentado de 1998 contra la embajada de Estados Unidos en Nairobi [32].
El respaldo de Arabia Saudita a los terroristas
Arabia Saudita es probablemente el actor más importante de ese oscuro juego. Ese país no sólo ha exportado yihadistas a los cuatro confines del globo sino que también los ha financiado –como ya vimos anteriormente–, a veces en coordinación con Estados Unidos. Un artículo del New York Times, publicado en 2010, sobre las filtraciones de despachos diplomáticos estadounidenses revelaba, citando uno de aquellos despachos, que «[los] donantes sauditas siguen siendo los principales financistas de grupos extremistas como al-Qaeda» [33]
En 2007, el Sunday Times informó también que
«[…] los ricos sauditas siguen siendo los principales financistas de las redes terroristas internacionales. ‘Si yo pudiese de alguna manera chasquear los dedos y cortar las subvenciones de algún país [para las actividades terroristas], apuntaría a Arabia Saudita’, declaró Stuart Levey, el funcionario del Departamento del Tesoro americano encargado de vigilar el financiamiento del terrorismo.» [34]
Según Rachel Ehrenfeld, las autoridades iraquíes, pakistaníes y afganas también informaron sobre el financiamiento del terrorismo por parte de Arabia Saudita:
«En 2009, la policía pakistaní reportó que las organizaciones caritativas sauditas seguían financiando a al-Qaeda, a los talibanes y al Lashkar-e-Taiba. Según aquel informe, los sauditas han donado 15 millones de dólares a los yihadistas, incluyendo a los responsables de los ataques suicidas en Pakistán y de la muerte de Benazir Bhutto, la ex primera ministro pakistaní.
En mayo de 2010, la Buratha News Agency, una fuente periodística independiente con sede en Irak, mencionó un documento filtrado de la inteligencia saudita. El documento demostraba un continuo apoyo del gobierno de Arabia Saudita a al-Qaeda en Irak. Aquel apoyo se materializaba en forma de dinero en efectivo y de armas. […] Un artículo publicado el 31 de mayo de 2010 en The Sunday Times de Londres reveló que, según el polo financiero de la inteligencia afgana (FinTRACA), al menos 1 500 millones de dólares provenientes de Arabia Saudita habían entrado clandestinamente en Afganistán desde 2006. Aquel dinero estaba muy probablemente destinado a los Talibanes.» [35]
Sin embargo, según el Times, el apoyo saudita a favor de al-Qaeda no se limitaba al financiamiento:
«En estos últimos meses, predicadores sauditas provocaron la consternación en Irak e Irán con la publicación de fatwas que llaman a la destrucción de los grandes mausoleos chiitas en Nadjaf y Kerbala, en Irak –algunos ya habían sido blanco de atentados con bombas. Y mientras que importantes miembros de la dinastía reinante de los Saud expresan regularmente su aversión por el terrorismo, algunos responsables que defienden el extremismo son tolerados en el reino.
