¿Por qué, cuando hablamos de los atentados, acusamos al islam en general a pesar de que las versiones oficiales nos parecen increíbles y aunque veamos perfectamente quiénes son los que realmente se benefician con esos crímenes? ¿Cómo es posible que nuestro comportamiento haya sido condicionado al extremo de impedirnos seguir nuestro propio juicio? Tulay Umay nos explica cómo.
La frase «Je suis Bruxelles» [1], en boca de varios participantes en la conmemoración de los atentados, nos trae a la mente el «Nous sommes tous Américains» [2], difundido después del 11 de septiembre de 2001, y el «Je suis Charlie» [3] difundido al día siguiente de la masacre perpetrada en las oficinas del semanario satírico francés Charlie-Hebdo e incluso el hastag «Je suis chien» [4] que apareció después de la muerte de Diesel, el perro de asalto de la policía que murió en la operación de Saint-Denis.
La universalidad de cualquier discurso de la «lucha contra el terrorismo», como el discurso sobre el 11 de septiembre de 2001 o sobre los atentados perpetrados en París o en Bruselas, reside en la afirmación de que todo ciudadano se ve afectado en su vida diaria.
Para el sitio web del canal de televisión Arte, esto sucede «Porque el shock, el 11 de septiembre de 2001, fue tan grande que el instante se grabó en la memoria, que se convirtió en una fecha en la vida de cada cual. Ahora cada cual sabe dónde estaba, qué estaba haciendo, en medio de qué acción o de qué trabajo se vio interrumpido cuando supo la noticia. El 11 de septiembre de 2001 se convirtió en un punto de referencia en la vida.»
En ocasión del 10º aniversario de los atentados, France Soir lanzó a sus lectores la siguiente pregunta: «¿Cómo recuerda usted el 11 de septiembre [de 2001]». Y una invitación: «Comparta su testimonio y sus recuerdos.» [5]
Por su parte, el canal de televisión Arte organizó en internet una serie titulada: «El 11 de septiembre de 2001, yo estaba…» [6]
En Bélgica, el diario La Libre Belgique acaba de lanzar un llamado a recoger testimonios: «¿Qué estaba haciendo usted en el momento de los atentados de Bruselas?» «En los medios de transporte en común, en la casa, en la oficina… ¿dónde estaba usted y cuál fue su primera reacción ante los mortíferos ataques que estremecieron nuestro país y nuestra capital?» [7]
Identidad entre exterior e interior
Toda la prensa escrita y televisiva está empeñada en este intento de vincular íntimamente la cotidianidad de cada individuo con un acontecimiento exterior sobre el cual no tienen ningún tipo de control. Ante la visión de imágenes que invaden su cotidianidad, se invita a todos a que hablen de sus emociones, de tal manera que ya no será posible de comprender el sentimiento íntimo de cada individuo de una manera diferente a la que indica la mediatización del acontecimiento.
A pesar de que se excluye del discurso toda forma de cuestionamiento sobre el desarrollo concreto de los atentados, la rememoración del acontecimiento se nos presenta en forma de interrogante. Las preguntas «¿Qué hacía usted el 11 de septiembre?» o «¿Qué hacía usted en el momento de los atentados de Bruselas?» desplaza el cuestionamiento sobre los hechos hacia la vivencia individual. La interrogación no cuestiona la realidad. No trata de enfrentar esa realidad sino, al contrario, busca encerrarnos en ella fusionando la objetividad del acontecimiento y la emoción que sentimos en su momento. De esa manera, el observador pasa a ser parte del espectáculo. La vivencia individual, marcada por el espanto, encarna la imagen de la acción terrorista, el significado de la «guerra de civilizaciones».
A través de la repetición, la rememoración de la cotidianidad marcada por los atentados, la experiencia personal del individuo, como un «ponerse a prueba en su individualidad», se convierte en «poner a prueba a otro» [8]. Así nos convertimos todos en víctimas del derrumbe de las Torres Gemelas, de los atentados de París y Bruselas.
Ponernos a prueba en la imagen
El efecto del pedido dirigido a cada persona en particular para que vincule su intimidad a los atentados terroristas es, al suprimir la diferencia entre lo interior y lo exterior, crearnos una sicosis. La vivencia personal ya no es solamente subjetiva y deja de referirse a un objeto externo. Esa vivencia personal se convierte ella misma en una forma objetiva y pasa a formar un todo con el acontecimiento mostrado. Lo íntimo se convierte en un «ex-time». Se suprime toda diferencia entre el sujeto y el objeto. La imagen suprime toda forma de historicidad. Borra toda diferencia entre un antes y un después. Al convertirse en la base de una compulsión de repetición, nos hace revivir constantemente el acontecimiento. Más que a la razón, se dirige «al alma». Impone una evidencia al abrir un acceso directo a lo indescriptible. De esa manera, lo invisible, la guerra de civilizaciones, se convierte en un elemento inmediatamente presente en nuestra cotidianidad.
