El derecho a la propiedad debe ser considerado como un derecho fundamental, pues está íntimamente ligado a otros derechos humanos, fundamentales para el desarrollo de la persona y de las comunidades.
Más de la mitad de la población mundial vive en países carentes de leyes eficaces que protejan las viviendas y otras posesiones. Así, millones de personas no sólo viven sumidas en la más absoluta pobreza, también conviven con el miedo a ser desahuciadas y expulsadas de sus tierras y de sus casas. Al carecer de escrituras de propiedad de sus casas o sus campos son vulnerables a cualquier atropello de personas o empresas poderosas.
Aunque la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 17, dice que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”, éste se vulnera constantemente. Las mujeres son las que se llevan la peor parte. El Programa de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para los Asentamientos Humanos, Hábitat, advertía en su último informe que uno de cada cuatro países en vías de desarrollo tiene leyes que impiden a las mujeres poseer tierras o firmar hipotecas con su nombre. En África existen leyes que prohíben que las mujeres hereden tierras, que ayudarían a su subsistencia y a la de su familia.
Aunque el derecho a la propiedad sea uno de los conceptos más arraigados en la sociedad europea y occidental, la “propiedad” es un valor ajeno a muchos pueblos indígenas y aborígenes de África y América. En esas comunidades el hombre no es dueño de la tierra, es una criatura más. No tienen ningún derecho más que el resto de los seres que la habitan. Es una idea de enorme respeto al entorno entendido como una gran casa donde todos tienen cabida y que a todos protege y cuida. Por eso no se trata de tener más, sino de utilizar aquello que se necesita para vivir de manera digna. En estos pueblos, la cosecha, el ganado, la recolección, etcétera, se hacía en comunidad y se repartía según las necesidades de cada familia. Lo comunitario estaba por encima del beneficio del individuo.
Por ello, los indios y los aborígenes siempre molestaron al individualismo Occidental. De ahí que pueblos enteros hayan sido exterminados o relegados a pequeñas extensiones de tierra en zonas de la selva de Brasil o de África.
Uno de los extremos más dramáticos del derecho a la propiedad es el de las patentes: hoy se da la paradoja de que los indígenas no pueden usar determinadas plantas para “su” medicina tradicional, utilizada desde tiempos inmemoriales, porque alguna gran empresa farmacéutica ha patentado el principio activo de esa planta para elaborar medicamentos, que se venderán a precio de oro.
“La tierra para quien la trabaje” ha sido una reclamación universal de los pobres y desheredados. Sin embargo, los poderosos han impuesto su ley del “cuanto más, mejor”. Más éxito, más poder, más dinero… pero menos humanidad, menos naturaleza, menos compartir.
El gran pensador Raimon Pániker defendió que los derechos humanos no son universales. Hay muchas formas de entender el mundo, la relación entre los hombres y de éstos con la naturaleza. La manera de Occidente es una de ellas, pero no la única.
Las palabras atribuidas al jefe Seattle, y que expresan la manera de pensar de los pueblos del Continente Americano, están hoy más vigentes que nunca: “¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? […] Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos?”
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