«Es importante que conozcamos cuáles
son nuestros pensamientos, pero creo
que es más importante todavía el que
conozcamos la manera de poder llegar
a ellos.»
«Luís Alberto Machado,
La Revolución de la Inteligencia
A lo largo de cinco años de ejercicio del oposicionismo en Venezuela, lo único que aparece como acción emprendida por el presidente Hugo Chávez en contra del sector de la clase media que integra la oposición es «no salir de la Presidencia». Eso, la no renuncia en sí misma, constituye la esencia de ese conjunto de abstracciones que durante todo este tiempo han presentado los medios de comunicación privados como lo que pudiera llamarse «el pensamiento» de la oposición nacional.
Cuando se examinan las acciones de gobierno a lo largo de este último lustro, puede establecerse sin dudas que el presidente Chávez ha hecho cualquier otra cosa menos atentar contra los intereses de esa clase social que, en términos generales, es la integrante casi exclusiva de la oposición venezolana. La posición del gobierno en contra de los llamados créditos mexicanos o indexados, cuyas perversas «cuotas balón» son el más devastador mecanismo jamás creado por los ávidos sectores financieros privados en contra de la frágil economía de la clase media, hace que Chávez debiera más bien ser tenido por quienes tanto (y con tanta rabia) le adversan, si no como un buen presidente, por lo menos como un buen tipo. Pero, no es así.
Aunado esto a la actuación de una dirigencia que le obliga a quedarse por semanas enteras sin gasolina y que con sus torpes acciones hace quebrar los negocios y empresas de ese sector, que invita a acudir a marchas interminables que no conducen a nada, que produce saboteos que derivan en despidos masivos fundamentalmente de profesionales de la clase media, pueriles acciones de foquismo que solo afectan a las residencias de su gente, y falsificaciones masivas de firmas para el referéndum que violentan la intención democrática de quienes sí firmaron de buena fe, es decir; las únicas y verdaderas causas de las frustraciones de la clase media en los últimos cinco años, tendremos que concluir que para la oposición debe resultar, además de inconveniente, difícil desarrollar un discurso opositor medianamente fundamentado. Ello, por sí solo, explicaría la carencia de tal en el debate político que hoy se escenifica en el país.
Por eso en su «discurso», la oposición habla, cuando mucho, del «desempleo» y de «pobreza» como figuras legitimadoras de su afán oposicionista. Pero, en la práctica, califica a esos desempleados y pobres de «hordas» y «asesinos», y prepara contra ellos planes de confrontación armada para evitar su acceso hacia los sectores urbanos. Es, más allá de la evidencia de una velada actitud fascista, la inconsistencia del pensamiento hecha acción.
Sin argumentos sólidos que le permitan hilvanar un discurso lógico, cuyo contenido refleje una visión más o menos integral de la economía o, en todo caso, de algunos que otros fenómenos que eventualmente puedan afectar el desarrollo del país en cualquier ámbito, y teniendo que apelar a desgastados clichés de segunda mano como el anticomunismo o la devoción a la Virgen como instrumentos de lucha, debe remitirse al simple vocerío de consignas de escenografía mediática que le hagan aparecer, por lo menos en televisión, como expresión de un pensamiento estructurado.
Su dificultad (la razón de fondo de su recurrencia en el fracaso) es que busca llevar adelante una lucha sin causas comprobables (reclama libertad en uno de los pocos países donde existe y se consagra constitucionalmente una libertad plena, tanto para la empresa y los partidos políticos como para los ciudadanos, acusa de comunista a un gobierno que no expropia el capital privado y que honra la deuda externa como ningún otro país de la región y de tirano al único mandatario de nuestra historia que se preocupa por la mayoría excluida de la población y le brinda salud, educación y sustento). Es decir, trata de hacer sustancial lo insustancial. Construye, en definitiva, un pensamiento sin pensamiento.
¿Será verdad tanta mentira?
Cuando la oposición venezolana se percató de que sus medios de comunicación de masas transmitían solamente lo que les convenía y que la otra versión de los acontecimientos o de las ideas, como base de la más mínima objetividad, era negada por ellos en forma sistemática, entonces encontró fácil estructurar un discurso cualquiera que se le antojara, sin temer en lo absoluto a la elemental obligación de fundamentar lo que dijese en cámara o en prensa, generándose así la bizarra noción de que la libertad es el derecho no solo a expresar, sino a hacer ley cualquier barbaridad y que, además, luchar tenazmente por ella es lo correcto y lo patriótico.
De los cuatro métodos del conocimiento de Peirce, la oposición venezolana, apegada a la estructura de pensamiento de los medios privados de comunicación, se ubica en el más elemental y de menor capacidad para la generación de progreso humano, como lo es, según él, el Método de la Tenacidad, que es en el cual «la gente sostiene firmemente una verdad, que asume como cierta debido a su apego a ella, a que siempre la ha considerado como verdadera y real, y la repetición de esa verdad es lo que hace aumentar su validez... a menudo esta gente se aferra a su creencia en tales verdades aun frente a hechos que claramente estén en conflicto con ellas, e infieren «nuevo» conocimiento a partir de proposiciones que son o pueden ser falsas» [1].
