Pero como ocurrió con las revoluciones de las flores y los colores al gusto estadunidense (actualmente marchitas y palidecidas, respectivamente), nuestra desdichada, folclórica y aterciopelada alternancia democrática de cempasúchil no ha estado exenta de matices sarcásticos y repite la misma tragedia y farsa de la historia señalada por Marx. La misma historia que Hegel vio como una diosa y que en México se convirtió en un vodevil político. Se encuentra ahora hundida en el lodazal heredado por la docena trágica panista (2000-2012), cara para los embelesados de la gran broma fútil, satisfechos de la gran hazaña histórica de la mutación civilizada y de los grandes héroes que han liderado la feroz cruzada por la democracia, incomprendidos por los resentidos que perdieron el sentido del humor…

Extraviada historia entre los exhumados polvos de aquellos tiempos cuasiautoritarios, nostálgicos para el sistema y los priístas de añejo cuño que guían y arropan amorosamente a Enrique Peña Nieto y que, en compensación, reciben cuotas de poder dentro del gabinete frágilmente heterogéneo, en una especie de reparto del botín compartido con los “jóvenes” ideológica y políticamente famélicos y cojitrancos como la vieja guardia, y no como parte de un mandato público cuestionablemente delegado, por haber sido usurpado…

Florea en su esplendor la alternancia de cempo hualxochitlsi (bella palabra náhuatl). Pero es ironía, teñida de humor negro para los gallardos Napoleones criollos, que en la plenitud de la democracia tuvieron que ser paridos con métodos antidemocráticos. En lugar de depararles un glamoroso jolgorio para su coronación, la asunción del máximo puesto representativo de la República se volvió un desangelado convite, sin el tradicional “baño de pueblo”, lejos del clamor popular, con un besamanos reducido a una selecta aristocracia, sin los rituales que en tiempos no muy lejanos engalanaban la ceremonia digna del nuevo cuasiautócrata priísta. Humillados, se vieron obligados a llegar al atracadero del Congreso de la Unión tras las bambalinas del estado de sitio y a gobernar rodeados de fieras guardias pretorianas. Los intentos por presentar sus informes anuales se transformaron en demoniacas pesadillas. Fueron degradados a pequeños Luises Bonapartes.

Dijo Ricardo Monreal: “del tamaño del miedo es el tamaño de las vallas”.

El ascenso de los dos primeros príncipes democráticos fue afrentoso y su descenso oprobioso. Vicente Fox remachó su ataúd presidencial con sus propias palabras, que en parte, habrían de definir su mandato: “Hoy hablo libre; ya digo cualquier tontería, ya no importa. Ya. Total, yo ya me voy”. Muy parecido a su antecesor, Felipe Calderón acabó como el sapo iscariote y ladrón en la silla del juez que repartiendo castigos y premios… (León Felipe, del poema Pero ya no hay locos), en un esquizofrénico periplo, saturado de peroratas rosáceas y elogiosas a sí mismo, hirientes para la población, manifestaciones de su avanzada alteración de la realidad, mientras chapoteaba en la sangre derramada por los más de 204 mil variopintos cadáveres (datados y sin datos: homicidios dolosos y culposos, “daños colaterales”, ahorcados, quemados, mutilados según la creatividad criminal) arrojados por todos lados durante su sexenio por las infernales maquinarias de guerra montadas por la delincuencia y el Estado.

Felipe Calderón sometió al país a un baño de sangre y un ambiente de pánico. Combatió al crimen con un anticonstitucional terrorismo de Estado que extendió sus garras hacia sus opositores. El saldo es elocuente. Inició con siete cárteles y terminó con 31 células delictivas organizadas. Diez entidades concentraban al menos la mitad de los delitos y ahora se reparten entre 20 (Enrique Mendoza H y Rosario Mosso C, Zeta, www.zetatijuana.com/ZETA/reportajez/el-presidente-de-las-83-mil-ejecuciones/). En 2002, el 0.8 por ciento de la población consumió alguna droga ilícita; en 2011, lo hizo el 1.5 por ciento. La violencia delincuencial y la del Estado se dieron la mano con la injusticia. Los secuestros, las desapariciones, las detenciones ilegales, la violación de derechos caracterizaron a ambos bandos. Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en 2011 se cometieron 22.4 millones de delitos del fuero común; 18.6 millones de personas fueron afectadas, equivalente al 24 por ciento de la población mayor a 18 años, y al 30.6 por ciento de los hogares. El 91.6 por ciento de los delitos no fueron denunciados por considerarse “inútil”. De los que fueron reportados, el 63.2 por ciento se perdieron en los lúgubres laberintos judiciales. El 98 por ciento del total de delitos quedaron impunes.

