Mientras los índices de pobreza y violencia se incrementan entre el grueso de la población, un sector siempre gana: el de los banqueros. Y aunque se le ha implicado en usura, lavado de dinero, corrupción y fraude, tiene garantizada la impunidad
Era inevitable que –como una mosca en las viandas– la sombra de la corrupción que involucra a las empresas Oceanografía y Petróleos Mexicanos (Pemex) gravitara embarazosamente sobre la Convención Nacional Bancaria. Ese añejo, tedioso e inútil ritual monárquico –más allá de los símbolos de supremacía– donde anualmente se reúne la nobleza de las altas finanzas, los verdaderos dueños del poder económico y político del país –aunque con actores transmutados, porque la mayoría de los oligarcas especuladores casabolseros criollos se vieron obligados a heredar sus espacios a los robber barons foráneos a partir de 1997, después que llevaron al desastre al sistema bancario y financiero en 1995– y sus administradores gubernamentales en turno, se reúnen con el objeto de repartirse melosas lisonjas.
Era ineludible el bochorno de los comensales, en un ambiente que apestaba más que en Dinamarca, merced a la saturación de malolientes. No sólo porque al supurar el absceso en Estados Unidos, poco antes de dicha convención, la purulencia salpicó y ensució al anfitrión técnico: Javier Arrigunaga Gómez del Campo, el reelecto presidente de la Asociación de Bancos de México (ABM) para el periodo 2013-2014 y director general del Grupo Financiero Banamex, el segundo consorcio extranjerizado más grande del país, cuyo banco, Banamex, fue el principal chamaqueado por los ingeniosos dueños de Oceanografía, por un monto de 400 millones de dólares. Ese quebranto obligó a la matriz del grupo, el Citigroup, a ajustar sus ingresos de 2013 a la baja, en 235 millones de dólares, y a soportar que un gran jurado y la Corporación Federal del Seguro de Depósitos, ambos estadunidenses, husmearan en los renglones torcidos de sus hojas de balance, por presuntas violaciones al secreto bancario y las leyes contra el lavado de dinero.
De por sí, el pasado de Javier Arrigunaga, como servidor público, es cochambroso.
Él, como licenciado en derecho, fue responsable de instrumentar el programa de rescate de los bancos quebrados durante el zedillismo, el cual violentó el estado de derecho y en su momento fue calificado como “el robo del siglo”. En términos contantes y sonantes, al cierre de 2013, las tropelías cometidas por los neobanqueros salinistas fueron cuantificadas por el Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB) en 924 mil 836 millones de pesos (pasivos brutos), equivalentes al 5.1 por ciento del producto interno bruto (PIB). En términos netos, es decir, si se descuentan los recursos líquidos, suman 830 mil 400 millones de pesos, el 5 por ciento del PIB. Hacienda, empero, señaló que los pasivos netos ascienden a 846 mil 236 millones de pesos, equivalentes al 13 por ciento del saldo histórico de los requerimientos financieros del sector público (6.5 billones de pesos).
Gracias al generoso salvamento diseñado por Ernesto Zedillo, los entonces titulares de Hacienda y Crédito Público Guillermo Ortiz y José Ángel Gurría, y Arrigunaga, el operador del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa, transformado en el IPAB en 1998), los especuladores casabolseros salvaguardaron sus patrimonios. Pero alguien tiene que pagar el rescate. Al socializar las pérdidas, el costo del rescate de la nacionalización disfrazada, convertido en deuda pública, en una pesada lápida, fue trasladado hacia la espalda de la población. Ésta ha pagado los intereses devengados en poco más de 15 años; y, como en la era de la servidumbre, los continuará pagando a perpetuidad, en tanto no se cancele definitivamente el saldo total de tales débitos.