Los comentarios sobre los diferentes atentados terroristas convierten un elemento singular en un hecho universal trascendente. Al inscribirse en el movimiento sobre el fin de las ideologías, se aniquila la dimensión social del pensamiento. Se reduce a un sentimiento individual, a una creencia sin objeto. Como certeza absoluta, el discurso sobre los atentados se convierte en «un acontecimiento que no requiere prueba alguna, que no es en lo absoluto objeto de conocimiento y que no recurre a otra cosa que la convicción individual» [9], tal y como señala Alain Badiou al referirse a la noción de resurrección en Paul de Tarse, el fundador del cristianismo.
Ojos para mirar
pero no para ver
El 11 de septiembre de 2001 recurre a un nuevo tipo de relación con el mundo. Se trata de aprender a liberarse de todo lo que se ofrece a la percepción y de convertir la mirada. O sea, para encontrar la esencia de la guerra de civilizaciones, es conveniente pasar de la observación de las cosas de la exterioridad a la contemplación de la intencionalidad. Las imágenes de la «lucha antiterrorista» se convierten en objetos, ya no de percepción sino de la mirada. Las imágenes nos permiten liberarnos de las cosas concretas e ir más directamente, sin mediación, «a la cosa misma». El carácter inmediato del conocimiento es el resultado de algo «sentido».
Es una cuestión de introspección. El discurso no está en una argumentación sino que es un hacer-ver que interpela directamente nuestro «ser íntimo». Todo lo que se ofrece a nuestra mirada debe recibirse sin cuestionamiento alguno. De lo contrario, estaríamos traicionando el debido amor por las víctimas. Mantenerse dentro de la sicosis, obedecer a la voz y continuar en la indiferenciación de las cosas, tal es el imperativo súperyoista que el individuo está obligado a obedecer. El conocimiento de los objetos se reemplaza con el goce del sentido dado.
Una violencia incestuosa
La tesis oficial sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 o el discurso sobre el caso Merah, sobre la matanza de Charlie-Hebdo, las masacres del 13 de noviembre [en París] o de Bruselas no nos pide que creamos lo que se dice sino, a pesar de ser esto increíble, que admitamos lo que se enuncia y sugiere. Mientras más se opone a la razón la orden de admitir, más tiene que mostrar el individuo el lazo indisoluble que lo vincula al amor del poder.
El discurso ha impuesto que pongamos la realidad entre paréntesis, condición necesaria para lograr que aceptemos lo increíble y para eliminar la duda ante cualquier acto institucional. Hacer preguntas o referirse a objetos es fijar límites y obstaculizar así el carácter absoluto del saber del Estado. Este último cataloga a quienes interrogan lo real en la categoría de «complotistas». Para escapar a ese estigma conviene organizar su propio discurso como es debido e integrar como verdad la guerra de civilizaciones, algo sagrado que no puede cuestionarse. Ese procedimiento conduce a una destrucción del lenguaje, a una supresión de la frontera entre lo verdadero y lo falso y a la generalización de un principio de indiferenciación entre las cosas.
El consentimiento de las poblaciones, su fusión con el poder, es esa la materia que alimenta esta particular violencia, esta guerra sin fin. Basada en una ideología victimaria, el nuevo orden mundial instaura una violencia ilimitada. Inaugura una relación incestuosa entre hostilidad y amor, entre poder y poblaciones. La guerra es la paz, la paz es la guerra. La indiferenciación resultante suprime toda posibilidad de conciencia y de oposición. Se trata de dar siempre más sentido al sin sentido y de ofrecerle constantemente nuevas víctimas.
[1] En español, “Yo soy Bruselas”. Nota de la Red Voltaire.
[2] En español, “Todos somos americanos”, entiéndase “estadounidenses”. Nota de la Red Voltaire.
[3] En español, “Yo soy Charlie”. Nota de la Red Voltaire.
[4] En español, “Yo soy perro”. Nota de la Red Voltaire.
[5] «10ème anniversaire des attentats du 11 septembre: Quel souvenir gardez-vous du 11 septembre?», Francesoir.fr, 6 de septiembre de 2011.
[6] «Web-série: "Le 11 septembre 2001, j’étais en train de..."», Arte, 20 de septiembre de 2011.
[7] «Appel à témoignages: Que faisiez-vous au moment des attentats de Bruxelles?», LaLibre.be, 23 de marzo de 2016.
[8] Johannes Lohmann, Michel Legrand y Jacques Schotte, «Le rapport de l’homme occidental au langage (Conscience et forme inconsciente du discours)», in Revue Philosophique de Louvain. Quatrième série, tome 72, n° 16, p. 722.
[9] «Compte rendu du livre d’Alain Badiou, Saint Paul. La fondation de l’universalisme». París, PUF, 1997, p. 1, Erudit.org.
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