La semana que acaba de terminar se vio marcada por una serie de indicios que ilustran la existencia de un cambio fundamental en el discurso político y mediático estadounidense sobre Siria, como preludio de una franca confesión del fracaso del plan de Washington para ese país, confesión que debería producirse después de la cumbre ruso-estadounidense.
Por ejemplo, fue con toda intención que Washington dejó que se supiese que el presidente Barack Obama rechazó un plan para entregar armas a los rebeldes sirios, plan que había sido presentado por Hillary Clinton, David Petraeus y Leon Panetta, tres personajes que no forman parte de la nueva administración. Ese trío dirigía la guerra universal contra Siria en materia de seguridad así como en los planos militar y económico.
El nuevo secretario de Estado, John Kerry, enfatizó en sus declaraciones la necesidad de alcanzar una solución política de la crisis a través de negociaciones entre las oposiciones y el Estado nacional sirio, bajo la dirección de su presidente Bachar al-Assad. Kerry preparó el terreno para un posible encuentro con Assad, haciendo para ello declaraciones sobre la existencia de «ideas» que pudieran convencer al presidente sirio para que negocie con sus detractores. Es importante señalar aquí que la proposición ya presentada por el presidente Assad, el 6 de enero de 2013, es la única iniciativa seria para la organización de un diálogo y de algún tipo de asociación con la oposición. Sin embargo, el nuevo jefe de la diplomacia estadounidense parece querer preparar a su propia opinión pública y a los gobiernos de la región en función del escenario que él mismo sueña, pero que no le será fácil concretar: una imagen que lo muestra, en su calidad de secretario de Estado, presentando sus respetos al presidente de Siria, un dirigente a quien Washington creyó poder derrocar.
Todo el que siga de cerca el desarrollo de la crisis siria no puede más que sentir asco ante la actitud engañosa e hipócrita de Estados Unidos, que a través de la Casa Blanca, del Pentágono y del Departamento de Estado ha desatado una avalancha de declaraciones en las que se afirma que el Frente al-Nusra –conformado por elementos provenientes de al-Qaeda– es la principal amenaza para la seguridad del mundo árabe y de los países occidentales. ¿Y quién movilizó a esos terroristas provenientes del mundo entero para enviarlos a Siria? ¿Quién ordenó a Turquía, a Qatar, a Arabia Saudita, a Libia y a la Corriente del Futuro libanesa proporcionar dinero, armas, entrenamiento, apoyo logístico y cobertura política y mediática a los grupos takfiristas? ¿No fue Estados Unidos? ¿Cuál es el secreto de este brusco cambio de actitud?
Podemos estar seguros de que no se trata de un despertar de la conciencia estadounidense. Es simplemente el resultado del fracaso del plan occidental contra Siria que se ha estrellado contra la resistencia tenaz y encarnizada del pueblo y del ejército sirio y de sus aliados en la región y a través del mundo, la inquebrantable determinación de Bachar al-Assad, a quien no han podido doblegar y que ya se prepara para una nueva victoria histórica luego de sus éxitos en Irak, en la guerra de julio de 2006 en el Líbano y –por dos veces– en Gaza, en 2008 y en 2012.
El imperio estadounidense ha perdido su guerra contra al-Assad y contra Siria y ahora se prepara para aceptar el mecanismo destinado a poner fin a la violencia, mecanismo propuesto por el presidente sirio. O sea, Washington se verá obligado, en un futuro próximo, a aplicar una serie de compromisos que tienen que ver con el cese de las entregas de armamento y de fondos que sus vasallos de la región hacen llegar a los grupos terroristas.
Comenzarán entonces los verdaderos problemas para esos países.
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