Mientras maniobraba desde las catacumbas del Fobaproa, y como un Hércules limpiaba el estercolero de los establos de los Augías financieros, Arrigunaga ayudó a Banamex a barrer la basura de sus estados contables. La cantidad involucrada fue de 60 mil millones de pesos, la cual fue graciosamente transformada en deuda pública. Después, una vez saneado, en 2001, los dueños del Grupo Financiero Banamex-Accival, Roberto Hernández, Alfredo Harp Helú y Alejandro Betancourt, decidieron venderlo a Citigroup en 12 mil 500 millones de dólares. La transacción fue realizada a través del mercado de valores. Como en ese momento las operaciones bursátiles estaban libres de gravámenes, Hernández, Harp y Betancourt se ahorraron un pago de impuestos estimado en 3.5 mil millones de dólares, unos 35 mil millones de pesos. A decir de Gabriel Reyes, exprocurador fiscal de la Federación, “la operación [causó el] mayor quebranto fiscal en la historia del país, al omitirse el pago de contribuciones por más de 3 mil 500 millones de dólares, acudiendo a una nueva simulación, consistente en hacer pasar dicha transacción como si se tratase de una operación espontáneamente surgida en el seno de la Bolsa Mexicana de Valores” (Roberto Garduño y Roberto González Amador, “Autorizó Gil Díaz venta de Banamex que provocó enorme quebranto fiscal”; www.jornada.unam.mx/2008/09/21/index.php?section=politica&article=003n 1pol ).
Fue un lindo negocio para Hernández, Harp y Betancourt. Y pésimo para la hacienda pública y la población.
Gracias a la magnanimidad oficial, hoy en día Hernández y Harp pueden enseñorearse en el listado de los hombres más ricos del mundo, según la revista Forbes, con una fortuna por 1 mil 800 millones de dólares y 1 mil 500 millones, respectivamente.
Pero no todo es turbio.
En virtud de su corazoncito filantrópico, en febrero pasado, Harp fue inmortalizado por el demócrata rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Narro, quien le puso a un deportivo el nombre de CP Alfredo Harp Helú. Así, con todo y su título nobiliario. Hernández ha sido más práctico. Sus obras pías han sido orientadas a beneficiar a uno que otro gobernante y partido de la derecha. Por ejemplo, en 2000, se dijo que puso a disposición de Vicente Fox y Ernesto Zedillo su isla caribeña, ubicada en Punta Pájaros, en Quintana Roo.
Por la cuantía de sus fortunas, empero, podría decirse que son unos pobres ricos, comparados con Carlos Slim, Alberto Baillères o Germán Larrea, cuyas riquezas son tasadas, en ese orden, en 73 mil millones de dólares, 18.2 mil millones y 16.7 mil millones. Los dos últimos se han forjado, parcialmente, en la minería, en donde las condiciones laborales rememoran a la esclavitud colonial.
Los hombres de presa pueden ser agradecidos con sus siervos. Hernández aún aparece como presidente del Consejo de Administración del Banco Nacional de México. Ese empleado del Citigroup ayudó a que Arrigunaga fuera incorporado al grupo financiero transnacional, en mayo de 2002, y actualmente, en pleno escándalo, ocupa el puesto de director general Grupo Financiero Banamex.
Los estafadores, timados
La buena estrella de Arrigunaga se debe, en parte, a que está emparentado con Roberto Hernández, debido a sus lazos familiares con el fallecido abogado potosino Íñigo Laviada Arrigunaga, quien se casó con María Elena Hernández, la hermana del casabolsero; que su carrera ha sido al amparo del exsecretario Francisco Gil Díaz, como recuerda la columna Oficio de Papel (http://oficiodepapel.com.mx/contenido/?p=601 ); que es primo carnal de la consorte de Felipe Calderón Hinojosa (Margarita Zavala Gómez del Campo) y familiar de la cónyuge de Eduardo Bours, exdesgobernador de Sonora. El resto de su buen sino se debe a sus propias ambiciones. Por cierto, Gil Díaz fue denunciado porque, como titular de Hacienda, participó en la venta de Banamex pese a su conflicto de intereses, pues había sido subordinado de Hernández. El subsecretario era en ese entonces Agustín Carstens (Roberto Garduño y Roberto González, www.jornada.unam.mx/ 2008/09/21/index.php?section=politica&article=003n1pol).
