Desde niño siempre escuché a la gente, decir: "¡feliz navidad!". A los vecinos más cercanos vi abrazarse con las sonrisas numeradas. La alegría parecía brotar desde sus entrañas. Desde sus entrañas parecía brotar la alegría. Entonces, en mi estulta puerilidad pensé que la navidad era sinónimo de alegría, creí que era la fiesta de todas las razas y el regocijo de todas las condiciones sociales. Pensé que por lo menos, por ese día, la ausencia de la tristeza era inexorable y que el mundo quedaba exento de voces lastimeras y libre de dolores crujientes. Pero, más tarde con el ineludible peso de las estaciones sobre mis hombros, supe que un buen tramo de la vida había caminado como muchos, embriagado con el olor de lechones y pavos al horno y encantado con el edulcorante aroma de chocolates calientes y panecillos con frutas confitadas; hasta que mi propia inquieta adolescencia me llevó a descubrir otros parajes, lúgubres lugares de los que jamás había tenido ni la más remota idea de sus existencias, distintos andurriales, donde la celebrada fiesta de la natividad, en lugar de abrigarme el semblante con el encanto de su manto y mostrarme su acostumbrado traje de alegría, lo que hizo fue lacerarme el alma golpeándome en las cuerdas de mi sensibilidad, desgarrarme el ánimo con su profundo suspiro de impotencia y rozarme la humanidad con su eterna resignación. Pues allí, nadie tenía las "noches buenas", ni nadie decía: ¡felices pascuas!
Desde aquel día en que descubrí esa otra cara de la navidad, se me cayeron de mi hemisferio todos mis infantiles recuerdos de las pasadas "noches buenas". Ahora, cada vez que se aproximan estas anuales fiestas del fin y del comienzo, lo único que siento recorrer por mis desconocidos ribazos, es el escozor de la tristeza, mientras que un enorme desencanto me envuelve la existencia, recordándome que a más de 2 mil años de la primera natividad, el género humano sigue siendo un eterno errante sobre la faz de la tierra. Pues la teomanía de gobernantes, la soberbia de jefes de Estado, la arrogancia de inventores, la genialidad de los científicos, y el bobo pragmatismo de los tecnócratas, no han podido resolver la pobreza humana. De modo que, mientras en el Perú como en el mundo existan millones de seres famélicos, y mientras por las calles y plazas de las grandes metrópolis deambulen niños con estómagos vacíos y sin ninguna esperanza de nada, pues la navidad seguirá siendo una exclusiva fiesta de los que tienen dinero, de esos que controlan los grandes mercados, y de aquellos que creen que son los únicos dueños del mundo. Entre tanto, jamás sentirán ni siquiera la fugaz alegría de navidad, los que pertenecen al otro mundo del que me refiero, un mundo donde nadie sabe de regalos navideños, tampoco de árboles y luces, ni de tarjetas y villancicos, y mucho menos del sabor de las cenas. Es un mundo distinto del otro, donde los Quispe, los Mamani, los Chuquiruna, los Choquehuanca, los Chumbiauca y otros, siguen siendo eternos forasteros en su propia tierra. A ellos, no les tocará la puerta ese generoso viejo de barbas blancas trajeado de rojo. Allí, nadie recibirá regalos ni exclamará: ¡Papá Noél! Tampoco pasarán por allí: Melchor, Gaspar ni Baltasar. En ese mundo del que hablo en vano, todavía no han visto la estrella de Belén. Ese mundo que me desgarra mi humana existencia, es el mundo de aquellos seres que la noche del 24 de diciembre, se acostarán como todas las noches, como antes y como siempre, con las manos aferradas a la nada, sin probar ambrosías ni cenas, y sin sentir la cálida piel de la navidad.
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