En 2004, el jeque Saleh al-Luhaidan, el alto magistrado que supervisa los procesos vinculados al terrorismo, fue grabado en una mezquita en momentos en que exhortaba a los hombres [suficientemente] jóvenes a luchar en Irak. ‘Hoy, penetrar en territorio iraquí se ha vuelto riesgoso’, advirtió. ‘Hay que evitar esos satélites maléficos y esos drones aéreos que ocupan cada pedazo del cielo iraquí. Si alguien se siente capaz de entrar en Irak para sumarse al combate, y si su intención es que triunfe la palabra de Dios, está entonces en libertad de hacerlo.’» [36]
El ejemplo de Mali
Un proceso comparable está desarrollándose actualmente en África, donde el fundamentalismo wahabita saudita «se ha expandido en estos últimos años a Mali[,] a través de jóvenes imams que regresan de sus estudios [religiosos] en la península arábiga» [37]. La prensa internacional, incluso Al-Jazeera, ha reportado la destrucción de mausoleos históricos por parte de los yihadistas locales:
«Según testigos, dos mausoleos de la antigua mezquita de tierra [del cementerio] de Djingareyber, en Tombuctú, han sido destruidos por combatientes de Ansar Dine, un grupo vinculado a al-Qaeda que controla el norte de Mali. Se cierne, por lo tanto, una amenaza sobre ese sitio clasificado como patrimonio mundial [de la UNESCO]. […] Esta nueva demolición se produce después de los ataques de la semana pasada contra otros monumentos históricos y religiosos de Tombuctú, acciones calificadas por la UNESCO de ‘destrucciones insensatas’. Ansar Dine ha declarado que antiguos mausoleos eran ‘haram’, o sea prohibidos por el Islam. La mezquita de Djingareyber es una de las más importantes de Tombuctú, y fue una de las principales atracciones de esa legendaria ciudad antes de que la región se convirtiera en zona prohibida para los turistas. Ansar Dine ha jurado seguir destruyendo todos los mausoleos ‘sin excepción’, en medio de una ola de tristeza y de indignación tanto en Mali como en el extranjero.» [38]
Sin embargo, los autores de la mayoría de estos relatos –incluyendo el de Al-Jazeera– no han subrayado el hecho que la destrucción de tumbas había sido una vieja práctica wahabita, no sólo respaldada sino incluso perpetrada por el gobierno saudita:
«Entre 1801 y 1802, bajo el reinado de Abdelaziz ben Mohammed ben Saud, los wahabitas sauditas atacaron y destruyeron las ciudades santas de Kerbala y Nadjaf, en Irak. Allí masacraron a una parte de la población musulmana y destruyeron las tumbas de Husayn ibn Ali, el nieto de Mahoma e hijo de Ali (Ali ibn Abi Talib, el yerno de Mahoma). Entre 1803 y 1804, los sauditas se apoderaron de la Meca y de Medina, donde demolieron monumentos históricos, así como diferentes sitios y lugares santos musulmanes –como el mausoleo construido sobre la tumba de Fátima, la hija de Mahoma. Tenían incluso intenciones de destruir la tumba del propio Mahoma, porque la veían como un sitio de idolatría. En 1998, los sauditas destruyeron con buldóceres y quemaron la tumba de Amina bint Wahb, la madre de Mahoma, provocando indignación en todo el mundo musulmán.» [39]
Una oportunidad para la paz,
con la inseguridad como principal obstáculo
Hoy en día tenemos que establecer una diferencia entre el reino de Arabia Saudita y el wahabismo promovido por altos dignatarios religiosos sauditas y ciertos miembros de la familia real. El rey Abdallah tendió la mano a otras religiones, visitando el Vaticano en 2007 y estimulando la realización de una conferencia interconfesional con responsables cristianos y judíos, conferencia que finalmente se realizó al año siguiente.
En 2002, siendo aún príncipe heredero, Abdallah presentó también una proposición para lograr la paz entre Israel y sus vecinos en una cumbre de las naciones de la Liga Árabe. Su plan, que obtuvo en numerosas ocasiones el respaldo de los gobiernos de esa organización, llamaba a la normalización de las relaciones entre el conjunto de los países árabes e Israel, a cambio de una retirada total de los territorios ocupados (incluyendo el este de Jerusalén) y de un «arreglo equitativo» de la crisis de los refugiados palestinos que tendría como base la resolución 194 de la ONU. En 2002, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, rechazó aquel plan, al igual que George W. Bush y Dick Cheney, ya decididos a desatar la guerra contra Irak. Sin embargo, como ha señalado David Ottaway, del Woodrow Wilson Center,
«El plan de paz que Abdallah propuso en 2002 sigue siendo una base fascinante para una posible cooperación entre Estados Unidos y Arabia Saudita sobre la cuestión israelo-palestina. La proposición de Abdallah obtuvo el respaldo de la Liga Árabe en su conjunto durante su cumbre de 2002. El presidente israelí Shimon Peres y Olmert [el entonces primer ministro de Israel] hablaron de él favorablemente, y Barack Obama, que había escogido el canal de televisión saudita Al-Arabiya para su primera gran entrevista después de su investidura, felicitó a Abdallah por el «gran coraje» que había demostrado al elaborar aquella proposición de paz. Sin embargo, Benjamin Netanyahu, favorito para ser el nuevo primer ministro israelí, se opuso firmemente a ese plan saudita, en particular a la idea de que el este de Jerusalén debía ser la capital de un Estado palestino.» [40]
En 2012, ese plan está congelado, Israel no oculta su deseo de desencadenar una acción armada contra Irán y Estados Unidos está paralizado por el año electoral. Sin embargo, el presidente israelí Shimon Peres había acogido favorablemente aquella iniciativa en 2009, y George Mitchell, en su condición de enviado especial del presidente estadounidense para el Medio Oriente, anunció aquel mismo año que la administración Obama tenía intenciones de «incorporar» aquella iniciativa a su política para la región [41].