El apostema también salpicó a Banorte, Interacciones, Bancomext, el holandés Rabobank Group, el Instituto Mexicano del Seguro Social, el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, Pemex, al Servicio de Administración Tributaria. El préstamo de Banorte a Oceanografía representa alrededor del 0.13 por ciento de su cartera crediticia total. De los contados bancos que quedan en manos de oligarcas mexicanos, Banorte es el mayor. Su dueño, el finado Maseco, Roberto González, arropó a Guillermo Ortiz, actual presidente del Consejo de Administración de Grupo Financiero Banorte.
Por extensión, la excrecencia también alcanzó a los desreguladores gubernamentales que asistieron al aristocrático convite: Enrique Peña Nieto; Luis Videgaray, secretario de Hacienda; Agustín Carstens; y Jaime González, presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores.
Todos quedaron embarrados por un escándalo que no pudieron seguir ocultando bajo la alfombra, debido al pésimo gusto de los estadunidenses.
Todos fueron puestos en ridículo por las estafas, por decirlo de una manera piadosa, ya que todos, defraudadores y desfalcados actuaron, por acción u omisión, como Fuenteovejuna.
Entre éstos, los esperpénticos controladores de los bancos encargados de velar por la ética y las sanas costumbres crediticias. Los administradores públicos responsables de cuidar la impoluta conducta de los intermediarios y de garantizar la pulcritud del sistema financiero mexicano trasnacionalizado y desregulado.
Según El Financiero, “los esfuerzos realizados por ejecutivos de Citigroup para reforzar los controles en Banamex fueron desairados por directores de la institución 5 años antes de que el banco estadunidense se enterara de que su unidad local había sufrido un fraude por 400 millones de dólares” (www.elfinanciero. com.mx/economia/banamex-desairo-controles-de-citi-antes-de-fraude-de-oceanografia.html). Pero ello equivale a que el ahorcado enseñe la cuerda en su propia casa. No puede soslayarse que el Citigroup siempre ha sido señalado por sus prácticas sucias –por ejemplo, el lavado de dinero–. En 2008 tuvo que ser apoyado financieramente por el gobierno estadunidense –por un monto del orden de una cuarta parte de su capital– para poder hacer frente a las pérdidas ocasionadas por sus inversiones tóxicas (hipotecas y derivados), estimadas estas últimas en 301 mil millones de dólares (http://elpais.com/diario/ 2010/01/20/economia/1263942005_ 850215.html). En la cima de la crisis financiera, tuvo que aceptar 45 mil millones de dólares a cambio de ceder acciones ordinarias y preferentes.
La creatividad contable falló. Al final, las aguas negras desbordaron a la “creatividad contable”.
Lo anterior no fue un “hecho aislado”, como podría decir Emilio Lozoya, director de Pemex, que así calificó la relación fraudulenta de la paraestatal con Oceanografía.
Aislado o no, el caso es que el colapso financiero global iniciado en 2008 dejó una fabulosa estela de bancos e intermediarios financieros reventados, heridos de muerte, lisiados, mutilados, intervenidos, desacreditados. Como en un salvaje campo de batalla. Todos hermanados por una curiosa manía: fueron víctimas de su propia desmesura desregulada, provocada por su pavloviana ambición de maximizar sus tasas de ganancias, que les motivó a arrojar por la borda el sentido de la prudencia y la ética que supuestamente caracteriza a la industria financiera.
