Cochoapa El Grande, Guerrero. Los picos desmontan los bordes del camino. Aflojan la tierra. Las palas completan el trabajo: emparejan la brecha, el único acceso a Joya Real. Cinco kilómetros antes de la entrada a la comunidad se han dado cita todas las familias para reparar la “carretera”. Decenas de hombres y mujeres, niños y ancianos trabajan intensamente para reparar los destrozos del camino, causados por las lluvias.

Cada año ocurre lo mismo: los aguaceros hacen intransitables las brechas y las comunidades quedan aisladas. También cada año son los propios pobladores quienes las reparan. La faena es encabezada por la autoridad de la comunidad: el comisario. Con lista en mano confirma que todas las familias de Joya Real, perteneciente a este municipio, hayan enviado a dos integrantes para hacer el trabajo. Verifica que las 106 personas realicen las tareas asignadas. No reciben recursos ni material de alguno de los tres niveles de gobierno.

—Tenemos que arreglar el camino para que entre qué comer, y para que podamos salir en caso de emergencia por enfermedad. Además, ya mero vienen los muertitos y necesitamos traer veladoras y flores –explica uno de los indígenas en español entrecortado, entrevistado poco antes del Día de Muertos.

Deberán emparejar otros 15 kilómetros hasta llegar a una brecha más amplia, que ya estará a cargo de otras comunidades. Calculan que en 2 semanas de trabajo diario lo conseguirán. Aproximadamente 40 kilómetros los separan de la cabecera municipal. Y otros 80 de Tlapa, la ciudad más cercana.

“El gobierno no ayuda aquí, pues”. “No vienen con la gente pobre de [La] Montaña”. “Si nosotros no arreglamos [el] camino, nunca va a haber paso”. Los reclamos se multiplican ante los reporteros.

—¿Este camino es el único para llegar a la comunidad?

—Sí. Por eso mucha gente se muere cuando se enferma, porque luego no se puede salir. Ni tampoco puede llegar nadie.

Agregan que un camión con maíz y abarrotes volcó en agosto de 2012 varios kilómetros antes de llegar a esta zona. “Y quienes hicimos el gasto fuimos nosotros”.

“[El] gobierno no manda nada. Y si manda, se queda en el municipio. Dicen que hay dinero para los pobres. Pues alguien se lo ha de estar chingando, porque ni modo que no se hayan dado cuenta [de] que aquí estamos jodidos.”

El Consejo Nacional de Población y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo consideran a Cochoapa el municipio más pobre de México. El último censo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), realizado en 2005, señalaba que el 98.63 por ciento de la población no contaba con servicios de salud y el 75.81 de los habitantes mayores de 15 años no sabía leer ni escribir. Además el 93.72 de los hogares no contaba con baño ni drenaje.

Luego de dos administraciones federales panistas; una estatal priísta y otra perredista, la realidad de Cochoapa pareciera no cambiar. No se ha construido un sólo hospital; la mayoría de las comunidades no cuenta con servicios médicos; hacen falta escuelas y maestros; mujeres en labores de parto y niños mordidos por serpiente siguen muriendo en las agrestes brechas.

Joya Real

La comunidad amanece con el estruendo de las “campanadas” de la iglesia. En realidad se trata del ruido de bocinas a altos decibeles instaladas en las torres del templo. La comunidad cuenta con luz eléctrica desde hace 2 años. Al faltar 15 minutos para las 7 de la mañana, suenan 12 “campanadas” y el “viva Cristo rey”.

Los niños caminan presurosos a la escuela primaria. La mayoría viste el uniforme escolar: camisa a cuadros rojos y blancos y pantalón o falda azul. Algunos calzan huaraches; los más, asisten descalzos. Aprovechan los minutos antes del inicio de las clases para jugar a las canicas o correr por el pasillo.

Como sus demás compañeros, Felipe carga sus cuadernos en bolsa de costal, la misma que ocupa para comprar abarrotes en la tienda. Coloca las asas en su cabeza y deja caer la bolsa con sus útiles escolares sobre su espalda, como cuando –auxiliado por el mecapal– carga leña o la cosecha. Es de los que calzan huaraches, aunque sean tres o cuatro números más grandes que su talla y sus pies los arrastren para que no se le salgan. Arrastra también los dobladillos de su pantalón y en su cintura se hace bolas la mezclilla, amarrada con un lazo: también es alguna talla más grande de la que necesita. Por el contrario, los puños de su camisa roja rebasan apenas los codos. Es tan pequeña que no puede abotonarla y deja al descubierto su abultado vientre.

