“Eran tiempos de cambio y rebelión. El Perú estaba al borde de la explosión, miles de
campesinos se alzaban por la recuperación de sus tierras y los terratenientes acallaban las protestas a sangre y fuego. El país había ungido a Belaunde gracias a promesas como la realización de la reforma agraria y la recuperación de los yacimientos petrolíferos de La Brea y Pariñas, en manos de la International Petroleum Company (IPC). Pero el Congreso, dominado por la Coalición, saboteaba sus promesas”.
E. R.
El gol de la muerte. La leyenda del Negro Bomba y la tragedia del estadio (Ruta Pedagógica Editora SAC, Lima, 2014), el esperado texto de Efraín Rúa, ya célebre por su anterior y tremante crónica El crimen de La Cantuta, no ha defraudado las justas expectativas que, en él, teníamos.
El volumen es un paradigma de lo que es una gran crónica, muy bien escrita, y con profusión de detalles –allende los croniqueros que ahora abundan en el cotarro y que creen que hacer una crónica es ponerse a desvariar y a jugar con una extraña mélange (mezcla) entre periodismo y literatura, y todo deviene en una mélée (mescolanza) digna de mejor causa.
Y lo escribimos porque se asiste como a una cierta sobreabundancia de textos en prosa que fungen de crónicas, y son todo menos eso.
Los que sabemos algo de teoría de los géneros periodísticos, podemos explicar que una crónica, en principio, informa y debe tener abundancia de uso de fuentes y datos –el libro de Efraín es un buen ejemplo de esto- y su arduo trabajo de periodista profesional se transparenta en el manejo de nombres, fechas, teorías y, sobre todo, capacidad de juzgar la situación, el leit motiv, que impulsa su escrito, implicado, por cierto, el uso de un estilo ameno, y el manejo de la narración que convierte el tema de la crónica en un punto de partida que se va desarrollando escrupulosamente.
El asunto de la presente obra de Efraín es la tragedia del Estadio Nacional acaecida el 24 de mayo de 1964, por la controvertida anulación de un gol –de “Kilo” Lobatón- que hubiera determinado el empate del partido que jugaban las selecciones de Perú y Argentina, en pos de un cupo para los Juegos Olímpicos de Tokio.
Pero la tragedia –unos 320 muertos según cálculos aproximados- es motivo para que el autor nos dé una panorámica de la situación general del Estado peruano (reléase el epígrafe) y, ergo, la lucha de clases presente como substrátum, porque las cosas no suceden inopinadamente.
Y, por cierto, al ofrecernos la historia –la vera efigie- del llamado “Negro Bomba”, Víctor Vásquez Campos, al que muchos culparon, por su intemperancia, de haber desatado la tragedia al haber irrumpido en el campo de juego, botella en mano, para “sonar” al réferi uruguayo, por haber “anulado” un justo –según su arrebatado punto de vista- gol de la selección peruana: al darnos, Efraín, la triste historia de este lumpen nos hace, asimismo, una radiografía de muchos pobladores de los barrios populares, en este caso el celebérrimo “Breña”. (“Bomba”, de matón de barrio, guardián de burdeles y fugaz guardaespaldas, concluye su caricatura vital, muy viejo ya, consumido por la droga y con un prontuario por robos menores; y, finalmente, con una tuberculosis cerebral que es todo un símbolo de la decadencia de acá y acullá).
El talento narrativo de Rúa aparece en todo momento, y su manejo del suspenso y la capacidad de penetración en la urdimbre de los acontecimientos, es presentada a partir de los protagonistas, muchos de ellos víctimas de las circunstancias. Veamos algunos fragmentos:
“Allá afuera, en la explanada, los que salen indemnes se enfrentan con los policías, los culpan de la hecatombe, les lanzan lo que tienen a mano o sostienen peleas cuerpo a cuerpo. El caos es aprovechado por ladrones que se llevan lo que pueden de las víctimas”.// "Cuando la puerta se rompió, pude ganar la calle. Me sentía casi asfixiado. En ese momento choqué con un guardia, éste me golpeó en la frente. Yo caí al suelo y otro policía me siguió golpeando, yo casi no lo sentía”, relató Gilberto Huambachano , un joven de 21 años, que estaba cerca de allí. Los heridos quedan abandonados a su suerte. Muchos mueren en esos momentos cruciales, mientras la multitud se enfrenta con los policías."