Esas expresiones de respaldo demuestran que un acuerdo de paz en el Medio Oriente es teóricamente posible. Pero están lejos de hacer que su aplicación se convierta en algo probable. El problema es que cualquier acuerdo de paz necesita un margen de confianza mutua, algo muy difícil de lograr cuando cada una de las partes abriga un sentimiento de inseguridad en cuanto al porvenir de su propia nación. Algunos comentaristas sionistas, como Charles Krauthammer, recuerdan que, durante los 30 años anteriores a los acuerdos de Camp David, la destrucción de Israel fue «el objetivo unánime de la Liga Árabe» [42]. Numerosos palestinos, al igual que la mayor parte del Hamas, temen que un acuerdo de paz no resulte satisfactorio y que en realidad ponga fin a sus aspiraciones de lograr un arreglo justo de sus diferendos.
En el Medio Oriente, la inseguridad es especialmente grande debido a un resentimiento ampliamente compartido. Se trata de un resentimiento engendrado por la injusticia, a su vez alimentada y propagada por la inseguridad. El actual statu quo internacional tiene sus principales orígenes en las injusticias. Pero la injusticia que afecta al Medio Oriente resulta –en todos sus aspectos– extrema, reciente y permanente. Si lo señalo es simplemente para dar Estados Unidos el siguiente consejo: hay que recordar que los temas de seguridad y de justicia no pueden abordarse por separado.
Por encima de todo, tenemos que mostrar compasión. Como americanos, tenemos que entender que tanto los israelíes como los palestinos viven en condiciones cercanas a un estado de guerra. Pero ambos pueblos tienen razones para temer que un acuerdo de paz pueda ponerlos en una situación todavía peor que la que viven actualmente. En el Medio Oriente han muerto demasiados civiles inocentes. Sería muy necesario que las acciones de Estados Unidos no agraven ese importante costo humano.
Ese sentimiento de inseguridad, que constituye el principal obstáculo para la paz, no se limita al Medio Oriente. A partir del 11 de septiembre, el pueblo de Estados Unidos ha sufrido la angustia vinculada a la inseguridad, y esa es la principal razón que explica por qué opone tan poca resistencia a la evidente locura de la «guerra contra el terrorismo» de Bush, Cheney y Obama.
Los dirigentes de esa guerra prometen convertir los Estados Unidos en un lugar más seguro. Es, sin embargo, esa guerra lo que sigue garantizando la proliferación de los terroristas que supuestamente son los enemigos de Estados Unidos. Y también sigue diseminando la guerra a través de nuevos campos de batalla, como Pakistán y Yemen. Al generar así sus propios enemigos, parece probable que la «guerra contra el terrorismo» tenga que proseguir perennemente ya que hoy está sólidamente enraizada en la inercia burocrática. Por ello se parece mucho a la «guerra contra la droga», una política irracional que mantiene a un elevado nivel los costos y e ingresos de los narcóticos, lo cual atrae nuevos traficantes.
Por otra parte, esta guerra contra el terrorismo acentúa sobre todo la inseguridad entre los musulmanes, que son cada vez más numerosos en tener que enfrentar el temor a que los civiles, y no sólo los terroristas yihadistas, caigan víctimas de los ataques con drones. La inseguridad en el Medio Oriente es el principal obstáculo para la paz en esa región. Los palestinos viven con el miedo cotidiano a la opresión que sobre ellos ejercen los colonos de Cisjordania y a las represalias del Estado hebreo. Los israelíes viven en un constante temor a la hostilidad de sus vecinos. Un temor que comparte la familia real saudita. Es así como la inseguridad y la inestabilidad han ido simultáneamente en aumento a partir del 11 de septiembre y del inicio de la «guerra contra el terrorismo».
