En la década de 1980, las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) empezaron a constituirse con más auge, especialmente tras el terremoto de 1985, hecho que les permitió situarse y observar que, juntas y organizadas, podrían incidir críticamente para colocar en las discusiones –locales y nacionales– problemáticas que habían sido históricamente invisibilizadas.
Con el paso de los años, las OSC comenzaron a tener implicaciones directas sobre personas, grupos y comunidades, adquiriendo sentido a través de las experiencias y sentires de una sociedad mexicana, que, poco a poco, encontró en estos espacios defensa, acompañamiento en la denuncia pública, incidencia y visibilidad de los actos dirigidos a las poblaciones en situación de vulnerabilidad.
Al llegar la década de 1990, con los ánimos del levantamiento zapatista y la entrada emblemática del capitalismo neoliberal con el Tratado de Libre Comercio (TLCAN) a México, las organizaciones mantuvieron la visión ciudadana de esta controversia nacional, sumando esfuerzos entre movimientos sociales, colectivos, activistas y personas defensoras que abogaron por la igualdad de oportunidades, dando pie a la conformación de organizaciones, las cuales interseccionan su labor para ser, pensar y actuar por la exigencia y garantía de los derechos humanos, la dignidad y el respeto de todas las formas de vida.
A pesar de ello, no fue sino hasta 2004 que en el periodo del entonces titular del Ejecutivo, Vicente Fox Quezada, con todo y su conservadurismo, se logró promulgar la Ley Federal de Fomento a las Actividades por las Organizaciones de la Sociedad Civil, que no sólo otorgó reconocimiento legítimo a la labor profesional y sistemática de las OSC, sino que formuló un cuerpo normativo que delimitó su actuar con fines meramente sociales.
Si bien es cierto que la profesionalización de las OSC a nivel nacional ha sido lenta –en comparación con las manifestaciones de la sociedad civil internacional– también es igual de cierto que han dado pauta para reconocer que las y los mexicanos podemos consolidar procesos de prevención, atención, acompañamiento, defensa de derechos humanos, evaluación, diagnóstico e incidencia política, lo que las convierte en protagonistas sociales y políticas de gran trascendencia y, sobre todo, en portavoces directas de la ciudadanía.
No obstante todo esto último, en días recientes se ha instalado en la discusión pública nacional un discurso que transgrede y descalifica la labor de las OSC: el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, anunció la desaparición de algunos de los programas emblemáticos como el Programa de Coinversión Social, es decir, el Programa de Subsidio Federal Único hacia las OSC, lo cual, entre otras cosas, ha intensificado percepciones de desconfianza hacia las OSC, porque se las ha caracterizado como “oportunistas políticas”, “cero profesionales”, “actoras intermediarias”, “desconocedoras de la realidad social” (e incluso se ha criminalizado su actuar como defensoras de derechos humanos).
Y aunque se han sumado iniciativas como #SíConLasOSC, así como otras campañas donde se está dando a conocer el arduo, complejo y profesional trabajo de muchas de las OSC (el cual representa, además, el 3 por ciento del producto interno bruto, según lo reportado por la asociación Alternativas y Capacidades, AC, en 2019), la óptica gubernamental-federal se niega a verlas como posibles coadyuvantes y acompañantes legítimas de la población mexicana.
Por lo anterior, lanzamos una pregunta al actual presidente de la República y al gobierno federal: ¿el Estado cuenta con las herramientas necesarias para hacer a un lado a las OSC? Para que respondan este cuestionamiento de una manera crítica y adecuada, creemos indispensable que, al menos:
Se vea la historia y se haga memoria sobre el papel verdadero de algunas OSC en el país (que, dicho sea de paso, va muchísimo más allá de gestionar recursos económicos); muchas de ellas, por supuesto, surgidas desde las izquierdas latinoamericanas.
Se identifique que algunas OSC –a nivel local y nacional– se han caracterizado por ser espacios de encuentro y diálogo; por acompañar procesos emancipatorios a lo largo de los años; por construir alternativas de solución ante la complejidad social; por generar vínculos profundos con y entre las comunidades; y por abonar a la recuperación del tejido social.
Se deje de presumir y aseverar, de forma irresponsable, que todas las OSC son de tal o cual manera sin antes examinar la diversidad de ellas, ya que no existe un solo tipo de OSC.
Se contemple la diversidad de problemáticas estructurales que amenazan el ejercicio de los derechos humanos de diversos grupos poblacionales, entre éstos, las juventudes que de forma sorora y solidaria (como es el caso de quienes firmamos este artículo), deciden pese a las barreras institucionales y sociales involucrarse a través de las OSC en la búsqueda de mejoras de su realidad social y en la de otras personas.
Es primordial, entonces, conservar una memoria histórica ante los logros de las OSC, plasmados en programas y políticas públicas que han coadyuvado al bienestar social, no sólo de personas jóvenes, sino también de niñas, niños, adolescentes, personas con discapacidad, mujeres, población LGBTI+, población en situación de calle, grupos de campesinos, campesinas e indígenas, entre muchas otras, que ahora se encuentran en riesgo e incertidumbre por las descalificaciones generalizadas sin mayor fundamento y por los recortes presupuestales, que, para numerosas OSC, son apoyos fundamentales que permiten la realización de sus proyectos, los cuales no buscan otra cosa más que fortalecer y generar condiciones ligadas al bienestar social.
Finalmente, repensar, escuchar y considerar todas las variables en esta discusión sobre las OSC, permitirá al señor presidente y al gobierno federal reconocerlas como personajes clave en el momento que ocurre en el país y que apuestan también por la construcción de un país más democrático, digno y en paz.
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