Cuatro salones y una dirección conforman la escuela. Paredes de concreto, techos de lámina, ventanas rotas, pisos de cemento, pizarrones de plástico. En una de las “mejores” escuelas de La Montaña profunda, ni un sólo aparato multimedia o una computadora. Menos aún, servicio de internet.

—Según los gobiernos panistas, todas las escuelas del país cuentan con servicios multimedia desde el sexenio de Vicente Fox…

La maestra Rocío Luz Medina interrumpe la pregunta con una carcajada. Se contiene. Responde:

—No, nada de eso. Desgraciadamente eso nunca ha llegado por acá. Apenas si llegó una máquina de escribir.

En la escuela primaria Ignacio Comonfort, la única en Joya Real, están inscritos 203 alumnos. Otros 60 de la comunidad no reciben educación formal alguna: durante el periodo de inscripciones se encontraban trabajando con sus padres fuera de La Montaña.

—Por eso ya no podemos recibirlos; y, aunque quisiéramos, no hay dónde meterlos –explica la profesora Luz Medina–. Las necesidades son muchas. Las aulas y las butacas están muy dañadas. Y las butacas no alcanzan para todos los niños. Sentamos a dos niños donde sólo debe ir uno. Y pues se les dificulta hacer sus trabajos. También necesitamos aulas. Ahorita una maestra atiende los grados de cuarto a sexto en sólo un salón: 55 alumnos. Y entonces es difícil desarrollar la clase y moverse en el aula.

—Cuántos salones necesitan…

—Por lo menos otros cinco. Pero también es necesario que se reparen los que tenemos. Todos tienen goteras. Cuando llueve, debemos interrumpir la clase para sacar el agua. Continuamos la clase aunque el salón esté húmedo. El gobierno dice que debemos ofrecer una “educación de calidad”, pero cómo vamos a dar una educación de calidad si no tenemos las herramientas básicas.
Los niños asisten a la escuela sin haber probado bocado alguno. Desayunan hasta la hora del receso, cuando las dos maestras con que cuenta la escuela interrumpen las clases. “Reanudamos a las 11 porque las viviendas de algunos niños están lejos”, explica Rocío. Aunque los desayunos escolares gratuitos son también un derecho, a esta escuela sólo llegan esporádicamente. Desde el 20 de agosto de 2012, cuando inició el ciclo escolar, los niños de Joya Real no han recibido desayuno alguno. Tampoco han llegado los libros de texto gratuitos.

—El profesor Arturo Victoriano Castañeda, quien es el supervisor de esta zona, ya ha hecho las gestiones para que los traigan. Nos avisaron que llegarán en cuanto terminen las lluvias, pues no se puede transitar ahorita por los caminos. Mientras, nosotras [las profesoras] hemos comprado libros comerciales para basarnos en los contenidos de lo que enseñamos.

—¿Los niños cuentan con útiles escolares?

—Los niños, sus familias, no compran útiles, por la pobreza. Nosotras gestionamos que nos envíen lápices, cuadernos, borradores, sacapuntas, reglas, juegos geométricos. No nos basta para todo el año. En cuanto se les acaban, sí les decimos a los papás que hagan lo posible por comprar algunos útiles. Hemos procurado que todos los niños tengan lo básico. Los diccionarios nada más se les dan a unos cuantos: nada más a los de quinto y sexto, pues no tenemos para todos.

—¿En la comunidad hay alguna oportunidad para seguir estudiando después de haber concluido la primaria?

—Gestionamos una telesecundaria y ya la tenemos desde hace 1 año. Sólo contamos con un maestro. Pero todavía no podemos decir que es una opción real. De cada 10 alumnos que salen de la primaria sólo uno se inscribe a la telesecundaria. Es que hay muchos obstáculos para que los niños puedan estudiar.