Para muestra, un botón. Y luego Efraín pasa el gran angular a la visión de la más alta instancia del gobierno, el Presidente:
“Las noticias de la tragedia llegaron a Palacio de Gobierno a través de la televisión y dejaron en estado de conmoción al presidente Belaunde, que esa tarde compartía una sobremesa con un grupo de amigos y correligionarios. El flash de Panamericana lo deja demudado. Esperaba cualquier cosa, menos un reporte que diera cuenta de un luctuoso suceso en un lugar al que la gente acudía para gozar de su deporte preferido.//…El hombre que hacía menos de un año había tomado las riendas del poder, con los deseos de acabar con las injusticias que laceraban el país, se marcha a su despacho a intentar entender una catástrofe que rebasaba su exiguo poder…”
Se comienzan a “echar la pelota”, entre el jefe de la policía y el responsable de la seguridad del Estadio, el entonces comandante De Azambuja. Pero todo lo averigua e intenta esclarecer un implicado en el estudio de los hechos, personaje paradigmático –y por eso finalmente defenestrado de la investigación- el integérrimo juez del Sexto Juzgado de Instrucción, doctor Benjamín Castañeda Pilopais quien (repárese en el fondo inobjetablemente político de este apartado):
“…estaba convencido de que la orden final para que se arrojen las bombas a las tribunas era del Ministro, que se encontraba de incógnito en el estadio. Sospechaba de su presencia en el lugar, creía que estaba allí para supervisar el accionar del comandante De Azambuja y de los capitanes Jorge Monje y Francisco Pacora.// Pensaba, además, que detrás de los hilos de la tragedia se escondía un plan represivo montado por el ministro que ya había dado repetidas muestras de su accionar. Los datos parecían darle la razón: la reciente compra de bombas lacrimógenas de triple poder, el arrojo de gases a las tribunas populares, las puertas cerradas y la brutal represión que siguió en las calles.// Todo un plan montado para ejemplificar a los que promovían las protestas que se acrecentaban en estos fríos días de mayo y que generaban el temor de los grupos de poder, pues representaban un peligro para el orden de cosas existente. "Todo parece encadenarse como eslabones exprofesamente forjados y obedeciendo a un plan previamente trazado por mentalidades deseosas de lograr un epílogo trágico", escribió el juez en su informe. También dejó en claro que la represión se cebó en las tribunas populares, pese que en las demás también se produjeron desórdenes”.
Ante esta pulquérrima y valiente opinión, Castañeda (un ejemplo de juez probo, sin propiedades ni estudio propio) no podía durar muchos más. Se declaró “nulo e insubsistente todo lo actuado”. Y la denuncia fiscal pasó a manos de otro juzgado….”y a Castañeda –una rara avis en nuestro muy corrupto Poder Judicial- se le impuso una multa de mil soles "por graves irregularidades de procedimiento”.
El ministro, el siniestro Languasco de Habich y los poderes omnímodos “de arriba” una vez más ganaron la partida. Todo esto lo señala con claridad meridiana Efraín Rúa, pues la suya no es una crónica au dessus de la mèlèe (al margen de la contienda, por encima de la turbamulta –recordemos el conocido artículo de Romain Rolland). Nada que ver. Nuestro autor participa, vive los acontecimientos que son objeto de su crónica, donde lo social es elemento fundamental. Y al que lo ponga en duda, lo invito a recordar las propias palabras de su sintomático prólogo:
“Esta crónica también intenta ser un homenaje a las víctimas anónimas de una tragedia que fue consumada con total impunidad porque, pese a lo que se diga, éste era y es un país fracturado, en el que cada quien vale lo que pesan sus bolsillos.// A 50 años de la tragedia es posible imaginar que la indignación de las tribunas populares por el gol anulado, el apaleamiento de los aficionados y el lanzamiento de bombas lacrimógenas tenía raíces hondas en viejos atropellos e injusticias, en el recuerdo de que gente más poderosa y ajena siempre nos hurtó lo que nos pertenecía. Con el respaldo de los que guardan el orden en un país que aún tiene muchas deudas que saldar con la mayoría de los peruanos. Mayo de 2014”. (Subrayado nuestro: W.O.)
No hay mucho más, pues, que añadir. Efraín Rúa, sanmarquino por antonomasia (estudió en su Escuela Académico-Profesional de Comunicación Social, entre 1973 y 1978), ha sido redactor principal en varios órganos de prensa escrita, así como editor político de los diarios Liberación y Referéndum, así como y jefe de la sección internacional del Diario UNO (ex La Primera).
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