Invariablemente, los niños y adolescentes que cometen crímenes provienen de ambientes con exclusión social crónica y violencia. No es necesario pertenecer a un cártel o pandilla para cometer delitos del alto impacto. Los índices son cada vez mayores ante la agudización de las desigualdades sociales, explican especialistas
La madre biológica de Yolanda murió de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida) cuando ella nació y su padre pedía limosna en las calles de la ciudad. Fue adoptada por un matrimonio cuando tenía 1 año. Actualmente, lleva 3 años internada en un centro para adolescentes en Chihuahua, donde cumple una pena de 14 años por haber asesinado a sus padres adoptivos.
“Tuve mis motivos”, dice. Ella planeó el crimen, en el que participó su novio y un amigo de éste, ambos de 18 años y los dos condenados a 37 años por homicidio. “Les pedí que mis padres tuvieran una muerte rápida y sin sangre”. Así que el amigo estranguló a su mamá y su novio asfixió a su papá.
Yolanda padeció de golpes, humillaciones y abuso sexual de su padrastro, un alcohólico dueño de bares y cantinas, y de la indiferencia y complicidad de su madrastra. Fueron esos los motivos del odio a sus padres adoptivos.
Cuenta que desde niña “sólo quería amor y ellos nunca me demostraron cariño; tenía mucho coraje contra los dos”. Recuerda haber entrado en shock cuando la detuvo la policía: “No entendía nada y no podía creer lo sucedido”. La jueza que le condenó dijo que la joven era anormal, antisocial y psicópata porque, dice, nunca la vio llorar durante el proceso. Con el tiempo recuperó la relación con su papá biológico, quien la visita cada semana y, ahora, dice que ha llorado porque extraña a sus padres adoptivos.
El drama de la joven Yolanda forma parte del cúmulo de historias de adolescentes que cometieron delitos de manera individual, o con amigos, es decir, sin formar parte de la delincuencia organizada ni de bandas o pandillas. En esta entrega, abordamos la tercera modalidad de delitos graves en que se ven involucrados los jóvenes de manera individual como homicidio por conflictos personales o familiares, o en el contexto de algún robo o violación.
Lo que distingue a esta modalidad de delitos, sostiene el informe especial Adolescentes: vulnerabilidad y violencia, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), es que los jóvenes actuaron de manera y por motivos de carácter individual o interpersonal.
“Lo matamos a fierrazos”, suelta un joven duranguense, quien junto con dos amigos recibían dinero a cambio de sexo con su profesor de la escuela primaria. “Le dijimos que ya no queríamos tener relaciones sexuales, pero él nos amenazó con que lo iba a contar en el pueblo y por la pena de que se enteraran que éramos jotos”.
Así, de los 730 adolescentes entrevistados, el 38 por ciento dijo a los especialistas del CIESAS haber cometido delitos de alto impacto de manera individual o en compañía de algún familiar o amigo, pero siempre motivados por conflictos interpersonales en agravio de algún miembro de su familia o de rivales.
“Mi padrastro abusaba de mí desde que tenía 13 años de edad. Mi mamá me dejaba seguido a solas con él. Le conté a mi novio y le pedí que se escondiera en la casa para defenderme. Cuando mi padrastro llegó y quiso abusar de mí, apareció mi novio y lo acuchilló”, relató a los especialistas una adolescente de Sonora.
El estudio centró su atención sobre las condiciones de vulnerabilidad que enfrentan los adolescentes mexicanos involucrados en delitos graves, que manifiesta de forma extrema y dolorosa los efectos de dichas condiciones materiales en la vida de quienes se encuentran privados de su libertad por haber cometido infracciones graves.
“Cada testimonio –señala el informe– muestra lo que estas condiciones de vida son susceptibles de producir cuando no existen ni operan de manera adecuada los mecanismos que deberían haber protegido a estos adolescentes e impedido que llegaran a los extremos de asesinar a miembros de su propia familia, produciendo graves daños tanto a la sociedad como a ellos mismos.”
“Maté a mi abuelito con un marro porque era morboso conmigo, me tocaba, me hizo mucho daño. A mi hermana también la tocaba, le levantaba la falda, le tocaba el pecho. Ya no lo soportaba…”, narra un adolecente interno en Puebla.
En contraste con las modalidades de adolescentes vinculados al crimen organizado y a las pandillas, la de los delitos individuales que son motivados por conflictos de carácter individual o interpersonal, son, quizás, los que, desde el punto de vista de las políticas públicas, sea más difícil de prevenir o evitar, advierten los autores del informe especial Elena Azaola, Cristina Montaño, Fernando Figuera, Nallely Reyes y Lorena López.
