Del mismo modo que la caída del muro de Berlín sorprendió a los expertos y a los profesionales de los medios, es probable que esa nueva revolución se esté produciendo aunque no la percibamos.
Los más importantes acontecimientos en favor de la dignidad humana, como las grandes religiones o el movimiento obrero, fueron iniciativas solidarias de voluntarios que arriesgaron sus vidas y apostaron por la utopía con gratuidad y entrega a los demás. Lo que ahogó sus señas de identidad y su capacidad de arrastre fueron la burocracia política o eclesiástica. La recuperación de sus orígenes pasa por recrear el voluntariado y reinventar aquellos procesos que en la tradición obrera se llamaron militancia y autogestión y, en la tradición eclesial, compromiso y entrega.
Esta forma de compromiso social, a diferencia de otras formas no menos válidas de ayuda a los demás, nace de la experiencia de soledad y de la conciencia de injusticia social que lleva a una responsabilidad solidaria. El estado de bienestar debilitó la tradición del voluntariado, pretendiendo que los poderes públicos eran los únicos sujetos de la vida social, que la relación laboral era la única acreditada y que los especialistas desplazaban a la acción competente nacida de la iniciativa ciudadana. Todo quedaba bajo el control de la administración o del mercado.
Ser ciudadano lleva consigo la capacidad de actuar, de atreverse a pensar por uno mismo y a tomar decisiones en cuestiones de importancia. Y para aplicar esa autonomía personal, la educación es una piedra angular. Sólo así se puede desarrollar una capacidad crítica. La ignorancia es alimento de la esclavitud y cuanto más bajo sea el nivel de formación de las personas menos podrán ejercer sus derechos y serán víctimas fáciles de quienes deseen oprimirlas.
El respeto al otro debe ir más allá de la tolerancia, han de preocuparnos sus condiciones de existencia. Sentirnos responsables solidarios de la suerte de los demás y con una obligación ética de garantizar la condición de ciudadanos para los que nos rodean. Evitar que alguien sea excluido o marginado, en especial los más débiles: niños, minusválidos, pobres, extranjeros.
La lucha por la participación y contra la desigualdad no es una tarea individual sino de grupos y redes. Las organizaciones de la sociedad civil las integran ciudadanos dispuestos a ejercer sus derechos y a participar en la transformación de unas estructuras sociales injustas. Con la certeza de que “otro mundo es posible” se aglutinan muchos de estos grupos de presión. Las movilizaciones expresan la voluntad de la sociedad civil de manifestar su rechazo a algunas decisiones tomadas en los centros de poder.
Debemos fomentar redes de compromiso y participación que faciliten la comunicación y el conocimiento mutuo. Redes horizontales como las del voluntariado, las asociaciones vecinales pueden fomentar los valores de la solidaridad, la confianza, la cooperación y la comprensión. Con ello se favorece el diálogo para tratar los problemas comunes y se pueden diseñar estrategias para transformar la sociedad.
Estamos usando los bienes de otros países –materias primas, energía, etcétera– y esos países deberían poder beneficiarse de nuestra tecnología, cultura y recursos. Cada uno debe sentirse interpelado como ciudadano y actuar en consecuencia.
Cuando el Estado considera que es más que instrumento al servicio de la sociedad, ésta padece la intromisión de aquél, y se corre el peligro de que padezcan los derechos naturales de los ciudadanos que no dimanan de institución alguna sino que son consustanciales a la persona. Lo más que compete a los órganos de la administración del Estado es el reconocimiento, promoción y salvaguarda de los mismos frente a terceros y ante sí mismo. De ahí que el modelo de crecimiento que atribuye el bienestar social al Estado es injusto y se ha vuelto insostenible. Hay que buscar modelos alternativos al falso dilema capitalismo salvaje o “socialismo de Estado”.
La solidaridad supone cambios estructurales que transformen nuestra sociedad y nos abran a un futuro sostenible. La solidaridad se forja cuando comprometemos nuestra vida, nuestro tiempo, nuestros conocimientos y nuestra voluntad para cambiar una sociedad que no nos gusta por otra más humana y más justa.
Donde las estructuras son injustas el derecho de resistencia se convierte en un deber, y el no ejercerlo nos hace cómplices de sus consecuencias.
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