Lula cerró su primer año de gobierno con una profunda recesión económica. Sin embargo, el PT podía seguir ostentando su principal credencial: la de ser considerado el «partido de la ética». Pero el segundo año de Lula comenzó con una crisis política, a raíz de un escándalo de corrupción que salpica a su principal colaborador. El escándalo abrió un boquete en la corriente de esperanza y optimismo que el brasileño había despertado en América Latina.
Los resultados del primer año de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) ponen al borde del fracaso la gestión de José Inacio Lula da Silva: el Producto Bruto Interno cayó 0,2%, lo que representa el peor desempeño de la economía brasileña en 11 años; el desempleo trepó hasta rozar casi el 12 % de la población activa, casi el doble del promedio de los años 90; las elevadas tasas de interés que defiende el gobierno ahogan la producción industrial y son las responsables directas de la recesión. En suma, pese a un escenario externo favorable -que le permitió a Brasil aumentar sus exportaciones nada menos que en un 21%- la economía quedó muy lejos de aquel «espectáculo de crecimiento» que Lula prometió durante la campaña electoral de 2002.
Al profundizar en el análisis de los indicadores económicos, los resultados empeoran. El gobierno aumentó voluntariamente el superávit fiscal primario del 3,75% comprometido con el FMI, a un 4,25% hasta el final del mandato, lo que significó la paralización de las inversiones del Estado y recortes en los programas sociales. Al superávit fiscal deben sumarse las tasas de interés elevadas que propicia el Banco Central, con el objetivo de mantener a raya la inflación y atraer capitales a Brasil -que ofrece las tasas más elevadas del mundo, del 16,5%-, lo que le permitió cumplir rigurosamente con el calendario de pagos a los organismos financieros internacionales. Pese al brutal esfuerzo realizado, el porcentaje de la deuda externa sobre el producto creció tres puntos en 2003, y se sitúa en el 58,2% del PBI. Esta política rindió beneficios exclusivamente al sector financiero.
En la vereda opuesta, la renta per cápita descendió el 1,5%, el consumo de las familias cayó un 3,3% y los gastos sociales bajaron del 2,59% del PBI al 2,45%. El Plan Hambre Cero, el plan social estrella del gobierno, camina a paso de tortuga por los escasos rubros disponibles: durante la campaña electoral Lula afirmó que el programa atendería a 50 millones de brasileños pobres, pero luego las metas fueron reducidas a tan sólo 18 millones.
La reforma agraria, un compromiso explícito asumido por Lula con los campesinos sin tierra, no levantó vuelo: en 2003 fueran asentadas apenas 25 mil familias frente a las 60 mil a que el gobierno se había propuesto asentar. El diagnóstico de Joao Pedro Stedile, principal dirigente del Movimiento de los Sin Tierra (MST), es terminante: «Los movimientos sociales, desde las pastorales hasta el movimiento sindical, consideran que la política económica se limita a mantener los intereses y beneficios del sector financiero» [1].
Opciones que marcan rumbos
Luego de tres fracasos en la urnas (1989, 1994 y 1998), Lula comunicó a su partido que no estaba dispuesto a afrontar una tercera derrota. En la etapa final de la campaña electoral de 2002, la candidatura de Lula sufría un potente ataque del capital financiero, que se resumía en la huida especulativa de capitales y una desvalorización importante del real frente al dólar. A mediados de ese año el «riesgo Brasil» había pasado de 800 a 1.850 puntos y el dólar de 2,20 a más de tres reales. Para afrontar esta crisis de confianza, la dirección del PT emitió el 22 de junio la Carta a los Brasileños, en la que Lula se comprometió a respetar los acuerdos con el FMI y la banca internacional: adoptar el régimen de «metas de inflación», mantener el cambio fluctuante, obtener superávits fiscales elevados y altas tasas de interés. Para el investigador Roberto Leher, fue «la mayor inflexión política en los 20 años de historia del PT» Roberto Leher, [2]. Los costos sociales y políticos de ese compromiso eran evidentes, pero la Carta le permitió a Lula ganar la confianza de un sector importante del empresariado y hasta del sector financiero, con cuyo respaldo llegó a la presidencia con el 61% de los votos en la segunda vuelta.