Casos aislados o no, pero el hecho es que, sólo en Estados Unidos, el costo del rescate de su sistema financiero aún genera controversias. De acuerdo con la economista Nora C Ampudia Márquez, de una universidad libre de toda sospecha (la opusdeista Universidad Panamericana, de Guadalajara) los números danzan en un amplio rango: 1.2 billones de dólares para la Reserva Federal; 7.7 billones para Bloomberg; 16 billones para la oficina de contabilidad del gobierno; el Levy Economics Institute of Bard College estima que fue de 29 billones, entre enero de 2007 y noviembre de 2011 (www.milenio. com/firmas/dra-_nora_c-_ampudia_marquez/costo-rescate-financiero-EU-dlls_18_117168310.html). Únicamente las nueve principales entidades financieras del país, Citigroup, Wells Fargo, JP Morgan, Bank of America, Merrill Lynch, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Bank of New York y State Street, recibieron una inyección de capital por 125 mil millones de dólares. En España, el monto es de 220 mil millones de euros.
Lo único claro es que México y demás latitudes financieramente arrasadas guardan otra peculiar similitud: “Pocos meses después de que los contribuyentes de Estados Unidos les echaran una soga para salvarlos de la bancarrota, los grandes bancos le echan otra soga a quienes se ven incapacitados de pagar sus hipotecas, pero no precisamente para rescatarlos” (www.ipsnoticias.net/2009/05/economia-eeuu-bancos-rescatados-dedicados-a-ejecutar-a-pobres/). En 2011 la oficina de Christy Romero, inspectora general del rescate, señaló que 4 mil millones de dólares provinieron de los contribuyentes para ayudar a la industria financiera y a los fabricantes automotrices. En contrapartida, la industria financiera aplica la piedad de la horca: los embargos, las persecuciones judiciales, el bloque de cuentas…
Sin embargo, el problema de los fraudes cometidos por Oceanografía, SA de CV, los intermediarios financieros y las empresas no es un problema exclusivo de ética, de una supervisión defectuosa o de la connivencia corrupta establecida entre el poder político y económico.
La situación anterior, empero, es consecuencia de un fenómeno más amplio, estructural, político, ideológico.
La especulación y los irrefrenables ímpetus por llevar a cabo operaciones altamente riesgosas que han provocado sucesivos desastres y masivos y onerosos rescates bancarios –las crisis de las cajas de ahorro en Estados Unidos en la década de 1980, el derrumbe de los llamados “mercados emergentes, como México, Rusia, los Tigres asiáticos, Irlanda, la reciente de 2007-2009– responden al proceso de desregulación financiera global e integración de los mercados impulsado por el reaganismo-thatcherismo y los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial desde la década de 1980. Ellos y los gobiernos nacionales que abrazaron la ideología neoliberal desmantelaron las regulaciones que contenían al espíritu salvaje de los intermediarios y los obligaban a cumplir un papel destacado dentro del proceso de fomento del ahorro y el financiamiento del desarrollo –separación de la banca comercial y de inversión, topes a las tasas de interés activas y pasivas, cajones selectivos de crédito, financiamiento subsidiado a sectores estratégicos, etcétera–, bajo el supuesto de que con ello se provocaba una “represión financiera” y se afectaba la calidad y la competencia que redundaría en un mejor acceso al crédito con intereses menores.
Dichas transformaciones, que sentaron las bases de lo que después se denominaría el Consenso de Washington, sustituyeron la arquitectura económica y financiera emanada en Bretton Woods, después de la Segunda Guerra Mundial, la cual, mientras existió, aseguró una relativa estabilidad mundial con escasos colapsos financieros. El economista Hyman Minsky ya observaba una tendencia cíclica financiera, fases de expansión y contracción del crédito, que puede ser atemperada por las regulaciones. Ese fenómeno –por cierto ya explicado por Carlos Marx– fue denominado “la teoría de la inestabilidad inherente”.
La ecuación, empero, se invertiría con el neoliberalismo financiero: los desastres financieros, la vulnerabilidad mundial y el estancamiento económico se convirtieron en la normalidad.
En México ese proceso fue iniciado por Carlos Salinas de Gortari, con la eliminación de controles bancarios y financieros y la reprivatización bancaria. La extranjerización forma parte de ese proceso y los ajustes peñistas no buscaron eliminarlos, sino mejorar su funcionamiento, pese a que no existe una experiencia internacional que lo avale. Los colapsos nacionales y globales son sus consecuencias lógicas.
