¿Debe sorprender a alguien el fracaso del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), el uruguayo Luis Almagro, en su intento de aplicar la llamada Carta Democrática contra el gobierno constitucional de Venezuela? ¿Debe sorprender a alguien que los imperialistas de aquí y de allá, criollos y norteamericanos, quienes realmente entretejen los hilos del funcionamiento de este organismo, pusieran al flamante excanciller Almagro al servicio de intereses espurios tras los cuales se ocultan las verdaderas intenciones de los actores nacionales y extranjeros que están detrás de la crisis política venezolana?
andres-mora-494-a¿Debe sorprendernos, en definitiva, que Almagro haya sido inmolado en el altar del panamericanismo para satisfacer los apetitos de los sectores más radicales de la oposición venezolana y la derecha continental, que sueña con ver destruida la Revolución Bolivariana y su legado?
Este affaire de insólito desenlace, tomando en cuenta la certeza con la que cantaban anticipada victoria los líderes de la oposición venezolana y las cajas de resonancia de la derecha en los medios de comunicación hegemónicos de América Latina, no debiera hacernos perder la perspectiva de lo que significa realmente el teatro de títeres en el cual se puso en escena la ahora anecdótica representación.
Creada en la Novena Conferencia Internacional Americana de 1948, en una Bogotá que sufría las convulsiones sociales del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y la sangrienta represión de El Bogotazo –movimiento popular al que se acusó de participar en una conspiración del comunismo internacional–, la OEA nació “manchada con la sangre del pueblo colombiano” [1], como sostiene el politólogo y filósofo cubano Luis Suárez Salazar.
“La OEA –escribió el intelectual mexicano Pablo González Casanova– se fundó haciendo detonar una crisis social para disponer de las pruebas artificiales de una ‘guerra justa’. El imperialismo aportó las ‘pruebas’ atizando el fuego del motín popular, e interpretó su significado. (…) en el continente se apretaron las tenazas del poder imperial” [2].
Durante casi 7 décadas, desde su fundación, la sangre de muchos otros pueblos de nuestra América también fue derramada al amparo de las acciones y omisiones de esta organización surgida de las entrañas del panamericanismo y el anticomunismo de aquellos terribles años. Muy pronto se convirtió en la instancia visible utilizada por los imperialistas y sus aliados para legitimar lo que, por impresentable y perverso, debía mantenerse en lo invisible.
Esto es lo que resulta más difícil de comprender en las posiciones de los gobiernos, las élites político-económicas y los intelectuales latinoamericanos que todavía se aferran a la precaria existencia de la OEA como espacio de encuentro y arbitraje de las relaciones interamericanas y niegan en forma deliberada –porque no pueden alegar desconocimiento– el origen turbio de este organismo, la naturaleza de las fuerzas políticas que impulsaron su creación y que, desde el principio, la ungieron como instrumento articulador de la dominación estadounidense en América Latina mediante pactos militares (el TIAR) y declaraciones maniqueas que resolvían, a su manera. La cuestión del bien y el mal en la tierra (como la Declaración de Punta del Este, que expulsó a Cuba del foro continental en 1962).
Hasta los que podrían considerarse los principales aportes de la OEA –a saber el desarrollo del llamado sistema de derecho interamericano y su correspondiente doctrina y jurisprudencia– en la práctica se convirtieron en una contradicción insalvable.
Ninguno de los instrumentos del derecho interamericano, ni siquiera su estandarte, la Convención Americana de Derechos Humanos (el Pacto de San José de 1969), se aplicó nunca ni se podrá aplicar para juzgar y protegerse de las atrocidades cometidas por los Estados Unidos, el único de los miembros de la organización que invadió, conspiró, asesinó y bloqueó a gobiernos elegidos democráticamente en nuestra América, y que todavía hoy, en el siglo XXI, no renuncia al ejercicio de tales prácticas para imponer su voluntad.
El desatino de los impulsores del proceso de aplicación de la Carta Democrática contra Venezuela, la ingenuidad del propio Almagro –o acaso el simple cumplimiento de los inconfesables compromisos adquiridos con quienes lo llevaron a ocupar su cargo– y los errores de cálculo diplomático de quienes ya demandaban una intervención contra el gobierno de Nicolás Maduro, tan solo retratan de cuerpo entero, por enésima vez, a un organismo que ya no puede ocultar más lo que es, el brazo político del imperialismo, ni tampoco maquillar su crisis terminal.
Sin embargo, este episodio también crea un nuevo escenario de peligros para el futuro de la Revolución Bolivariana y, en general, para la paz y la estabilidad en toda la región. Comprobada la crisis de legitimidad de la OEA y su incapacidad para gestionar los conflictos continentales, nada garantiza que la derecha, cada vez más desesperada, anteponga sus escrúpulos institucionales y las formas democráticas a su natural inclinación por las soluciones de fuerza y los artificios seudojurídicos como mecanismo de solución de las tensiones políticas.
Por desgracia, no son pocos los signos que nos advierten que en Venezuela, pero también en Brasil, Argentina y otros países de nuestra América, la posibilidad de una interrupción violenta de los avances democráticos, e incluso de un desenlace trágico para la vida de nuestros pueblos, es cada vez más real.
[1] Suárez Salazar, Luis y García Lorenzo, Tania (2008). Las relaciones interamericanas: continuidades y cambios. Primera edición, Buenos Aires, Argentina. Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. Página 91.
[2] González Casanova, Pablo (1991). Imperialismo y liberación. Una introducción a la historia contemporánea de América Latina. Novena edición. México. Siglo XXI Editores. Página 205.
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