Pese a ello, el PT llegó al gobierno con apenas 14 de los 81 senadores y 92 de los 513 diputados. Estaba obligado a tejer alianzas. Algunas de ellas fueron alianzas preelectorales, como la que anudó con el Partido Liberal del vicepresidente José Alencar, el mayor empresario textil de Brasil y ex presidente de la estratégica patronal paulista, la Fiesp. Otras alianzas más vastas se fueron armando sobre la marcha. La más importante es la que se estableció con el PMDB (Partido del Movimiento Democrático de Brasil), partido de derecha que había apoyado al gobierno de Fernando Henrique Cardoso, que llevó al ex presidente José Sarney a ocupar la presidencia del Senado. Desde que Lula asumió el gobierno, numerosos diputados y senadores abandonaron los partidos de la oposición para engrosar los partidos aliados del PT, trasvase tradicional en la política brasileña, lo que le dio al gobierno una sólida base de sustentación parlamentaria.
El nuevo gobierno comenzó su andadura el 1 de enero de 2003, señalando que la «herencia maldita» que le dejó el gobierno anterior lo forzaba a recuperar la confianza de los mercados. El viraje histórico del PT y su esfuerzo por recomponer relaciones con el capital financiero, se plasmaron en un cambio en sus alianzas, visible en el gabinete de Lula. El área económica fue reclutada entre destacados personajes de «los mercados». El presidente del Banco Central, Henrique Meireilles, fue presidente mundial del Bank of Boston, el séptimo mayor banco de los Estados Unidos y, dato clave, la segunda mayor institución acreedora de Brasil luego del Citygroup. El ministro de Economía, Antonio Palocci, es un petista neoliberal, ex alcalde de una ciudad paulista de mediano tamaño, durante cuya gestión se destacó por promover privatizaciones, incluyendo la distribución de agua. Otros ministerios claves de esta área, como el de Agricultura y el de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior, fueron confiados a dos importantes empresarios del sector del agrobusiness. La alianza con este sector explica la increíble decisión de Lula de legalizar los cultivos transgénicos, que habían estado prohibidos incluso durante el gobierno de Cardoso, violando una promesa de campaña electoral.
El área política quedó en manos de la tendencia mayoritaria del PT, la Articulaçao, el sector que jugó un papel relevante en el viraje del partido hacia el empresariado transnacionalizado. Por su parte, el área social (Educación, Asistencia Social, Medio Ambiente, Salud, Deportes, Cultura) fue confiada al ala izquierda del partido y a sus aliados. Sin embargo, todos estos ministerios sufrieron los recortes presupuestales impuestos por el Ministerio de Economía.
Política exterior y reformas
La cancillería, a cargo de Celso Amorim, es el área más fiel a la trayectoria histórica del PT. La política exterior de Lula dio prioridad a la defensa de la soberanía nacional y al establecimiento de un conjunto de alianzas entre países del Tercer Mundo para plantarle cara al Norte en los foros internacionales. El primer paso fue el establecimiento del G-3, en junio, una alianza estratégica y de largo aliento con India y Sudáfrica. El segundo paso fue la creación del G-21, en cuya conformación Brasil jugó un papel decisivo, que contribuyó al descarrilamiento de la Cumbre de la OMC en Cancún.
Sin embargo, la política exterior del gobierno de Lula es sinuosa. Si bien la diplomacia de Itamaraty jugó fuerte en el tema de los subsidios agrícolas de los países ricos, en otras negociaciones reveló ambigüedades. En efecto, la lógica del bloque de países en desarrollo que se dio en Cancún no se trasladó al escenario del ALCA. Brasil fue uno de los principales responsables de que en la reunión ministerial de Miami, en noviembre, los defensores del ALCA tuvieran un respiro cuando había condiciones para asestarle un golpe serio a las pretensiones estadounidenses. Esto es, también, consecuencia de las opciones económicas y políticas hechas por el partido de Lula. Las elites empresariales del negocio agrícola tienen una fuerte dependencia del mercado estadounidense, donde dirigen el grueso de sus exportaciones. De ahí la opción brasileña de negociar un ALCA a la medida del sector empresarial.