La inseguridad reinante en el Medio Oriente se repercute en una escala cada vez mayor. El miedo de Israel ante Irán y el Hezbollah se corresponde con el temor iraní a ataques masivos contra sus instalaciones nucleares, temor basado en las amenazas israelíes. Por otro lado, antiguos halcones estadounidenses, como Zbigniew Brzezinski, han advertido recientemente que un ataque israelí contra Irán puede provocar una guerra más larga que lo previsto, ya que el conflicto podría extenderse a otros países [43].
En mi opinión, los ciudadanos de Estados Unidos deberían temer por sobre todo la inseguridad engendrada por los ataques con drones que realiza su propio país. Si esos ataques no se detienen rápidamente, su resultado puede ser el mismo que tuvieron los ataques nucleares estadounidenses de 1945: llevarnos hacia un mundo donde no sólo una sino muchas potencias dispongan de esa arma. Arma que podrían verse llevadas a utilizar. En ese caso, Estados Unidos se convertiría con toda seguridad en el nuevo blanco más probable.
¿Cuánto tiempo van a necesitar los ciudadanos de Estados Unidos para comprender el rumbo previsible de esta guerra autogeneradora y para movilizarse contra ella?
¿Qué debemos hacer?
Al utilizar la analogía con los errores británicos de fines del siglo XIX, este artículo ha defendido un regreso paulatino a un orden internacional más estable y más justo a través de una serie de etapas concretas, algunas de las cuales serían graduales:
1) Una reducción paulatina de los enormes presupuestos destinados a la defensa y al espionaje. Dicha reducción se agregaría a la actualmente prevista por causas financieras y debería ser más importante.
2) Una supresión gradual de los aspectos violentos de la supuesta «guerra contra el terrorismo», pero manteniendo los medios policiales tradicionales de lucha contra el terrorismo.
3) La reciente intensificación del militarismo estadounidense puede atribuirse en gran parte al «estado de urgencia» decretado el 14 de septiembre de 2001, y renovado anualmente desde entonces por los sucesivos presidentes de Estados Unidos. Ese estado de urgencia debe levantarse de inmediato y deben reevaluarse las llamadas medidas de «continuidad del gobierno» (COG, siglas correspondientes a Continuity of Government) a él asociadas y que incluyen la vigilancia y detención sin mandato, así como la militarización de la seguridad interna en Estados Unidos [44].
4) Un regreso a las estrategias que dependen esencialmente de la policía civil y de la inteligencia en el tratamiento del problema del terrorismo.
Hace 40 años habría llamado al Congreso a emprender esos pasos, necesarios para disipar el estado de paranoia en que vivimos actualmente. Hoy en día he llegado a pensar que esa institución se haya también bajo el control de los círculos de poder que se benefician con lo que yo llamo la Máquina de guerra global de Estados Unidos. En ese país, los supuestos «estadistas» están tan implicados en la preservación de la supremacía de su nación como antes lo estuvieron sus predecesores británicos.
Mencionar eso no equivale, sin embargo, a no creer en la capacidad de Estados Unidos para cambiar de rumbo. Tenemos que recordar que las protestas políticas internas tuvieron un papel determinante en el cese de una guerra injustificada contra Vietnam, hace 40 años. Es cierto que, en 2003, manifestaciones comparables –con la participación de un millón de personas en Estados Unidos– no bastaron para impedir que Estados Unidos iniciara una guerra ilegal contra Irak. Aquel gran número de manifestantes, reunidos en un periodo de tiempo relativamente corto, fue sin embargo impresionante. La cuestión hoy en día es saber si los militantes pueden adaptar sus tácticas a las nuevas realidades para organizar una campaña de protesta duradera y eficaz.