La profesora –quien ha tenido la oportunidad en dos ocasiones de cambiar su lugar de trabajo a las ciudades pero la ha rechazado “porque aquí necesitan más de un maestro”– se refiere a las condiciones sanitarias de la región:

“No se cuenta con atención médica. Es necesario que haya una clínica equipada ya no digamos para cada comunidad, sino para la zona. Muchas veces los niños vienen muy enfermos a la escuela. La mayoría sufre de enfermedades del estómago, parásitos. Por eso faltan o vienen con sueño. No hay agua potable. Lo que hay es un pocito. De ahí todos van a traer. Y los caminos… ¡Uh! Están un poquitito mal”, dice, entre risas.

El comandante de la comunidad, Antonio Zeferino Vázquez, considera que lo más urgente es la construcción de una clínica. Camisa desabotonada, mangas a los codos, huaraches de tres puntadas, habla sólo en na’saavi, como todos los de Joya Real. Traduce, como en todas las entrevistas con indígenas monolingües, Eulogia Flores, del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan.

—Doctores vienen de paso; pero no vienen a atender. Por eso los señores fiscales de la comunidad quieren que ya esté una clínica aquí para que haya doctores de manera fija siempre y se puedan atender las mujeres embarazadas. Luego a las mujeres hay que llevarlas hasta Ometepec o Tlapa. Y muchas llegan a fallecer en el camino o dan a luz también en el camino. Y los niños regresan muertos.

A espaldas de Antonio Zeferino, las puertas apolilladas de la casa de salud permanecen cerradas.

—Ahorita mi señora tiene dolor de espalda, le duelen su panza y su cabeza. Y no hay nadie que la pueda atender.

—Qué hacen en situaciones como ésta, cuando no hay médico.

—Nada más hacemos la costumbre: rezamos. Pero no es suficiente. Queremos clínica. ¿Por qué en las ciudades hay hospitales que funcionan las 24 horas y aquí no?

Quien también se encontró con las puertas cerradas es Francisca Rodríguez, una madre de aproximadamente 40 años, quien viene de una comunidad más pequeña: Cascada del Zorro. Ha recorrido varias comunidades en busca de medicamentos o médicos para su hija. Lamenta que las promesas de campaña de los candidatos sólo queden en mentiras.

Infografía:

Infografía estática

Cascada del Zorro

El caso de Francisca y su hija no es el único. Una docena de madres se agolpa frente a la casa de salud de la comunidad. Saben que no hay médico, pero quieren mostrar a los reporteros sus hijos afectados por el salpullido. Niños y niñas menores de 11 años exponen brazos, piernas y torsos. En todos, la piel reseca, abundante en granos viscosos.

Leonor descubre el torso de su nieta. Lorena, de 13 meses de edad, no reúne fuerzas para resistirse. Enfermó hace 2 semanas. Su cuerpo blancuzco se cubrió de granos y ronchas, y se quedó sin apetito. No terminan de cicatrizar las primeras erupciones cuando, sobre éstas, brotan más forúnculos de pus y sangre. La concentración de pústulas en la espalda baja de la niña colorea su piel de rojo oscuro.

La abuela de la menor, como otras mujeres de la comunidad, ha recorrido a pie las comunidades aledañas en busca de un médico. En ninguna lo ha encontrado. Se resigna a esperar que Lorena sane por sí sola o que una caravana de salud visite la comunidad, encajada en la región de La Montaña profunda de Guerrero. Sí, sabe que una tercera posibilidad es que el mal se agudice y que, incluso, su nieta muera.

Abren la casa de salud construida por los mismos habitantes hace aproximadamente 10 años: paredes de adobe, puerta de madera desvencijada, piso de tierra, sin luz eléctrica; una mesa de madera carcomida, tres tablas colocadas a manera de anaqueles y tres sillas de plástico completan el “consultorio”. Nunca han contado con médico. De vez en cuando –cada 2 meses si tienen suerte– una brigada de enfermeras llega a la zona.

—¡Pero sin medicinas! –ataja Francisca.

Nadie piensa en sacar a su enfermo de la comunidad, por lo menos hasta que se instale plenamente la temporada de secas. Necesitarían pagar el servicio de una camioneta que viniera desde la cabecera municipal, en un recorrido de aproximadamente 30 kilómetros de brechas anegadas. Luego, que trasladara al enfermo hasta la ciudad de Tlapa, donde hay hospitales, 80 kilómetros más allá de la cabecera, por carretera profusa de baches y derrumbes. El costo alcanzaría los 3 mil 500 pesos. Si a eso le suman los alimentos, medicinas y atención médica, el monto requerido rebasaría los 6 mil pesos, calculan.