Vicente Fox sobrevive como un estrafalario fantasma (León Felipe) del pasado, incómodo hasta para quienes lo apoyaron. Felipe Calderón preparó la deshonrosa fuga por la puerta trasera que le abrió Enrique Peña para evitar el riesgo de ser juzgado como un vulgar criminal. Si el genocida ruandés Justus Majyambere pudo entrar y salir campantemente de Estados Unidos, ¿por qué no la escuela de gobierno John F Kennedy, de la Universidad de Harvard, puede cobijar a Felipe Calderón? También pudo tener un espacio para Alfred Rosenberg, el filósofo nazi; Karl Dönitz, Rudolf Hess o Miloševi?. Todos expertos en las mismas artes de Felipe Calderón.

Atrás dejaron Vicente Fox y Felipe Calderón una tétrica nación purulenta: prodigiosa en fortunas mal habidas por unos cuantos que los respaldaron y que ahora apuntalan a Peña Nieto, quien les garantizará la continuidad del impune festín; generoso avistamiento en la creación de proles excluidas, pobres, miserables, resentidas.

¿Cruel burla de la historia democrática? ¿Venganza de la historia por la chanza democrática?

Cualquiera que sea la respuesta, con Peña Nieto se repitió el sainete democrático. Pese a que Andrés Manuel López Obrador y su prole le cedieron la plaza, se vio forzado a ser recibido por el mozo de cuadra, el priísta Jesús Murillo, en un recinto republicano transformado en cuartel (la sede del Congreso de la Unión), en la soledad resguardada por los nerviosos sables (armas de fuego de alto calibre), con un aparatoso cerco de estado de excepción ilegal comparado con el de Vicente Fox y Felipe Calderón, con las garantías constitucionales aplastadas por las botas de la soldadesca, aislado de los irritados transeúntes por el atropello sufrido en sus derechos y la soliviantada prole que cuestiona su credibilidad y legitimidad.

Simbólicamente, la presencia de las Fuerzas Armadas, la altura de las vallas y la extensión desaforada del cerco (reducido después del escándalo provocado) midieron el tamaño del miedo y el desprecio a la prole. La anchura y la profundidad existente entre la elite político-oligarca y la sociedad.

El arribo de Peña al campamento legislativo no pudo evitar la resonancia de las zafias palabrejas de Vicente Fox, remedadas por la maledicencia popular: “juras y te vas”. El ridículo fue amplificado por la reaparición de la locuaz mozuela Pau Peña Pretelini, convertida otra vez en irritada amazona contra la prole, a la que le lanzó un nuevo dardo tuitero: “qué mal que crean que el cerco es por miedo, simplemente es protección ante los agitadores, por su propia seguridad”. Alguien deberá explicarle a la pobre (extraña paradoja) las reglas civilizadas de la simulación: las altezas serenísimas y benévolas que regentean imperios llamados folclóricamente “democracias” suelen tolerar una cosa llamada libertad de expresión, constitucionalmente establecida, aunque no sean indulgentes con ellas… A menos de que sea un déspota. Tendrá que acostumbrarse a los gruñidos de los descastados y ellos, a cambio, harán lo mismo con sus denuestos. Así podrá disfrutar con su familia real la vida de jeques que se darán durante 6 años. Mejor que la de otra Pau, Paulina, el retoño de Carlos Romero Deschamps, cuyas extravagancias son pagadas con dinero sucio, al estilo de la mafia organizada del Estado. No existe la rendición de cuentas ni las sanciones para la elite política que depreda el presupuesto.

