Con premura y exasperación, el gobierno federal pretendió dar por concluida la investigación de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. Con base en consignaciones dudosas y con endebles pruebas científicas, quiso dar carpetazo a la crisis de derechos humanos que vive el país. Pero tal y como nos lo recuerdan día a día los padres y las madres de los jóvenes desaparecidos, el caso Ayotzinapa aún no está resuelto. La tríada de verdad, justicia y reparación, que debe generarse ante casos de esta magnitud, no ha sido satisfecha. Quienes quisieran ver a las familias resignadas ante la verdad oficial, deberían analizar con más calma los huecos que aún presenta ésta, así como los pendientes no resueltos en el ámbito de la procuración de justicia. El Estado mexicano no ha logrado detener a la totalidad de las personas que conforme a su teoría del caso habrían participado en los hechos. Tan sólo en cuanto a los supuestos autores materiales han sido detenidas únicamente cuatro de las 15 personas presuntamente involucradas. Continúan prófugos, además, funcionarios de Iguala y de Cocula, así como integrantes del grupo delictivo que operaba en la zona, si es que la distinción entre unos y otros puede a estas alturas considerarse válida.
Por otro lado, la verdad no se ha esclarecido. Además de las serias dudas que hay sobre la hipótesis oficial, ¿cómo se explica en la narrativa oficial el cruento homicidio de Julio César Mondragón, quien fue encontrado desollado en las inmediaciones de Iguala? Este crimen, esencial para conocer la verdad, no ha sido aclarado. En este mismo orden de ideas, los científicos independientes comienzan a encontrar inconsistencias en la versión de la Procuraduría. Han trascendido serios cuestionamientos sobre la factibilidad científica de la hipótesis oficial. Sólo la ciencia independiente podrá responder los cuestionamientos que hoy legítimamente se expresan. De ahí que siga siendo imprescindible la participación plena del Equipo Argentino de Antropología Forense en toda la indagatoria. Tampoco puede soslayarse que el propio encuadre jurídico de lo ocurrido presenta muy graves falencias: no hay, hasta el día de hoy, un solo proceso penal iniciado por el delito de desaparición. Con ello se pretende diluir la responsabilidad estatal que con precisión fue señalada por los miles de mexicanos y mexicanas que salieron a las calles bajo la consigna: “Fue el Estado”. Los normalistas no fueron secuestrados, fueron desaparecidos. La diferencia es esencial: mientras que en el secuestro supone una privación transitoria de la libertad que persigue comúnmente un propósito, en la desaparición forzada el propósito es la desaparición misma. El secuestro es un crimen execrable de naturaleza fundamentalmente económica, tipificado en la ley penal; la desaparición, además de ser un delito igualmente aborrecible, es una violación grave a los derechos humanos de naturaleza esencialmente política, sancionada por los códigos penales, pero también por los tratados internacionales.
Las recientes denuncias de los padres y de las madres apuntan a que la deficiente caracterización legal de los hechos es una responsabilidad compartida entre la Procuraduría General de la República y los jueces federales. Por medio de su representante, Vidulfo Rosales –abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, por quien debemos velar desde la sociedad, pues no son pocos los riesgos que enfrenta–, los familiares de los normalistas han denunciado que aunque el ministerio público federal ejercitó acción penal por el delito de desaparición forzada, un juez federal se negó a emitir las correspondientes órdenes de aprehensión, bajo argumentos que evidencian una profunda incomprensión de la naturaleza jurídica de la desaparición forzada. Esta denuncia confirma que la impunidad es causada por la negligencia de los tres poderes, y debería poner en la agenda pública el debate sobre el papel de los poderes judiciales frente a la desaparición forzada y las violaciones graves a derechos humanos en el México actual (tema sobre el cual sería deseable que el nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tuviese un posicionamiento más comprometido).
Ante estas fragilidades de la investigación, no sorprende que los familiares demanden la apertura de los cuarteles militares. Es cierto que no es dable pensar que a cuatro meses de los hechos podría encontrarse evidencia en las opacas instalaciones castrenses. Pero es igualmente cierto que no se puede apelar a que los familiares crean a pie juntillas la versión militar, no sólo por el historial de violaciones a derechos humanos de las Fuerzas Armadas, sino también porque trabajos periodísticos han develado que el 27 Batallón de Infantería tenía información al menos desde 2013 de la captura de las policías municipales de Iguala y Cocula bajo el poder de Guerreros Unidos. Por todas estas razones, las consignaciones que hasta ahora se han anunciado son insuficientes. La gravedad de los hechos es tal, que la inminente instalación del Grupo Interdisciplinario de Expertos y Expertas que brindarán asistencia técnica se vuelve fundamental: la verificación independiente y rigurosa que realicen sobre la investigación es la mejor garantía para que las familias alcancen verdad y justicia. Entre tanto, sigue siendo legítima la lucha que han emprendido los padres y las madres de los jóvenes desaparecidos.
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