La primera lengua del indígena Celso García, de 51 años, es el mixteco. En su niñez, este padre de uno de los 43 estudiantes desaparecidos hace 4 meses, tuvo que aprender el español para desenvolverse entre mestizos, la mayoría dominante en México.
IPS
García, con cuatro hijos, tiene una pequeña finca donde siembra maíz, frijol, flor de jamaica y calabaza en la localidad de Tecuantepec, en el municipio de Tecoanapa, a unos 380 kilómetros al Sur de Ciudad de México, en el estado de Guerrero.
Pero sus cultivos están abandonados desde la noche del 26 de septiembre de 2014, cuando su hijo Abel, de 21 años y alumno del primer curso de magisterio rural, desapareció junto a otros 42 compañeros de la Normal Rural de Ayotzinapa, a manos de policías municipales y sicarios del grupo delictivo Guerreros Unidos, según la investigación de las autoridades nacionales y el testimonio de participantes confesos en el hecho.
“Queremos que aparezcan los muchachos. Así dejamos de perder el tiempo: estamos sin trabajar”, dice García a Inter Press Service (IPS), envuelto en una larga camisa a cuadros, unos pantalones que danzan con el viento y unas sandalias que apenas protegen sus pies encallecidos de bregar entre trochas rurales.
La noche del 26 de septiembre policías locales de Iguala, un municipio ubicado a 191 kilómetros al Sur de la capital, atacaron a estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, cuando se desplazaban en un autobús, en un hecho que dejó en el lugar seis muertos y 25 heridos.
Además, los agentes detuvieron a 43 estudiantes normalistas y los entregaron a miembros de Guerreros Unidos, una de las mafias del tráfico de drogas más violentas del área, según la indagatoria de la Procuraduría General de la República (PGR).
De acuerdo con esa investigación, los 43 jóvenes fueron quemados en el basurero de Cocula, localidad cercana a Iguala con elementos altamente inflamables, y una vez eliminados los restos, echaron las supuestas cenizas y otros vestigios a un cercano río, una versión reiterada el 26 de enero pasado, al cumplirse 4 meses de la alegada masacre.
El procurador general de la República, Jesús Murillo, dijo con el apoyo de videos, con la reconstrucción de los hechos con detenidos por el caso, que “la verdad histórica” es que los 43 normalistas de Ayotzinapa fueron asesinados en forma colectiva la misma noche de su secuestro, incinerados y arrojados al río. Eso sí, puntualizó que la investigación se mantiene abierta.
Pero los padres y familiares de las víctimas siguen repudiando la conclusión de que todos sus deudos están muertos, tal como subrayan a IPS.
Sólo se pudo identificar con base en el ADN de los restos hallados a uno de los normalistas, según informó el 7 de diciembre la PGR. Los expertos del Instituto para Medicina Legal de la austriaca Universidad Médica de Innsbruck, encargados del procedimiento, notificaron después que es imposible rescatar ADN de los demás despojos por su estado de ignición.
Campesinos, pobres e indígenas. Esas son las señas de identidad de los estudiantes desaparecidos y sus parientes que los buscan incansablemente.
Es el designio que los futuros maestros querían romper y ayudar a sus comunidades a combatir la pobreza, el hambre, la marginación y la discriminación, la deuda secular del Estado mexicano con las comunidades rurales indígenas.
Al menos la mitad de los 43 normalistas tiene ascendencia indígena, con pertenencia a los pueblos me’phaa, nahua y mixteco. Y, como señalan los familiares de las víctimas y expertos, cuando un indígena fallece, con él se extinguen una esperanza, una lengua y una cultura.
Para miles de jóvenes como ellos, la única opción educativa es el acceso a las escuelas para maestros rurales para que, tras graduarse, enseñen en esas zonas.
Metodia Carrillo, de 54 años, comparte raíces con la mayoría de padres de los desaparecidos. Su lengua nativa es el náhuatl y reside en la comunidad de San Antonio, en el municipio guerrerense de Cuautepec.
Ella es la madre de Luis Ángel Abarca, otro estudiante del primer año de magisterio y de 18 años, y hasta el 26 de septiembre su vida era su casa y la siembra de maíz, la base alimenticia mexicana.
“Quería ser maestro para ayudar a su familia. No son delincuentes ni narcos para que les hagan eso. Por eso sentimos mucho coraje y dolor”, manifestó Carrillo, con nueve hijos, de los que Luis Ángel es, o era, el más joven.
En esta nación latinoamericana viven 120 millones de personas, de las cuales aproximadamente 11 millones son indígenas, repartidos en al menos 54 pueblos originarios.
Pero ese dato del Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra como pobladores originarios únicamente a personas con más de 5 años que hablan una lengua ancestral.
Los sureños estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas concentran la mayoría de la población indígena y figuran entre los más pobres de México. En Guerrero habitan amuzgos, na’saavi o mixtecos, nahuas y me’phaa o tlapanecos, y según datos oficiales la población indígena ronda las 600 mil personas.
“Siempre ha habido discriminación, en la educación, por ejemplo. Además, no ha habido justicia. Se han violado esos derechos”, señala a IPS otro padre del grupo desaparecido, Melitón Ortega, cuyo hijo Mauricio tiene 17 años, según insiste en que se le cite en presente.
Para Ortega, con seis hijos y cultivador de maíz y café, el racismo se refleja en el desempleo existente en la zona o en la falta de vivienda y de servicios adecuados.
El gubernamental Programa Nacional para la Igualdad y la No Discriminación 2014-2018 (Pronaind) indica que 76 por ciento de la población indígena vive en pobreza, un bloque “históricamente discriminado”.
Los indígenas, afrodescendientes y la población rural son más pobres, menos educados, con menores ingresos, con menos protección social y acceso restringido a la justicia y a la política, asegura el Programa.
“Hay indicios de discriminación. Se ve a los indígenas como ciudadanos de tercera. En la cuestión educativa y acceso a justicia, la igualdad no existe”, plantea a IPS el activista Maurilio Santiago, presidente del Centro de Derechos Humanos y Asesoría a Pueblos Indígenas, que opera en Oaxaca.
Los flagelos persisten, a pesar de que desde 2002 el presupuesto asignado a la población originaria está en aumento. Para este año su monto sobrepasa 4 mil 700 millones de dólares.
A los padres de los normalistas se les atraganta hablar de racismo, aunque reconozcan haberlo padecido.
“Lo he sentido, sí, claro, ¿cómo no?”, comenta escuetamente Celso García, mientras mantiene erigida una pancarta en la que se lee: “Abel: tenemos la esperanza de que estás vivo. Y no descansaremos hasta encontrarte, regresa pronto. Te extrañamos”.
Para Carrillo, la aparición de los estudiantes y la impartición de justicia pueden reivindicar su denuedo. “Si entregan a nuestros hijos nos aplacamos. Vamos a luchar hasta encontrarlos, exigimos su presencia”, reclamó después del pronunciamiento del procurador.
Ortega propone que las comunidades manejen los recursos. “Hay un discurso, pero no se ve en los hechos. Hay presupuesto, pero el problema es la corrupción y el tráfico de influencias. Eso hace que las obras no se ejecuten”, señala.
Pero el Pronaind avizora una reducción en la carencia indígena de acceso a los servicios de salud de 24 por ciento en 2012 a 5 por ciento en 2018. También espera una contracción en la percepción de la discriminación en los grupos perjudicados.
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