Frente a los despropósitos del presidente estadunidense Donald Trump, la debilidad del gobierno mexicano –en su conjunto– parece no tener fin. El primer traspié se cometió hace meses, el 31 de agosto de 2016, cuando el magnate republicano –entonces candidato presidencial– visitó nuestro país por invitación del gobierno de Enrique Peña.
Como se recordará, esa reunión sirvió para apuntalar la candidatura en picada de Trump, tras los insultos y amenazas que profirió contra el pueblo mexicano. También, para desprestigiar a nuestro país en el ámbito internacional.
A partir de entonces, todas las decisiones tomadas por la administración federal mexicana en torno a la política internacional han atentado contra los intereses soberanos del pueblo de México. Los ejemplos sobran: uno de ellos ocurrió horas antes de que el empresario asumiera la Presidencia de Estados Unidos.
Y es que, a pesar de que a lo largo de su campaña e incluso la víspera de su nombramiento Trump mantuvo su discurso de odio, el gobierno mexicano se arrodilló ante él: sin que nadie se lo exigiera en ese momento, el 19 de enero extraditó al capo de la droga más importante del país, Joaquín Guzmán Loera, para que sea juzgado por un gobierno extranjero (el de Trump) y no por el mexicano, como dicta nuestra soberanía.
Hasta ese día, las autoridades mexicanas se habían negado a entregar al cabecilla del Cártel de Sinaloa, según se dice, por temor a que la información que revele durante el juicio involucre sus relaciones de protección, complicidad y corrupción con políticos, funcionarios y empresarios mexicanos de alto perfil.
Así empezaba la relación con el magnate y, por supuesto, ese guiño de “cooperación” fue insuficiente para incidir en sus decisiones y en sus acciones. Por el contrario, la extradición mostró la debilidad de la administración federal mexicana frente al magnate.
Y es que de un gobierno digno y soberano, comprometido con el pueblo al que representa, se esperaría una postura firme ante el creciente embate del gobierno estadunidense. Pero la respuesta de la administración de Enrique Peña ha sido entreguista y, por lo mismo, extremadamente vulnerable.
En vez de buscar alianzas con otros países, el gobierno federal se aferra a la relación bilateral con Estados Unidos. Es inexplicable por qué el 24 de enero pasado, Peña Nieto canceló su viaje a la V Cumbre de Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, desarrollada en Punta Cana, República Dominicana.
Esa reunión nos habría hermanado con los pueblos del centro y del Sur de nuestro Continente en un momento crucial para todos. Pero Peña actuó como representante de una clase social –la única beneficiaria del atroz Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)– y no de los mexicanos, así que se quedó en el país para esperar los reportes de sus entonces enviados a Estados Unidos, el canciller Luis Videgaray y el secretario de Economía, Ildefonso Guajardo.
El ridículo fue mayúsculo: mientras esos representantes de Peña se encontraban en suelo estadunidense “negociando la relación bilateral” con funcionarios de la Casa Blanca, Trump firmó la orden ejecutiva que promueve, entre otras cosas, la construcción del muro fronterizo que los mexicanos habremos de pagar, según sus propias amenazas. Y que expulsará a miles de connacionales de aquel país.
Aunque era evidentemente que con la firma de esa orden ejecutiva se cancelaban las posibilidades de negociar, Peña Nieto mantuvo durante horas su intención visitar a Trump. Claro, hasta que esa postura fue insostenible por el breve, pero contundente, mensaje de presidente estadunidense –emitido vía Twitter el mismo 25 de enero– en el que advertía: “Estados Unidos tiene un déficit comercial de 60 mil millones de dólares con México. El TLCAN fue un acuerdo unilateral donde se perdieron un gran número de empresas y empleos. Si México no está dispuesto a pagar por el necesario muro, será mejor cancelar la próxima reunión”.
Aún pasaron horas: fue hasta el 26 de enero por la mañana cuando la Presidencia de la República canceló ese viaje como respuesta al tuit de Trump. Lejos de verse como una defensa de los intereses del pueblo mexicano, esta cancelación demostró debilidad: tardía respuesta a otra agresión del magnate. Esto evidenció falta de control respecto de las relaciones bilaterales: quien marca a su antojo la agenda es el locuaz presidente de Estados Unidos.
Los ejemplos de estas flaquezas gubernamentales se suceden conforme pasan las horas. Para limar asperezas, ambos mandatarios sostuvieron una conversación vía telefónica el 27 de enero, en la que oficialmente acordaron no hablar del muro fronterizo en forma pública.
Días después, el 1 de febrero, empezaron a circular versiones de fragmentos de la transcripción de esa plática respecto del envío de tropas estadunidenses a México para combatir, supuestamente, al crimen organizado.
Los desmentidos y las aceptaciones a medias de esta amenaza a la soberanía de México dañaron aún más la credibilidad del gobierno mexicano. En efecto, Donald Trump volvió a sugerir una invasión a nuestro territorio (porque no hay otra palabra que describa la acción armada de tropas extranjeras para atender asuntos internos: en conceptos militares, como los empleados por el mandatario estadunidense, no hay “tonos ligeros” o “casuales”).
Nuevamente el gobierno mexicano fue incapaz de ponerle un freno al discurso bélico y racista de Trump. A este gobierno le ha faltado, por lo menos, carácter, firmeza y una real defensa de la soberanía de los intereses mexicanos.
Lamentablemente, el conflicto apenas empieza. Es necesario que quien está al frente del gobierno vea por las mayorías, y no por el puñado de empresarios y políticos que se han enriquecido gracias al TLCAN. La administración federal se debe a los mexicanos, no a las trasnacionales ni al gran capital.
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