El drama de estas familias es que si deciden trasladar a sus enfermos y éstos mueren, el costo y los trámites de regresar a un difunto a su tierra se incrementa al doble. “Mejor aquí esperamos”, señalan.

Un niño de unos 9 años intenta ocultar su vientre, abultado por parásitos, tras una delgada camisa. Sin botones, cierra su prenda con un seguro metálico. Tampoco ha recibido atención médica. Pero es el común de lo que padecen los niños en esta comunidad.

Como en toda La Montaña, se habla en na’savi o mixteco. Las madres ya han recurrido a los rezos y a la medicina tradicional. Sólo han podido curar el espanto, una enfermedad recurrente entre los niños, y reclaman la presencia de un médico (“con medicinas”).

Las mujeres visten huipil y falda tradicional que ellas mismas elaboran: manta bordada con representaciones de aves y flores, principalmente. Los hay rústicos y también refinados. No identifican la pobreza o la riqueza. Aquí, todos son pobres extremos: las necesidades básicas de alimentación y salud no están satisfechas nunca.

Las nubes se levantan. Se deshacen en hebras blancas y dejan ver, en lo alto, la caída de agua que da nombre a la comunidad: el cauce de un río se corta abruptamente al final de una peña reventada. El agua cae por aproximadamente 200 metros y, antes de encontrar nuevos senderos en la montaña, se expande, como esponjada cola de zorro.

San Pedro El Viejo

Varios kilómetros antes de llegar a San Pedro El Viejo se pueden observar las torres de su iglesia. La cúpula y los campanarios sin campanas son los únicos que destacan, incluso, a la entrada de la comunidad. Las pequeñas casas de adobe y las chozas de palopique contrastan con la opulencia del templo y del curato. Construidos por un arquitecto enviado por el gobierno del estado, constituyen las obras más importantes en una comunidad carente de servicios de salud y de piso firme en los hogares.

—¿Se encuentra el cura? –se le pregunta al grupo de hombres que recibe a los reporteros.

—No. Aquí no hay –responde el comisario.

—¿Y por qué tienen curato?

—Para cuando venga… Viene cada año, en la fiesta, a hacer misa.

Contralínea visitó esta comunidad a finales de 2006. Entonces ya se había iniciado la construcción de la iglesia. La escuela y la casa de salud se encontraban cerradas y apunto del derrumbe.

La casa de salud es la misma. Incluso de sus paredes de adobe cuelgan los mismos carteles, que ya lucían descoloridos y rotos hace más de 6 años. El deterioro se ha profundizado. El consultorio se encuentra a oscuras, como toda la comunidad. Aunque el servicio eléctrico fue instalado en 2011, se interrumpió con las primeras lluvias de la temporada, en junio pasado. No ha sido reparado.

Una mesa apolillada, cubierta con papel de estraza y una silla de plástico constituyen el despacho del médico, quien visita la comunidad cada año por algunas horas. Se observan en el anaquel –tres tablas desvencijadas superpuestas unas sobre otras– algunos medicamentos, de los que los pobladores desconocen su uso. En el rincón, una banca apolillada junto a una caja de cartón que contiene documentos húmedos y amontonados, tal vez expedientes clínicos. En el cuarto contiguo, tablas arrumbadas que alguna vez se pensó que se utilizarían para construir camas para pacientes.

El aguacero arrecia. Las goteras de la casa de salud se convierten en chorros. El agua trasmina también las paredes de adobe.

Dos menores observan desde la puerta de su casa. Un niño de aproximadamente 3 años de edad, completamente desnudo, se esconde detrás de su hermana, de alrededor de 8 años. Algunas manchas de jiotes se observan en sus rostros. Aunque el cuerpo moreno del niño se mimetiza con la tierra y los adobes rojizos, su vientre destaca de inmediato. Su volumen no parecería corresponder con el de sus delgados brazos y piernas.

Hace más de 1 año, a decir de los pobladores, vino un médico. Cada 2 meses los visita una brigada de enfermeras… Si no es temporada de lluvias. La ausencia de carreteras los aísla durante “las aguas”, temporada que transcurre de junio a octubre. A la zona sólo pueden llegar algunos vehículos: aquellos que cuentan con tracción 4×4 y que son lo suficientemente altos para sortear los desniveles del terreno. Los conductores deben constantemente descender de sus vehículos para acomodar o quitar piedras. En algunas brechas, sólo con palas y picos se le puede abrir paso a los vehículos.