La incorporación de nuevos intermediarios o la emisión de una amplia gama de instrumentos en un sector financiero con escasa capacidad para diferenciarse en los servicios ofrecidos, aun en su diversidad, estimulan la “huida hacia adelante”, hacia el precipicio, asumiéndose más y crecientes riesgos con tal de aumentar la rentabilidad en el menor tiempo posible que, al cabo, desembocan en las crisis.
“El clima especulativo del modelo económico globalizado habilitaba todo tipo de fraudes financieros, que sólo en pocos casos fueron judicialmente castigados. Este clima se extendió por toda la década, llegando al detonante de la crisis del área de los créditos hipotecarios subprime, que algunos autores llaman ‘gran recesión’” (www.latindadd.org/ economiacritica/?p=726).
Toda crisis, quiebra, rescate, fraudes, etcétera, no hacen más que desacreditar a la ideología que tiene fe en los mercados libres y sin restricciones. Que ellas manifiesten la avaricia y la voracidad del sistema financiero; que evidencien la ausencia de ética; que sean jurídicamente ilegales, carece de importancia.
La lógica que priva es otra. La oligarquía financiera pondera entre el costo de una sanción por una práctica ilegal y las ganancias que puede obtener. Si esta última es mayor, está dispuesta a asumir el riesgo. Simultáneamente, hará todo lo posible, contable y políticamente –al cabo, financian partidos y carreras políticas, cooptan a reguladores– por esconder lo mejor posible sus desmanes.
¿Acaso no fue el mismo razonamiento empleado por Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto?
Una multa menor por sus tropelías electorales, que sería endosada a sus partidos y pagada con los impuestos de los contribuyentes, puede aceptarse si se logra el fin mayor: usurpar la Presidencia.
Esa lógica fue la empleada por Oceanografía, Banamex, Banorte y demás.
En diciembre de 2012 el banco HSBC aceptó pagar multas civiles por 665 millones de dólares y un decomiso por 1 mil 246 millones de dólares en Estados Unidos, a cambio de que se desestimara una acusación relacionada con el lavado de dinero y otras prácticas ilegales que realizaba a favor de los cárteles mexicanos y colombianos de narcotráfico. Reconoció que había cometido “errores” en materia de supervisión y traslado de dinero de sus clientes en Myanmar, Cuba, Irán, Libia y Sudán, operaciones susceptibles de ser sancionadas. Edgardo Buscaglia comentó que una multa por ese monto es “irrisoria”, ya que equivale a cinco semanas de los ingresos del banco de origen inglés y representa menos del 10 por ciento de sus ganancias de capitalización de junio a la fecha. Asimismo, agregó que llama la atención que el gobierno estadunidense no hiciera imputaciones penales contra los responsables del blanqueo de 881 millones de dólares de los cárteles de Sinaloa, México, y del Valle del Norte, Colombia, como descubrió una investigación del Departamento de Justicia. Y concluyó: “Estamos hablando de un sistema que de alguna manera subsidia el lavado de dinero”, ante un maquillaje mediático: “No existe en ningún lugar del planeta monto de dinero lavado que no esté ligado a actores políticos”.
HSBC ponderó correctamente.
La banca mexicana extranjerizada sopesa adecuadamente. La multa por 32 millones de pesos que le impuso la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de Servicios Financieros a las siete instituciones financieras más grandes, Bancomer, Banamex, Santander, Banorte-Ixe, HSBC, Scotiabank e Inbursa, por sus abusivas políticas en tarjetas de crédito, no es más que un estímulo para continuar con sus tropelías.
Todos evalúan costos y beneficios. Y hasta el momento las ganancias económicas y políticas son más rentables en el mundo financiero desregularizado y en un sistema político descontrolado. Los casos Monex, Banamex, HSBC, son simples anécdotas que sólo inquietan temporalmente a algunos que, de todos modos pueden dormir tranquilamente, en virtud de las redes de complicidad. Aunque estén embarrados y apesten. En todo caso, el dinero no tiene olor.
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