“Estaba tomando tesgüino [bebida ancestral, ceremonial y curativa elaborada con maíz] cuando sorpresivamente me golpearon tres muchachos. Entonces, fui por un cuchillo y maté a uno de ellos que ya tenía tiempo que me molestaba, era abusón y drogadicto”, señala el testimonio de un joven rarámuri, o tarahumara, contenido en la investigación del CIESAS.
“Yo robé un auto; estaba drogado y borracho. Vi el auto con las llaves puestas, lo tomé y a los 15 minutos me agarraron. La ausencia de mi papá me afectó, creo que no tuve atención y que, si la hubiera tenido, sería diferente”, describe por su parte un adolescente de Puebla.
Otro adolescente que trabajó durante dos años en la crianza de caballos en Jalisco, señala que cuando el patrón se drogaba y tomaba, se ponía violento y lo humillaba, hasta que, harto de malos tratos, un día que llegó borracho y drogado, lo insultó y lo amenazó con una pistola. El joven reaccionó, desarmó al patrón y le disparó.
Violencia crónica, expresión de la nueva pobreza
El fenómeno de la conducta delictiva de los adolescentes se inscribe en el contexto de la violencia crónica que padece el país, cuyas causas y consecuencias fueron descritas por los expertos del CIESAS.
Entre las causas, los especialistas señalan los efectos no intencionales de la globalización, como el tráfico de drogas, de personas, de armas, de especies y la acumulación de capital entre actores más allá del alcance nacional y de los mecanismos de gobierno internacionales.
“Es el lado oscuro de la globalización que ha ensanchado las desigualdades entre países y entre sectores específicos de la población”, advierten, y subrayan que existe evidencia sólida de la correlación entre la desigualdad y la exclusión social crónica y la nueva pobreza y la incidencia del crimen y la violencia.
La humillación y la búsqueda perversa por ser alguien respetado, la muerte social son factores que se combinan con las carencias y generan ambientes propicios para que los jóvenes terminen optando por la violencia. La sensación de privación relativa se produce, por ejemplo, después de tener un cierto nivel de escolaridad y tener aspiraciones que no logran satisfacerse. Surge, entonces, la sensación de desesperanza, de fatalismo, de resignación, de ser socialmente nada, invisibles, de segunda clase, o no ciudadanos. Este sentimiento de abandono provoca una mezcla compleja de vergüenza, entrampamiento e impotencia. Se producen actos de violencia inspirados por el deseo de eliminar el sentimiento de humillación al que se busca sustituir por su opuesto: el sentimiento de orgullo.
Asimismo, agregan que la sociedad percibe la justicia a menudo como injusta, arbitraria, inaceptable o simplemente inexistente, lo que fortalece el apoyo a formas paralelas de justicia como la violencia de los adolescentes que los llevan cometer delitos. Lo más grave, subrayan, es que existen también efectos perversos mediante los cuales el Estado promueve la violencia en nombre de proveer seguridad a la población.
Otras causas de la violencia crónica son el poder de los medios de comunicación que, en contextos de creciente fragmentación y disfunción estatal, tienden a jugar un papel creciente en la producción, reproducción y amplificación de la violencia; así como los efectos desorientadores de la violencia política extrema sobre la vida de las personas, que permanecen por largo tiempo aun cuando la situación de conflicto haya sido superada e incluso tienen repercusiones a nivel intergeneracional.
Y entre las consecuencias de la violencia crónica, los expertos del CIESAS señalan la ruptura de las relaciones familiares e intergeneracionales, la destrucción de las protecciones comunales tradicionales y la intensificación de la violencia de género, lo cual es resultado de procesos como la urbanización desordenada; crecientes niveles educativos combinados con la reducción de oportunidades de empleo; la falta de servicios públicos; la migración y el comercio ilícito.
También, la creciente legitimación de las fuentes informales e ilícitas de ingreso que ofrecen oportunidades en un contexto de empleo informal crónico y de exclusión. Una vez que los jóvenes son absorbidos por redes del crimen, pueden pasar el punto de no retorno y a formar grupos más centralizados, antidemocráticos y violentos.
Destacan que se construyen imágenes de temor en torno a los jóvenes para sustentar las políticas de exclusión social. Identificar chivos expiatorios que sirve para crear un sentido común para justificar acciones extremas en contra de ciertos sectores de la población. La autoidentificación como víctima reduce el sentido personal de responsabilidad, alienta la impotencia y encubre la realidad de la “zona gris” en la que la víctima y el perpetrador coinciden y se condicionan mutuamente.