Ahora la comunidad cuenta con una nueva escuela, construida con cemento y equipada con pupitres y pizarrones nuevos. Fue levantada en 2007. Sin embargo, consta apenas de un aula y una dirección escolar, las cuales son atendidas por el profesor Federico Casimiro, quien funge como director y maestro multigrado de primero a sexto año.

“Pésima” es la palabra que inmediatamente brota de los labios del maestro cuando se le pregunta de la situación de los niños montañeros. No se refiere exclusivamente a las condiciones educativas. Los niños asisten a la escuela sin haberse alimentado.

Explica que, además, se necesitan más maestros “para que la educación sea en verdad de calidad”. Él solo debe dar clases de primero a sexto año y debe llevar la administración de la escuela.

Sonríe irónicamente cuando se le recuerda que el gobierno de Guerrero y el federal han insistido en que ya no se requieren más maestros de educación primaria y por ello deben cerrarse las escuelas normales rurales. Guarda silencio. Sopesa su indignación. Agrega:

—Qué les puedo decir yo. De todas las comunidades que hay alrededor, ésta es la única con escuela. Y soy el único maestro. Y qué me dicen del rumbo de Cruz Verde, donde desde hace años no se para un maestro. O del rumbo de Costa Rica, donde tampoco hay escuela. O de éste otro, de Dos Ríos, que hacen falta maestros… –Y señala alternativamente hacia los cuatro puntos cardinales: acantilados y cañadas con chozas desmenuzadas a lo lejos.

En San Pedro El Viejo están inscritos 28 niñas y niños. “Son de los que vamos a informar a la Secretaría de Educación [Pública de Guerrero]; pero hay otros que no tienen papeles y que de todas maneras se les recibe aquí en la escuela”. Federico Casimiro se refiere a los menores que no han sido registrados y que, por tanto, no cuentan con acta de nacimiento. Son ocho en esa comunidad. Dos de ellos ya han rebasado los 12 años de edad.

—Pero en realidad en esta comunidad hay más de 60 niños. No vienen a la escuela porque se van a trabajar con sus padres –señala Federico Casimiro.
El presupuesto anual para el mantenimiento de la escuela y la compra de útiles escolares y material didáctico ascendió, en 2012, a 5 mil pesos. La última vez que recibieron desayunos escolares fue en mayo del año pasado.

Federico Casimiro, él mismo indígena originario de una comunidad de Ayutla de los Libres, no solamente es el maestro de la escuela. Las necesidades en San Pedro El Viejo lo han transformado en enfermero y en gestor de la comunidad ante los tres niveles de gobierno constituidos en México: federal, estatal y municipal.

—El comisario me ha pedido que elabore una solicitud para que se construya una clínica con doctores y enfermeros. Aquí no llegan los doctores. Se ha muerto mucha gente. Y los niños, como pueden ver, están muy desnutridos. Pero en todo hay rezago. No hay carreteras. Hay que solicitar que se construyan. En esta temporada [de lluvias] muchas comunidades quedan incomunicadas y no hay manera de salir o entrar. Aquí no hay tampoco teléfono. Estamos totalmente incomunicados.

—¿Qué lo motiva, profesor, a trabajar en estas comunidades?

—Como de lo que come esta gente. Soy de la misma raza. Crecí en una comunidad como ésta y también fui a una escuela como ésta. En estas comunidades es donde debo estar. Aquí debo echarle ganas. Por méritos que he ido haciendo ya me iban a cambiar a un lugar menos apartado; pero la gente de aquí me pidió que no me fuera porque quién sabe cuando traerán otro maestro. Y decidí quedarme. Para ir a cobrar mi quincena debo ausentarme 2 días. Pero se los repongo a los niños con clases sábado y domingo.

Los pobladores muestran sus casas sin “piso firme” y sin luz eléctrica. Virginio Mendoza, de aproximadamente 70 años, abre la puerta de su hogar: una choza de paredes de palopique y techo de lámina de cartón. Una mujer de más de 50 años y una niña de 12 preparan tortillas. Baten la masa nixtamalizada y en gruesos discos la colocan sobre el comal. El humo de las brasas inunda toda la casa a pesar de la porosidad de las paredes. Del techo cuelgan las últimas mazorcas de la cosecha más reciente. En una esquina, los petates enrollados y dos montones de ropa.