La plaga de agitadores contra el orden, la civilidad, pero ante todo, contra la seguridad de la exquisita casta invitada a la coronación: la familia real, la aristocracia clerical, oligárquica y foránea, la clase política. A cambio de unos buenos garrotazos y una justificada licencia infractora de la ley. Para justificar el abusivo despliegue, el panista Luis A Villarreal empleó las porfirianas palabras de la paz de los sepulcros: “seguridad, paz y orden”. Se preguntó: “¿cuánto vale para el pueblo de México ver que su clase política puede hacer las cosas con civilidad? ¿Cuánto vale la imagen de México en el extranjero?”. Se respondió: “vale mucho más que 4 o 5 días de incomodidad, pero [con] legalidad”. Y agitó el desgastado –por manoseado– y pavoroso espantajo que atemoriza a las buenas conciencias usado por la derecha priísta-panista para justificar masacres como las de 1968 o 1971, o el asesinato de opositores, el moderno retorno del pasado que no se fue: “quizá haya amenazas de manifestaciones y de violencia de algunos, particularmente de la izquierda, que han anunciado que van a tratar de impedir que se lleve en orden y en paz este cambio de poderes”.

Fue un sobresalto gratuito. La ferocidad represiva del Estado aún amedrenta. El espíritu revolucionario del pueblo, “el ajuste de cuentas, la venganza del pueblo, a la manera plebeya” (Lenin), en contra de sus déspotas, invernan. La “izquierda civilizada” sólo quiere “pactos de civilidad”, sus pírricas cuotas de poder y el usufructo pacífico de sus dietas. Andrés Manuel se parece más a un San Francisco y no a un Hugo Chávez.

La tersa alternancia de cempasúchil es misteriosa. Aún no asumía legalmente el trono Enrique Peña y ya actuaba como si lo tuviera. Para tratar de restaurar un Poder Ejecutivo fuerte, en nombre de la “gobernabilidad”, envió sus iniciativas al Congreso, y sus peones Manlio Fabio y Emilio Gamboa plancharon fácil y “democráticamente” a la oposición. Expeditos, aprobaron el tráfico de los cadáveres de los asalariados. Fue un ensayo de los que nos depara el caprichoso destino en manos del sonorense, el acusado de pederasta y el chiquiführer. La “modernidad democrática” mostró sus viejas y experimentadas fauces de lobo, sus rejuvenecidos rabos de zorro y sus revigorizados rebenques.

La casta dominante se preocupa de más por los “agitadores”. La manera en que la Secretaría de Gobernación recuperará la seguridad pública en poco servirá para atenuar la delincuencia. Pero sí mejorará el control de la oposición, como en los viejos tiempos. Además, será apoyado por los organismos de seguridad estadunidenses que se pasean sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y por un colombiano experto en guerra sucia.

Una de las primeras iniciativas del flamante César fue la creación de una comisión anticorrupción, “por la ética pública”. Con dientes, dijo el peñista Aurelio Nuño. ¿Observaremos la estampida de ratas asustadas? ¿Se colapsará la función pública por la huida masiva de funcionarios? Porque candidatos sobran. Hasta podríamos quedarnos sin César y sin gabinete, por el caso Monex y otros. Es obvio que eso sería de pésimo gusto. De todos modos, los diputados que investiguen el financiamiento sucio de su campaña le cuidarán la espalda. Para eso están allí. La escuela John F Kennedy perdería a su lustroso “maestro visitante, ejemplo del servidor público y comprometido”, como lo calificó el ocurrente decano Dean David T Ellwood.

Tan gracioso como Peña, es que él mismo nombrará a sus responsables de la honorable comisión anticorrupción, lo que le quitará los dientes de la neutralidad. Así se quitará de encima a la molesta Auditoría Superior de la Federación, igualmente lisiada. Nada de imparcialidad y de incómodos ojos vigilantes. En su ópera cómica, el Grimm de Atlacomulco se disfrazará del flautista Hamelín. Mas no guiará a las ratas al drenaje profundo de la cárcel. En los dorados tiempos del cuasiautoritarismo priísta, la corrupción aceitaba la maquinaria de la fidelidad y la felicidad alrededor del príncipe. La deslealtad desempolvaba el expediente y el uso de la guillotina.

Asimismo, la antigua dinámica renovada asegura la sumisión palaciega de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ante el César y su rancio perfil derechista con una elección salomónica: Alberto G Pérez, para Felipe Calderón; Alfredo Gutiérrez, para Enrique Peña. Así, la Corte quedó tan cerca del poder y tan lejos de la justicia.

Fuente
Contralínea (México)