Por eso, y porque la inyección de su pensamiento hueco solo es factible en los estamentos más jóvenes de la sociedad, precisamente porque son estos quienes no han tenido la oportunidad de conocer una dictadura verdadera o un régimen de supresión de libertades, de desapariciones o de exterminios en masa, es que hoy en día la oposición puede conquistar adeptos con planteamientos tan incongruentes como la lucha por una libertad no cercenada, contra un comunismo inexistente, o en protesta de una crisis económica que no es tal. Para lo cual escoge, además, como moldeadores de su discurso, desde los astrólogos más precarios hasta los políticos más ruinosos y demodé de los que pueda echar mano, pasando por destartalados colocadores de discos de los sesenta, que hoy desempolvan para hacerlos fungir de esclarecidos teóricos en los matutinos de televisión, precisamente porque, dada la inviabilidad de su constatación, el pensamiento hueco no requiere de formación intelectual ni credenciales académicas de ningún tipo.
¿Por qué luchar contra Chávez?
Porque, según esta forma de pensamiento, la libertad no se hizo para tenerla guardada. La única diferencia objetiva entre lo que la clase media venezolana tenía o no tenía antes y lo que tuvo o no tuvo después de la llegada de Chávez al gobierno, es la libertad. Pero no en el sentido en que ella la ha querido presentar en su propuesta discursiva (limitada o violentada en modo alguno), sino como en efecto su propia actuación (la de la clase media) confirma cotidianamente con su práctica oposicionista.
Concebir, por ejemplo, a las damas de la alta sociedad caminando junto a las jóvenes profesionales de la clase media en una marcha contra el gobierno o simplemente quemando cauchos frente a sus casas, fue siempre impensable entre otras cosas porque, además de no existir ninguna posibilidad de que las damas de la oligarquía aceptasen jamás el roce con las clases «inferiores», ni tener ellas razones para protestar porque los gobiernos de turno eran instrumentos para privilegiar expresamente a los sectores pudientes de la sociedad, la brutal represión que se desataba con la sola idea de una marcha contra el gobierno alcanzaba desde los liceos y universidades de todo el país hasta a los hogares de quienes osaran contravenir la majestad del poder establecido, con la proverbial secuela de detenciones y desapariciones que tanto aterrorizó a la sociedad venezolana.
El efecto inmediato que ocasionó la consagración de la libertad en la Constitución del 99, y la constatación progresiva de que Chávez no reprimía ni encarcelaba jamás a nadie que se le opusiera, fue que había una muy amplia y atípica libertad ciudadana en el país, pero que si no se usaba habría entonces la posibilidad de que la misma se estuviese desperdiciando. Tal logro social no podría ser creíble si no era sometido a prueba. Para los dinosaurios de la política venezolana que sobrevivieron a la hecatombe que significó la llegada al poder de una propuesta de transformación tan contundente como la de Chávez, esto fue el indicio de que todavía quedaban opciones para su subsistencia y se avocaron de inmediato a venderle a la clase media la idea de una extemporánea y bizarra emancipación, mediante el uso de marchas infinitas contra el gobierno, sin importar lo absurdo de denunciar de opresor al primer presidente que les permitía manifestar sin perseguirles.
El glamour que empezaba a tener aquella «simpática» forma de expresarse, para un sector tradicional y ancestralmente reprimido y desplazado, era solamente superado por la satisfacción de verse reconocido como clase por un estamento comunicacional que le reafirma en su convicción de que por fin está haciendo algo que vale la pena, aun cuando sea evidente que sus «razones» carecen de todo fundamento. El «estamos hartos» y el «solo queremos salir de Chávez», no son para esta gente ni siquiera la parte básica o resumida de una propuesta ideológica, o tan siquiera discursiva, porque el pensamiento hueco no requiere de bases. Pero sí son importantes como consignas que le emparentan claramente con un estatus social al cual aspira en su mayoría una gente que ha sido formada en la cultura de la frivolidad y el ascenso fácil que vende la televisión, y eso de por sí le da una razón de ser y un contenido suficientes en su lucha contra Chávez. De ahí que la importación de argumentos ajenos, como lo de su tan inusual preocupación por el nivel de desempleo o la miseria de los pobres (que, paradójicamente, por primera vez en nuestra historia no protestan por miseria o desempleo alguno), aun cuando demuestran la falta de razones creíbles que hablen de su propia necesidad de accionar políticamente en contra del gobierno, no pasa de ser una simple práctica de oportunismo para establecer, en los contados casos en que esto aparece como reflexión, más su condición social que política en el debate.
Es el drama de una clase que se niega férreamente a aceptar la más mínima posibilidad de estar equivocada, entre otras cosas porque no tiene cómo saberlo. No aprendió jamás cómo llegar a un pensamiento tan complejo.
[1] Buchler, J. (1995). Philosophical writings of Peirce. Nueva York: Dover
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