«Este mundo absurdo,
que no sabe a dónde va.
Aleluya, aleluya, aleluya.»
Cherry Navarro
Una de las peores desgracias que puede padecer un país, como bien dijo Ramón J. Velásquez, es, sin lugar a dudas, el oprobioso fenómeno de la desmemoria. Ella atenta contra ese valor esencial de la sociedad que es su identidad propia y vulnera el sagrado precepto de la justicia social mediante la ominosa y persistente desatención a la impunidad. Pero, en lo fundamental, su peor percance es que nos obliga a reincidir siempre en los errores del pasado, según la sentencia atribuida desde hace más de medio siglo al filósofo e historiador hispanoamericano Jorge Ruiz de Santayana, cuando afirmaba que «los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla».
En Venezuela, por ejemplo, muy poca gente es dada a recordar el pasado como base de nuestro progreso como país. La improvisación marcó desde siempre el modelo de gerencia que prevaleció en la administración pública, orientada las más de las veces por la aspiración del beneficio individual o político antes que por la búsqueda del perfeccionamiento de los procesos en función del desarrollo.
De allí el perverso hábito político de asumir el rol de la oposición como un ejercicio de puro obstruccionismo al Ejecutivo, sea cual sea su signo, por lo general desde el escenario de la bancada parlamentaria, mediante la improbación más tajante y absoluta de recursos económicos para programas y obras sociales o de infraestructura, o de la simple negación de quórum para la aprobación de leyes. (Otro aspecto determinante en este comportamiento fue la escasa formación intelectual y profesional que privó en el estamento político de la última mitad del siglo veinte, que nos llevó a tener presidentes que ni siquiera habían aprobado el bachillerato y a ministros de toda índole que ni siquiera habían cursado la primaria. Al respecto recomendamos ver: Alberto Aranguibel, «La extinción de la autocrítica», Question, junio de 2003).
Por eso Venezuela tiene el inusual privilegio de contar con infinidad de obras postergadas o en proceso de construcción que datan de hasta veinticinco y treinta años, como la manida Autopista de Oriente, por citar solo un caso. Los políticos han procurado siempre terminarla cuando son gobierno, sin encontrar el más mínimo apoyo, y se han dedicado sistemáticamente a boicotearla cuando son oposición. El resultado: la autopista más cara del mundo. De haberse construido cuando estaba programada, habría costado apenas una vigésima parte de lo que cuesta hoy en día su culminación. De lo que se desprende que el dinero invertido ahora para terminar esa obra tan importante hubiese podido usarse quizás para construir por lo menos unas doscientas escuelas bolivarianas, sin mencionar el inmenso desarrollo que su habilitación habría reportado a las regiones orientales a las cuales podría estar sirviendo esa vialidad desde hace años. Pero hay todavía gente que no recuerda esto y que sigue creyendo en figuras políticas que solo encarnan el pasado.
No recordar, entonces, quiénes y con cuáles argumentos de mezquindad obstruyeron el progreso del país, es probablemente uno de los percances más costosos que tenemos como nación. Pero, no recordar tampoco a quienes se nos vendieron como experimentados gerentes cuya supuesta sabiduría obligaba a aceptar como indispensable la venta de nuestras empresas básicas a precio de gallina flaca, solo porque su incompetencia impedía que las mismas resultasen de manera alguna rentables; ni recordar la vehemencia con que nos convencieron siempre de la imposibilidad de percibir nunca mejores precios por nuestro petróleo, ocultando su ineptitud tras los falsos preceptos técnicos en los que se fundamentaba la meritocracia gerencial de entonces, es definitivamente un costo muy alto, si tomamos, además, en cuenta el daño que todavía siguen haciéndole hoy al país con sus prédicas de economistas esclarecidos e irrefutables que avizoran inconstitucionalidad en cuanto programa pone en práctica el gobierno para salir del atraso social y económico en que ellos mismos lo dejaron. Su acción es tan férrea en procura de hacer olvidar a la sociedad sus desmanes durante la IV república, que incluso lograron convertir en odiosas las referencias del Presidente a los cuarenta años de ineptitud que le precedieron, tornando al denunciante en denunciado.
¿Por qué sobrevive este modelo?
Dos factores aparecen hoy como reanimadores de este modelo en la política nacional, aún a pesar de la fuerza que el proceso de cambios liderado por el presidente Chávez opone en su contra.
Uno, como es evidente, es la persistencia de la lucha por los privilegios que los sectores elitescos de la sociedad han detentado durante décadas. La procura de beneficios o prebendas fáciles entre este sector es un rasgo que se activa y se potencia exponencialmente ante la sola idea de un modelo político antineoliberal instaurado en el país, porque ello es una oportunidad excepcional de legitimar moralmente muchas de las fortunas mal habidas en su seno, incluso labradas lícitamente pero a costa del hambre y la miseria de sus trabajadores. Para eso, la captación de políticos opuestos al régimen mediante una modalidad cualquiera de financiamiento es una vía expedita para accionar con cierto margen de seguridad y eficiencia.
El otro, no menos importante, es la tendencia de los políticos fracasados a procurar mantenerse vigentes a como dé lugar, con la única finalidad de intentar impedir el éxito del que viene y de frenar, con el temor que inspire su relativo poder de convocatoria, cualquier acción que en lo sucesivo se oriente hacia su eventual enjuiciamiento futuro.