Cabecera municipal

El municipio más pobre de México cuenta con un palacio municipal de 8 millones de pesos: 30 metros de largo y cuatro niveles; auditorio y una docena de salones, la mayoría, semivacíos. El piso de cemento se extiende a las calles aledañas del recinto. Más allá, sólo calles hechas lodo.

El presidente municipal, Luciano Moreno López, no se encuentra en la región. Su equipo, encabezado por el secretario Maximiliano Díaz García, recibe a los reporteros. Aseguran que recibieron el 30 de septiembre de 2012 una administración sin un peso, pues “todo lo gastaron los del presidente municipal anterior”.

Díaz considera que “es urgente” la “realización de obra pública”. Todos los caminos de Cochoapa a los anexos “están horribles”.

—¿En el municipio se cuenta con servicios médicos?

—Aquí en la cabecera hay una clínica con dos médicos y tres enfermeras. Pero no se puede hacer mucho, porque a la mayoría de los enfermos se los tienen que llevar para Tlapa (la ciudad mestiza más cercana, a 80 kilómetros de carretera profusa de baches y derrumbes). La gente se muere por enfermedades, porque no hay tratamiento ni medicamentos ni quien los atienda. Es que son muchos pueblitos.

Antonio Lorenzo, regidor de Salud, señala que ya se encuentra levantando un censo para solicitar la creación de un hospital general. “Las mujeres [embarazadas] a veces se quedan en el camino y no pueden llegar a Tlapa. No tenemos brigada médica que llegue a las comunidades más apartadas. Mucha gente no recibe atención médica de ningún tipo. Y, como municipio, no contamos ni con un vehículo para apoyar en el traslado de enfermos”.

Agrega: “No hay medicamentos en todo el municipio. Las enfermeras que tenemos en la cabecera no se dan abasto para atender a las miles de personas de todo lo que comprende Cochoapa. No se cuenta con materiales ni de primeros auxilios”.

—De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en los últimos años se incrementó la violencia en La Montaña guerrerense; ¿es lo que ocurrió en el municipio de Cochoapa? –se le pregunta al secretario Maximiliano Díaz.

—La policía que tenemos no se da abasto. El municipio tiene 24 policías con dos patrullas que funcionan y una descompuesta. No podemos abarcar todas las comunidades. Por eso también pediremos ayuda a la policía comunitaria que ya tienen unas comunidades.

—¿Cuáles son los delitos que más se cometen en la región?

—Los más graves: asesinato y envidia. También hay emborrachamiento, golpes a las mujeres y brujería.

Aunque el municipio es habitado por na’saavi y algunos me’phaa, su nombre oficial, Cochoapa, es náhuatl. Río de los Pericos es su topónimo. Se trata del municipio de más reciente creación de los 81 que integran el estado de Guerrero. Se creó por decreto publicado en el Periódico Oficial del Gobierno el 13 de junio de 2003. Anteriormente, todas las comunidades de Cochoapa pertenecían al municipio también montañero de Metlatónoc.

En los caminos terregosos que comunican las comunidades montañeras, mujeres, hombres y niños caminan aprisa. Algunos calzan huaraches, la mayoría anda descalza. Las mujeres cargan un hijo a la espalda y, entre sus sobacos, tercios de leña o bultos de masa de maíz. Los hombres levantan sobre sus hombros costales de mazorca; su machete cuelga de una correa por sus espaldas.

Como una bendición observan a las escasas camionetas que se aventuran por La Montaña en época de lluvias. Piden el aventón. Suben sus cargas a la caja del vehículo y enseguida trepan. El conductor reanuda su marcha. Hombres, mujeres y niños se aferran a los tubulares. Se les ve zangolotearse en la parte posterior de la camioneta. Silenciosos. No dirán una palabra. Apenas golpearán en el toldo del vehículo para indicar el lugar en que deben apearse. Agradecerán mostrando rápidamente la palma de la mano a la altura de la cara y continuarán su trayecto veredas abajo, rumbo a su choza.

