Tuto Quiroga sabía distinguir uno y otro concepto: ser de Cochabamba y ser cochabambino: «Para poner un ejemplo, decía, yo soy de Cochabamba, en cambio Tito Hoz de Vila es cochabambino». Nunca supe por qué me reía al escuchar esta rotunda clasificación, pero alguna vez fue ilustrada con un chiste. Dicen que un cargadorcito se acerca a Tito en el aeropuerto y le dice: «Señor, señor: ¿se lo llevo sus maletas?» Y Tito contesta: «¿Ah, sí? ¿Para que digan que vos has viajado en avión?».
En una vieja revista Historia y Cultura leí un avance de investigación de la prestigiosa historiadora María Eugenia del Valle de Siles sobre el cerco de Tupac Katari a la ciudad de La Paz, donde analiza un proceso judicial posterior al temible acontecimiento. Si la memoria no me folla, en medio del conflicto hubo un parlamento entre realistas y bloqueadores con un punto de honor en el temario: las hostilidades proseguirían, pero sin cochabambinos. ¿Cuál era la causa? Que los dos bandos tenían sponsors: a Katari lo bancaban los cocanis de los Yungas y a Sebastián de Segurola los hacendados de Río Abajo y Luribay; y todos ellos, que al fin eran los que ponían, se quejaban de que los cochabambinos asaltaban sus propiedades y en cualquier momento de confusión se daban a la fuga, llevándose de paso las mulas de carga.
Alguna vez sugerí al alcalde Bombón, el de entonces, que pusiera un lindo letrero a la salida del aeropuerto Jorge Wilstermann con una leyenda que dijera: «Bienvenidos a Cochabamba. No somos como dicen». Pues bien, la anterior semana me consultó un amigo periodista de la llajta si podía contestar un cuestionario «para el 14», con preguntas como la siguiente: ¿Cree que exista un conjunto de rasgos que identifican o caracterizan a los cochabambinos? Como me aburre plantearme dilemas ontológicos, excepto cuando estoy en pleno ejercicio de engendramiento, tuve que refugiarme en los sabios y prudentes consejos del materialismo dialéctico, que en Cochabamba leíamos a orillas del río Rocha cuando nos chachábamos del kinder, para subrayar cuán inútil es construir ontologías en lugar de identificar determinaciones materiales (yahhh) que contribuyen a moldear los gustos y placeres de los endividuos.
Pero, ya yendo al grano, identifico al menos tres ventajas de vivir (o de haber vivido en mejores épocas) en Cochabamba: la alimentación sana, la intensidad de la vida productiva y el excedente que alguna vez permitió vivir el «ocio con dignidad», tan caro a los romanos. Somos todavía una sociedad agraria o con hábitos agrarios; por eso impresiona el tamaño de las fuentes que nosotros usamos para comer en común, no individualmente como algunos forasteros lo hacen cuando piden un pique macho por mocha y naturalmente se atragantan. Comemos mucho grano, tubérculos y verdura, mucho más que carnes rojas; eso nos da una complexión robusta, dura para el trabajo y el esfuerzo físico. La intensidad de la vida productiva nos da sobre todo una buena dosis de inteligencia práctica e inteligencia emocional. Por último, nuestros intelectuales han pertenecido a familias que gozaron del excedente producido por el agro; pero su misma vinculación con el aparato productivo y no con los privilegios del abolengo, la burocracia o las canonjías del poder, hizo de ellos inteligencias generosas, lúcidas, positivas a la hora de examinar la vida nacional. En este grupo están incluidos Arzes, Anayas, Guzmanes, Montenegros y, como decía Jorge Suárez, toda la Urquidiócesis de Cochabamba.