A lo largo de 40 años, esgrimiendo como pretexto la planificación para la continuidad del gobierno (COG), la Máquina de guerra americana ha venido preparándose para neutralizar las manifestaciones urbanas en contra de la guerra. Mediante la comprensión de ese proceso y utilizando el ejemplo de las locuras del hipermilitarismo británico, los actuales movimientos antiguerra deben aprender a ejercer presiones coordinadas en el seno de las instituciones estadounidenses –y no sólo «ocupando» las calles con ayuda de las personas sin techo. No basta con denunciar las crecientes desigualdades entre ricos y pobres en materia de ingresos, como hacía Winston Churchill en 1908. Tenemos que ir más lejos para entender que esas desigualdades tienen su origen en arreglos institucionales que es posible corregir –a pesar de que las instituciones son disfuncionales. Y uno de los principales arreglos que aquí menciono es la supuesta «guerra contra el terrorismo».
Resulta imposible predecir el éxito de un movimiento de ese tipo. Pero creo que el desarrollo de los acontecimientos globales convencerá a un número creciente de ciudadanos estadounidenses de que es necesario emprenderlo. Ese movimiento debería reunir un amplio abanico del electorado, desde los lectores progresistas de ZNet y de Democracy Now hasta los partidarios libertarios de Murray Rothbard y de Ron Paul.
Y creo también que una minoría antiguerra bien coordinada y no violenta puede lograr la victoria. Reagruparía entre 2 y 5 millones de personas cuya acción se basaría en recurrir a la verdad y al buen sentido. Hoy en día, las instituciones políticas fundamentales de Estados Unidos son tan disfuncionales como impopulares. En particular, el Congreso tiene un índice de aprobación de un 10%. La encarnizada resistencia que el mundo de la riqueza personal y empresarial opone a las reformas razonables constituye un problema aún más grave. Pero mientras más abiertamente muestren los ricos su influencia antidemocrática, más evidente se hará la necesidad de restringir sus abusos. Recientemente tomaron como blanco a varios miembros del Congreso para excluirlos de esa institución por haber cometido el «delito» de comprometerse a resolver ciertos problemas gubernamentales. En ese país existe ciertamente una mayoría de ciudadanos que es necesario movilizar para regresar a la defensa del bien común.
Nuevas estrategias y técnicas de protesta serán seguramente necesarias. Definirlas no es ciertamente el objetivo de este artículo. Pero es previsible que las futuras manifestaciones –o cíbermanifestaciones– estén llamadas a utilizar Internet con más habilidad.
Repito nuevamente que nadie puede predecir con confianza la victoria en esta lucha por el bien común contra los intereses particulares y los ideólogos ignorantes. Pero ante el creciente peligro de un desastroso conflicto internacional, la necesidad de movilizarse en defensa del interés general se hace cada vez más evidente. El estudio de la Historia es uno de los mejores medios de evitar que esta se repita.
¿Es irrealista esta esperanza de ver surgir un movimiento de protesta? Es muy probable. En todo caso, estoy convencido de que ese movimiento es necesario.
Texto original: Peter Dale Scott, «Why Americans Must End America’s Self-Generating Wars», The Asia-Pacific Journal: Japan Focus, 3 de septiembre de 2012.
Traducido al español por la Red Voltaire a partir de la traducción al francés de Maxime Chaix
[1] Oliver Villar y Drew Cottle, Cocaine, Death Squads, and the War on Terror: U.S. Imperialism and Class Struggle in Colombia (Monthly Review Press, Nueva York, 2011); Peter Watt y Roberto Zepeda, Drug War Mexico: Politics, Neoliberalism and Violence in the New Narcoeconomy (Zed Books, Londres, 2012); Mark Karlin, «How the Militarized War on Drugs in Latin America Benefits Transnational Corporations and Undermines Democracy», Truthout, 5 de agosto de 2012.
[2] Peter Dale Scott, La Machine de guerre américaine: la Politique profonde, la CIA, la drogue, l’Afghanistan... (Éditions Demi-Lune, Plogastel Saint-Germain, 2012), pp.317-41.