Sin embargo, la novedosa aparición de la figura del financiamiento del Imperialismo norteamericano a las organizaciones de desestabilización de regímenes que nos les resulten complacientes, es lo que termina por definir el nuevo modelo de desempeño político hacia el cual se enrumban hoy los países que en alguna oportunidad integraron lo que durante la Guerra Fría se conoció como el Tercer Mundo, ámbito en el cual todavía el Tío Sam considera que tiene muchas cuentas por cobrar.
A partir de ahora, además del dominio mediante la penetración militar y económica que practica per se el Imperialismo, el concepto de «dictadura delivery», ya sea a través del uso de vende patrias criollos o mediante la incorporación de alguno que otro senador colombiano igualmente asalariado, pasará a formar parte esencial del comportamiento de las sociedades que se aíslen del perímetro ideológico norteamericano o que, por lo menos, resulten susceptibles de conspiración contra los sagrados preceptos de la economía de libre mercado, porque la facilidad con la que pueden obtenerse las grandes sumas que hoy reparte el Departamento de Estado en desestabilización (al parecer sin riesgos de control alguno) es muy superior a todo lo que un político exitoso, un partido político entero, o hasta uno o varios empresarios promedio, pueden alcanzar a lo largo de toda su vida.
La idea de vender a las sociedades que existen dictaduras donde no las hay (dictaduras delivery), ha resultado un negocio fabuloso no solo para el gobierno norteamericano, que, al fin de cuentas, solamente anda en procura de su ancestral aspiración de la dominación universal, sino para esos sectores extintos de la política, en este caso de la venezolana, que además de un buen negocio encuentran en esto una manera de financiar el olvido de la sociedad y permitir así su relanzamiento al mercado electoral, supuestamente renovado y sin rastros de pasado pecaminoso alguno.
Es decir, hoy las sociedades no olvidan, como antes, por irresponsabilidad o dejadez, sino porque son «objetivos» de un modelo de mercadeo político que, paradójicamente, como se nutre del antiimperialismo que ellos mismos con su actuación fomentan, adquiere vigor a medida que se expande la noción de justicia social entre los pueblos.
¿Y Chávez?
Es por eso que Chávez termina por ser el financista de su propia oposición. Cuando Chávez apela a las estrategias de salvación a que obligan las acciones del oposicionismo y supera los contratiempos económicos que estas generan, además de hacerlo por la obligación histórica a que está sometido y por su clara comprensión del problema social, político y económico que ello encarna, lo que hace, en definitiva, es desmontar la idea de que es este un país en crisis, porque una crisis verdadera comprendería una recesión económica en la que no podría construirse tanta vivienda ni tanto centro comercial como el que aquí se construye, ni se vendería tanto vehículo de lujo como aquí se vende, pero mucho menos permitiría la rápida recuperación que experimenta la economía con cada plan o programa del gobierno para superar la contingencia de los ataques y del saboteo.
Si agregamos que cada acción del oposicionismo se expresa con la más amplia libertad de opinión o de manifestación en un país que no le cobra los costos de su vandalismo contra la economía, sin importar la dimensión de su desafuero (como el del saboteo petrolero, por citar solo uno) y que no acciona judicialmente en contra de quienes reciben dinero del extranjero colocados en el plano de la más obscena traición a la patria (como perfectamente puede hacerlo la justicia de cualquier país del mundo sin que ello acarree la más mínima perturbación), entonces es fácil aceptar que Chávez, más allá de demostrar con esto que es un gerente público por lo menos responsable y eficiente, es el verdadero tutor de la oposición.
Por eso ya hoy los argumentos que se esgrimen contra el Presidente no pasan jamás por planteamientos de tipo económico, sino que, muy convenientemente para las exigencias del financiamiento del Departamento de Estado norteamericano, se reducen al viejo cliché del anticomunismo y contra la dictadura que ellos mismos han inventado que existe en Venezuela, usando incluso para ello las conquistas de Chávez como estandarte de lucha (la «guarimba» tuvo como única expresión discursiva pintar las calles con el «350», que es el número del artículo de derecho a desobediencia civil que incorpora Chávez en la Constitución del 99).
Y por eso, por ser un negocio lucrativo que se nutre de la aspiración de justicia social de los pueblos, la oposición debe apelar a estrategias antichavistas cada vez más intensas e irracionales, que provoquen efectivamente el rechazo creciente incluso de esos sectores de la ciudadanía que antes estaban contra Chávez, y por ende el crecimiento del antiimperialismo que tanto necesitan para justificar sus reportes mensuales ante el Tío Sam. Que ya sus marchas no movilicen a nadie, o que el referéndum adquiera cada vez más complicaciones (por su propia culpa) no les preocupa más allá de lo debido, ni debe entonces resultarnos extraño o llevarnos a equívocos... el rédito de su ejercicio está en los bancos del norte, como ha quedado suficientemente demostrado.
No es como para sentirse orgullosos, pero también en eso de la innovación en modelos perversos de mercadeo político y en formas avanzadas de traición a la patria, como que estamos pasando a ser una verdadera revelación mundial... gracias únicamente a la inmoralidad de nuestra oposición.
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