Veamos una instantánea que me comunicó mi invariable y talentoso amigo Gustavo Soto. Volvía luego de cometer un doctorado en Lovaina y su cordialísima familia quiso festejarlo con una fuente, en realidad un bañador, de k’allu o solterito, que es una sabia combinación de quesillo desmenuzado, cebollas a la juliana (quién sería esta mocha), tomates en medialuna y hojas de quilquiña. Una fuente colectiva, por supuesto, que a Gustavo le encendió la idea de sugerir un lienzo que reproduzca este bodegón criollo que se llamaría «Muchas manos en un plato». No he encontrado imagen más rica en determinaciones que ésta, para aproximarse a la nuez de las costumbres vallunas. Por eso reconocemos al forastero cuando pide cubiertos para comer chicharrón, o cuando pica el choclo con el tenedor cuando la propia Reina Sofía (amadita) come el choclo exactamente como mi comadre Sabina, con manos y a mordiscones que dejan capsulitas de almidón en la comisura de los labios. Somos amantes del k’oñichi (palabra que pronunciamos así, explosivamente, y no coñishi, como algunos mariposones urbanos) supremo remedio para el ch’aki, el chuchaki, la cruda, la sbornia, el hang over, el katz, la resaca, el guayabo y el ayca (ay carajo para qué tomaría), un recalentado de los picantes de ayer (Picantes los de ayer; dulzuras, las de hoy) que contiene manjares superpuestos que comemos colectivamente.
El temita de la «envidia»
Una tía abuela mía fue abadesa de las Capuchinas, en Cochabamba. Se llamaba Sor Encarnación del Dulce Nombre de Jesús Zambrana, pariente y carnal de mi abuela Conchita Block. Los chicos de la familia visitamos a la Tía Monjita, cada uno a su turno, por la inclusa (que es el lugar donde nacen los inclusives), llamada también torno, para enfrentarnos con una vasta cocina donde unas monjitas rollizas y sonrientes consolaban el voto de castidad en la tertulia coquinaria mechada de rezos y letanías: hacían también dulces de limón y durazno, pescaditos de maicillo y las infaltables «tetitas de monja», que son pezones de mazapán. Un buen día llegaron monjas españolas para poner orden y ayuno en esa casa de Dios y dieron fin con la utopía; atropello que me provocó una novela temprana, Allá lejos y una inclinación deportiva por el materialismo histórico aderezado con una lección de la tía Monjita que decía : «De los pecados capitales, cinco son defectos del alma y dos son apenas excesos del cuerpo». ¿Cuáles eran estos excesitos? La lujuria y la gula. En cogitar y manducar no hay pecado. En cuanto a beber, los cochabambinos somos borrachos solares, disfrutamos de la luz del día, podemos empezar el convivio muy temprano, incluso a las 9 ó 10 de la mañana, pero con las primeras sombras se nos agotan las pilas solares.
Veamos ahora el vicio de la envidia, esgrimido ya dos veces, como un atributo innato del cochabambino, por el profesor HCF Mansilla S.R.L., quien apenas ocuparía campo en la robusta retina de un cochabambino como un gato de porcelana (pa’ que no maulle el amor), un señor modosito, conspicuo y circunspecto que escribió una novela impenetrable como un bunker y unos artículos macizos como chorizos de Frankfurt, probablemente porque las categorías generales que aprendió en la universidad prusiana lo dejaron en el puro hardware. En fin, un humorista cool atiborrado de linajudos excrementos del racionalismo alemán que le ocupan cerebro y entrañas y le hacen sufrir un estreñimiento minucioso que, además, no le permite la inoculación de ideas nuevas, ni siquiera en supositorio. A esto hay que añadir el tufo aristocratizante de sus notas porque al parecer frunce la nariz cuando se topa con ese producto rotundo, desconcertante, del mestizaje en los valles: el cholo, y aun mejor, la chola, depositarios de la reserva de energía de una nación que tendría mejor suerte si fuera gobernada por cholos prudentes y no por señoritos que comen tofu y cagan margarina.
Fernando Calderón, sociólogo juicioso y sugestivo, dice que la envidia es la cara verde de la competencia comercial. Somos un pueblo de egipcios y fenicios: los primeros producen y construyen y los segundos intercambian. En esa dinámica, es natural que establezcan relaciones de competencia con el otro, mucho más con el forastero, el ajeno a la tribu. Pero estas actitudes tienen su contraparte en las redes de solidaridad que cohesionan gustos, intereses, costumbres y comanditas a través del parentesco espiritual; aspecto este que está siempre presente en toda sociedad que comercia. Una institución que no se explicaría por la envidia pero sí por la solidaridad y la confianza mutua es, por ejemplo, el pasanaku que, me atrevería a decir, tiene su origen en el mercado cochabambino.
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