En cuanto a las decisiones políticas, el primer año de Lula se saldó con una crisis en el PT. La reforma del sistema previsional emprendida por el gobierno, lo enfrentó al movimiento sindical, a amplios sectores de la ciudadanía y a una parte considerable de la militancia de base. La reforma era una exigencia del FMI a la que el PT se había opuesto cuando estaba en la oposición. Supone crear administradoras privadas para los fondos que aportan los funcionarios públicos, aumenta en siete años la edad mínima para jubilarse, impone una retención del 11% a los ya jubilados y reduce en un 30% el valor de las pensiones de los que perciben más de 2.400 reales (800 dólares). El gobierno sostuvo la tesis de que los funcionarios públicos tenían «privilegios», buscando enfrentarlos con los sectores más desfavorecidos. Pero la reforma fue contestada por las bases y dirigentes del partido. En junio, durante una gran marcha contra la reforma en Brasilia, participaron 36 de los 92 diputados del PT. El 8 de julio comenzó una huelga nacional de 400 mil funcionarios y el 4 de agosto, mientras se aprobaba el primer tramo de la reforma en la cámara de diputados, una manifestación de 70 mil personas frente al Congreso Nacional derivó en enfrentamiento con la Policía Militar. La reforma finalizó su trámite parlamentario en diciembre, siendo aprobada con el apoyo de los partidos de la derecha. El Directorio Nacional del PT impuso a su bancada la disciplina de voto, pero cuatro parlamentarios (una senadora y tres diputados) que se opusieron a la reforma fueron expulsados del partido en una votación dividida: 55 a favor de las expulsiones y 27 en contra. Numerosos intelectuales, algunos de ellos fundadores del PT, rechazaron la decisión; otros abandonaron directamente el partido, mientras los expulsados se dieron a la tarea de fundar un nuevo partido de izquierda.
Una coyuntura delicada
El gobierno del PT comenzó su segundo año, que para muchos observadores fijará el rumbo definitivo, con buen pie. La remodelación ministerial de enero permitió el ingreso del PMDB en el gobierno, consolidando una alianza que le asegura la gobernabilidad al contar con el apoyo de casi el 80 % de los parlamentarios. En febrero, la difusión de los datos sobre el desempeño económico del año anterior fueron un trago amargo, pero el PT podía seguir ostentando su principal credencial: la de ser considerado el «partido de la ética». El 13 de febrero esa credibilidad quedó pulverizada: la revista Epoca difundió imágenes del subsecretario de Asuntos Parlamentarios, Waldomiro Diniz, mientras negociaba comisiones ilegales y donaciones para la campaña electoral con un gran empresario del juego clandestino. Diniz es hombre de confianza de José Dirceu, quien se desempeña como jefe del gabinete y es un amigo íntimo de Lula. El presidente despidió al asesor buscando acotar daños. Aunque consiguió disciplinar a sus parlamentarios para evitar la formación de una comisión investigadora, las encuestas revelan que el 67% de la población quiere la renuncia de Dirceu, porque tenía que conocer las irregularidades cometidas. La aprobación a la gestión de Lula descendió del 75% que ostentaba en abril del año pasado a apenas el 38% que registran las encuestas luego del escándalo. Por primera vez, los que opinan que su gestión es regular, el 42%, superan a los que la aprueban.
Para Emir Sader, prestigioso sociólogo de izquierda, estamos ante la erosión del capital simbólico del PT. El «Waldogate», como la prensa bautizó el escándalo, significó una herida al aura ética del partido. Pero esto no sería lo más grave: la crisis terminará, en su opinión, favoreciendo al equipo del Ministerio de Economía, "que es doctrinariamente neoliberal [3]. El análisis de Sader lo comparten muchos intelectuales de izquierda: concluye que «Lula se ha desdibujado ideológicamente a lo largo de su primer año de gobierno», asegura que su política neoliberal«es más radical que la de Cardoso» y, aunque el presidente no va a caer por su primer escándalo de corrupción, «su gobierno quedó desgastado».
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