El incremento de actividades ilegales y los enormes recursos disponibles ha propiciado una nueva estética del consumo, el derroche, y la búsqueda de celebridad propia; producen una desposesión simbólica para aquellos que quedan fuera del círculo de quienes puede adquirir esos bienes. Dicho estilo de vida busca ser imitado por otros sectores sociales, particularmente los jóvenes en situación de exclusión social.
Otra consecuencia son los altos niveles de aceptación y legitimación de la violencia, ya que, cuando el Estado es débil o ausente, los ciudadanos tienden a operar fuera de la ley. “Crecen los niveles de violencia, se legitima la justicia por propia mano y se incrementan las fuerzas privadas de seguridad, la violencia doméstica y/o el uso de alcohol y drogas. Se aprueban las políticas de mano dura o el uso de la violencia para defender a familiares o a la comunidad”.
La violencia crónica también ha reconfigurado el uso del espacio público ya que los sectores altos y medios de la sociedad tienden a aislarse en comunidades cerradas, así como quienes viven en áreas peligrosas tienden a dejar de usar los espacios públicos por los riesgos que representan.
Finalmente, otras consecuencias importantes que produce la violencia crónica son el silencio social, la indiferencia, el abuso de sustancias y los trastornos físicos y psicológicos, son respuestas comunes al miedo en situaciones de conflicto.
Con Peña Nieto, más violencia
Durante los 2 primeros años del gobierno de Enrique Peña Nieto (2013-2014), se habló de una tendencia a la baja en el número de homicidios comparados con los 2 últimos años del gobierno de Felipe Calderón (2011-2012), que fueron los más violentos. Sin embargo, en 2015 la violencia volvió a incrementarse y aún más durante el periodo de enero a julio de 2016 en el que hubo un incremento del 16 por ciento en el número de homicidios, con respecto al mismo periodo del año anterior.
De acuerdo con las Estadísticas de Mortalidad del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), se observa que, durante el periodo de gobierno de 2000 al 2006, hubo un promedio diario de 27.62 muertes por homicidio; entre 2007 a 2012, el promedio fue de 54.90 y, durante los 3 primeros años del gobierno actual, de 2013 a 2015, el promedio fue de 59.61.
Asimismo, de acuerdo con la misma fuente, se estima que la mitad de los homicidios ocurridos en el periodo 2008-2015 tuvieron lugar en el contexto de la llamada “guerra” en contra del narcotráfico, ya sea por la acción de las autoridades en contra de supuestos grupos delictivos o por enfrentamientos entre presuntos integrantes de éstos mismos.
No obstante, dado que muchas veces se utilizó la fuerza antes de que se hubiera investigado, es difícil decir cuántas personas de entre las que han muerto estaban realmente involucradas en actividades delictivas y cuántas eran inocentes, señalan los expertos del CIESAS.
Aún más, “la mayoría de los homicidios cometidos, no han sido investigados y permanecen impunes. Por ejemplo, de los 24 mil 572 homicidios que contabilizó el Inegi en 2010, más de 21 mil no fueron sancionados, lo que significa que 84 por ciento quedaron impunes, mientras que, para el Índice de Paz México, de 2015, 90 por ciento de los homicidios cometidos en el país en los últimos años han quedado impunes”.
Si estimáramos que, por cada persona que ha muerto de manera violenta en el país en el periodo 2008-2015, hubiera 10 personas entre sus familiares y allegados más cercanos que se hubieran visto afectados por dicha muerte, estaríamos hablando de un mínimo de un millón 850 mil víctimas indirectas, 90 por ciento de las cuales no han tenido acceso a la justicia.
“Esto último resulta especialmente preocupante, ya que la impunidad constituye otro factor más que contribuye al escalamiento de la violencia, sin dejar de lado, por supuesto, la situación de cientos de miles de víctimas indirectas quienes han visto negados sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación del daño.”
Este panorama también explica que, de acuerdo con la Encuesta sobre Seguridad Pública Urbana del Inegi, 70 por ciento de la población de 18 años y más consideró que vivir en su ciudad es inseguro, porcentaje que no ha variado significativamente desde que esta encuesta comenzó a levantarse en 2013.
El panorama expuesto explica por qué México se ubicó en 2015 en la posición 144, de un total de 162, por debajo de Filipinas (141), Venezuela (142) e India (143), y apenas por encima de Líbano (145) y Colombia (146), de acuerdo con el Global Peace Index Report que mide el grado de militarización y de extensión de los conflictos nacionales e internacionales que vive cada Estado.
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