[3] Patrick Cockburn, «Opium: Iraq’s deadly new export», Independent Londres, 23 de mayo de 2007.
[4] Scott, La Machine de guerre américaine, pp.204-12.
[5] Ver Mark Karlin, «How the Militarized War on Drugs in Latin America Benefits Transnational Corporations and Undermines Democracy», Truthout, 5 de agosto de 2012.
[6] Sekhara Bandyopadhyaya, From Plassey to Partition: A History of Modern India (Orient Longman, Nueva Delhi, 2004), p.231.
[7] Kevin Phillips, Wealth and Democracy: A Political History of the American Rich (Broadway Books, Nueva York, 2002), p.185.
[8] «Las semillas de la ruina imperial y de la decadencia nacional –el anormal abismo entre los ricos y los pobres […] el fulgurante crecimiento de un lujo vulgar y ocioso– son los enemigos de Gran Bretaña» (Winston Churchill, citado en Phillips, Wealth and Democracy, p.171).
[9] John A. Hobson, Imperialism (Allen and Unwin, Londres, 1902; reimpresión de 1948), p.6. En aquella época, el principal impacto de este libro en Gran Bretaña fue que puso fin definitivamente a la carrera de su autor como economista.
[10] Hobson, Imperialism, p.12. Cf. Arthur M. Eckstein, «Is There a ‘Hobson–Lenin Thesis’ on Late Nineteenth-Century Colonial Expansion?», Economic History Review, mayo de 1991, pp.297-318; ver en particular las páginas de la 298 a la 300.
[11] Peter Dale Scott, «The Doomsday Project, Deep Events, and the Shrinking of American Democracy», Asia-Pacific Journal: Japan Focus, 21 de enero de 2011.
[12] Ver Ralph Raico, «Introduction», Great Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal (Mises Institute, Auburn, AL, 2010), http://mises.org/daily/5088/Neither-the-Wars-Nor-the-Leaders-Were-Great.
[13] Carroll Quigley, Tragedy and Hope: A History of the World in Our Time (G,S,G, & Associates, 1975); Carroll Quigley, The Anglo-American Establishment (GSG Associates publishers, 1981). Conversación en Laurence H. Shoup y William Minter, The Imperial Brain Trust: The Council on Foreign Relations & United States Foreign Policy (Monthly Review Press, New York, 1977), pp.12-14; Michael Parenti, Contrary Notions: The Michael Parenti Reader (City Lights Publishers, San Francisco, CA, 2007), p.332.
[14] Sobre los intereses –poco mencionados por los observadores– de las compañías petroleras en los yacimientos petrolíferos de Cambodia, ver Peter Dale Scott, The War Conspiracy: JFK, 9/11, and the Deep Politics of War (Mary Ferrell Foundation, Ipswich, MA, 2008), pp.216-37.
[15] Thomas Pakenham, Scramble for Africa: The White Man’s Conquest of the Dark Continent from 1876-1912 (Random House, Nueva York, 1991).
[16] Ver los diferentes libros de Barbara Tuchman, sobre todo The March of Folly: From Troy to Vietnam (Knopf, Nueva York, 1984).
[17] Pakenham, ibidem.
[18] E. Oncken, Panzersprung nach Agadir. Die deutsche Politik wtihrend der zweiten Marokkokrise 1911 (Dilsseldorf, 1981). En alemán, la expresión Panzersprung se convirtió en una metáfora para cualquier demostración injustificada de la llamada diplomacia de las cañoneras.
[19] Thom Shanker, «Global Arms Sales Dropped Sharply in 2010, Study Finds», New York Times, 23 de septiembre de 2011.
[20] Thom Shanker, «U.S. Arms Sales Make Up Most of Global Market», New York Times, 27 de agosto de 2012.
[21] Stephen Ambrose, Eisenhower: Soldier and President (Simon and Schuster, Nueva York, 1990), p.325.
[22] Robert Dallek, An unfinished life: John F. Kennedy, 1917-1963 (Little, Brown and Co., Boston, 2003.), p.50.
[23] Shanker, «U.S. Arms Sales Make Up Most of Global Market», New York Times, 27 de agosto de 2012.