En la época de mayor humedad en La Montaña, la cordillera de peñascos adquiere un color verde. Maleza, arbustos y árboles enanos cubren, como un tapete temporal, los filosos acantilados. Las laderas y los pequeños valles lucen amarillentos: han sido abiertos a la labor; en la milpa o tlacolol las cañas de maíz han espigado. Descuellan sus puntas maduradas por el sol. *Integrante de Regeneración Radio)

Despojo sobre despojo

“Traíamos varias cosas, entre ellas más de 40 mil pesos: todo lo que juntamos dos familias en varios meses de trabajo. Y todo se perdió. Regresamos más pobres que cuando nos fuimos”. Cecilia habla en na’saavi, despacio, casi en voz baja.

Los destellos de luz dejan ver, por momentos, la cicatriz de su pómulo izquierdo. Hijo, hijas, nietos, nuera y esposo la rodean. En casi todos, costras de sangre en la cara por raspaduras. “A unos no se les nota, pero están mal”. Señala a un niño de 3 años de edad, Arturo. Le descubre el pecho para mostrar “un huesito salido”: la clavícula, que pareciera estar descolocada.

—¿Ya lo revisó un médico? –se le pregunta.

—Sí. Nos revisaron a todos. Y dijeron que estábamos bien y que nos fuéramos a nuestras casas porque no teníamos nada. Ya cuando llegamos aquí vimos que Arturo tenía un huesito salido. Pero no es el único. Yo también tengo mucho dolor en la espalda.

Antonino, padre del niño e hijo de Cecilia, agrega: “Queremos que nos regresen nuestras cosas y nuestro dinero; la policía fue la que se quedó con todo”. También habla con timidez. Sus palabras no suenan a exigencia, sino a resignación. Saben que no recuperarán su patrimonio.

La familia Victoriano habla desde su casa de adobe, tejamanil y lámina de cartón, ubicada en la comunidad de Joya Real, en La Montaña de Guerrero. La noche, sin luna, es húmeda. Los aguaceros de la tarde alborotaron a las cigarras que rechinan con estridencia.

Los Victoriano –desde los abuelos hasta los nietos– migraron a San Quintín, Baja California, en mayo de 2012 para contratarse como peones acasillados en una plantación de tomate. Luego de 4 meses de rudos trabajos, decidieron regresar. Entre todos –cinco adultos y tres menores– lograron reunir 30 mil pesos. Otra familia de Joya Real que se quedó en la plantación les dio 10 mil pesos para que, como favor, los guardaran en la comunidad.

El autobús volcó la madrugada del 5 de septiembre pasado, muy cerca de la comunidad de Xochihuehuetlán, ya próxima a La Montaña de Guerrero. “Sucedió como a las 2 de la mañana; el chofer venía durmiendo y el autobús se salió de la carretera. Quedamos desmayados unos y atrapados otros. Como a las 3 llegó la Policía Federal”.

Los Victoriano regresaban junto con familias de otros municipios montañeros. En total, 38 adultos viajaban en el autobús, además de un número indeterminado de menores de edad. “A Arturo se le encimó toda la gente; Emilia se fracturó su nariz; mi mamá quedó mal de la cadera… Y hubieron muchos otros heridos”, explica Antonino.

Los policías federales acordonaron el lugar; las ambulancias se llevaron a todos a distintos hospitales; y los indígenas na’saavi no volvieron a saber de sus cosas ni de su dinero”.

Así de fácil. Sin consecuencias para nadie, los indígenas fueron despojados de su patrimonio. En el hospital, les suministraron analgésicos y los pusieron en la calle. Llegaron por sus propios medios a sus comunidades sin dinero ni enseres domésticos.

“Me sentí triste en ese momento porque todas las autoridades sólo hablaban español y no entendí nada”, dice Antonino. Explica que sólo querían tener una vida mejor. “Nosotros salimos a San Quintín a cortar tomate, porque aquí no hay trabajo. Somos pobres y quisimos ir a ganarnos un dinero. Ya no vamos a volver a salir, mejor nos quedamos aquí aunque ni pa’ comer tengamos”.

La familia Victoriano era una de las miles que dejan La Montaña de Guerrero para no morir de hambre. En la zona más pobre del país, comunidades nahuas, na’saavi y me’phaa quedan completamente vacías, pues los pobladores se enganchan como jornaleros agrícolas de plantaciones ubicadas en el centro y el Norte de la República. El Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan ha documentado que hasta 20 mil indígenas emigran de la zona anualmente.

Fuente
Contralínea (México)