[24] Peter Dale Scott, La Route vers le Nouveau Désordre Mondial: 50 ans d’ambitions secrètes des États-Unis, (Éditions Demi-Lune, París, 2010), pp.66-72.
[25] Scott Shane y Andrew W. Lehren, «Leaked Cables Offer Raw Look at U.S. Diplomacy», New York Times, 29 de noviembre de 2010. Cf. Nick Fielding y Baxter, «Saudi Arabia is hub of world terror: The desert kingdom supplies the cash and the killers», Sunday Times, Londres, 4 de noviembre de 2007.
[26] La ONU ha establecido un listado de sucursales de la International Islamic Relief Organization (IIRO, una filial de la Rabita) en Indonesia y en Filipinas como propiedades o socios de al-Qaeda.
[27] Ver Peter Dale Scott, «La Bosnie, le Kosovo et à présent la Libye: les coûts humains de la collusion perpétuelle entre Washington et les terroristes», Mondialisation.ca, 17 de octubre de 2011; ver también, de William Blum, «The United States and Its Comrade-in-Arms, Al Qaeda», Counterpunch, 13 de agosto de 2012.
[28] Christopher Boucek, «Yemen: Avoiding a Downward Spiral», Carnegie Endowment for International Peace, p.12.
[29] «In Yemen, ‘Too Many Guns and Too Many Grievances’ as President Clings to Power», PBS Newshour, 21 de marzo de 2011.
[30] Robert Lacey, The Kingdom: Arabia and the House of Sa’ud Avon, Nueva York, 1981, pp.346-47, p.361.
[31] John Kerry, Al Qaeda in Yemen and Somalia: A Ticking Time Bomb: a Report to the Committee on Foreign Relations, U.S. G.P.O., Washington, 2010, p.10.
[32] Scott, La Route vers le Nouveau Désordre Mondial, pp.214-20.
[33] Scott Shane y Andrew W. Lehren, «Leaked Cables Offer Raw Look at U.S. Diplomacy», New York Times, 29 de noviembre de 2010..
[34] Nick Fielding y Sarah Baxter, «Saudi Arabia is hub of world terror: The desert kingdom supplies the cash and the killers», Sunday Times, Londres, 4 de noviembre de 2007: «Religiosos extremistas están enviando una multitud de reclutas a varios de los puntos calientes más violentos del mundo. Un análisis de NBC News sugiere que los sauditas constituyen el 55% de los combatientes extranjeros en Irak. Se encuentran además entre los más intransigentes y los más militantes.»
[35] Rachel Ehrenfeld, «Al-Qaeda’s Source of Funding from Drugs and Extortion Little Affected by bin Laden’s Death», Cutting Edge, 9 de mayo de 2011.
[36] Sunday Times, Londres, 4 de noviembre de 2007.
[39] The Weekly Standard, 30 de mayo de 2005. Cf. Newsweek, 30 de mayo de 2005. Adaptado de Hilmi Isik, Advice for the Muslim (Hakikat Kitabevi, Estambul).
[40] David Ottaway, «The King and Us: U.S.-Saudi Relations in the Wake of 9/11», Foreign Affairs, mayo-junio de 2009.
[41] Barak Ravid, «U.S. Envoy: Arab Peace Initiative Will Be Part of Obama Policy», Haaretz, 5 de abril de 2009. David Ottaway, «The King and Us: U.S.-Saudi Relations in the Wake of 9/11», Foreign Affairs, mayo-junio de 2009.
[42] Charles Krauthammer, «At Last, Zion: Israel and the Fate of the Jews», Weekly Standard, 11 de mayo de 1998.
[43] «No tenemos la menor idea de cómo terminaría una guerra de ese tipo», declaró [Brzezinski]. «Irán tiene medios militares. Podría responder desestabilizando Irak». (Salon, 14 de marzo de 2012).
[44] Ver Scott, La Route vers le Nouveau Désordre Mondial, pp.257-331; Peter Dale Scott, «La continuité du gouvernement étasunien: l’état d’urgence supplante-t-il la Constitution?», Mondialisation.ca, 6 de diciembre de 2010.
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