La falta de legislación permite la presencia de sustancias potencialmente tóxicas en alimentos de consumo humano.
La historia de la humanidad va, en cierta manera, ligada a la historia de la agricultura. Cuando el hombre pasó de recoger lo que la naturaleza le ofrecía a plantar, cuidar y disfrutar de aquello que más le gustaba, comenzó la época moderna. Desde entonces hemos podido manejar la naturaleza para nuestro beneficio. Desde entonces, no hemos dejado de aumentar en número sobre la faz de este planeta (algo que, por cierto, puede llegar a ser peligroso).
Desde entonces, hemos vivido una existencia cada vez más segura. Durante siglos, el hombre ha ido escogiendo las cepas y razas de hortalizas, frutas y verduras que más le han gustado. Durante siglos se han ido cruzando y seleccionado aquellas variantes más apetitosas. Por otro lado, hace menos de tres décadas comenzó una revolución en la biología. La era de la biología molecular.
Los trabajos pioneros de Jacob y Monod podrían considerarse como los prolegómenos de esta nueva época. Sin embargo, y por poner una fecha de inicio, fue el trabajo de Southern a finales de los setenta, sobre el marcaje de ADN sobre membranas sintéticas, el que considero como punto de partida de la era molecular.
De ahí a la modificación genética de organismos no se tardó mucho. Inicialmente, fueron organismos primitivos y simples, como bacterias y virus bacteriófagos, los que se manipularon para preparar genotecas de ADN con las que se clonaron genes de muchas especies (incluidos humanos).
Estos estudios sirvieron para descifrar el código genético y, con él, la secuencia de aminoácidos, de un gran número de proteínas y, posteriormente, su función. El conocimiento que se tiene hoy en día del hombre y las bases moleculares de sus enfermedades no sería igual sin estos avances. Estas investigaciones han permitido desarrollar terapias para esas patologías. Desde hace unos años, la investigación biomédica ha evolucionado con dos nuevos hitos en la historia de la ciencia: los animales transgénicos y las células madre. En este contexto, se ha producido aquello que era lógicamente esperable, el cruce entre agricultura y biología molecular. Este cruce ha dado lugar a lo que se conoce como alimentos transgénicos.
Ahora viene la pregunta clave ¿Alimentos transgénicos sí o no? La respuesta es mucho más compleja de lo que pueda parecer en un principio, por lo que es mejor dar todas las explicaciones necesarias para comprender el tema. En primer lugar, explicaré en qué consiste un organismo transgénico. La plantas transgénicas (o cualquier otro organismo modificado genéticamente, OGM) suelen tener genes que no poseían en estado natural. También pueden carecer de algún gen que aparezca en la especie natural.
Puede ser un gen de otra especie, de ahí el nombre de transgénico. Incluso se pueden inducir algunos genes para que sólo se expresen en determinadas situaciones, aunque este tipo de OGM suelen emplearse más para investigación biomédica que para elaborar plantas de diseño.
Todas estas modificaciones se realizan en laboratorio y se introducen a posteriori en la planta. Hasta aquí, todo sería parecido a cruzar cepas para escoger lo mejor de cada una. Es decir, sería como lo que se ha hecho a lo largo de la historia de la humanidad, pero acelerado y dirigido. Más rápido y apuntando en una dirección concreta. Esta estrategia abriría unas posibilidades increíbles ¿Se pueden imaginar tomates gustosos, naranjas jugosas o pimientos crujientes? ¿Se pueden imaginar frutas y verduras con más vitaminas y oligoelementos?
Sería maravilloso, pero la realidad es muy distinta. Los alimentos transgénicos no se están preparando para beneficiar a los consumidores, sino para lucro de los productores. Los alimentos transgénicos no son mejores que los que ya hay en el mercado (de cara a los que estamos destinados a comerlos), sino que se preparan para que resistan enfermedades o plagas que aumentan los costes de producción. ¿Cómo evitarlo? Introduciendo en las plantas genes que producen antibióticos, insecticidas o toxinas. Eso puede evitar el ataque de microorganismos o insectos, pero a expensas de mantener elevadas cantidades de productos tóxicos en el vegetal. Naturalmente, esas sustancias tóxicas van, finalmente, a parar a los estómagos del consumidor.
A sus estómagos y a sus hígados y a su corazón, sus músculos e incluso puede que hasta su cerebro. Esa es la triste realidad. Algunos quieren justificar esta estrategia en base a la producción de alimentos suficientes para abastecer las regiones más desfavorecidas. Este argumento es una mera excusa. Los productos como sorgo, mijo o patata, que abastecen grandes regiones subdesarrolladas, no son objeto de investigación en el campo de los transgénicos.
Lamentablemente, esto no es lo peor de todo. Cuando el consumidor va a la tienda, no se le informa de cómo está modificado el alimento transgénico (si es que tiene la suerte de que la etiqueta indique al menos que contiene un alimento transgénico) y las sustancias tóxicas que pueda tener. La cuestión no es, por lo tanto, transgénicos sí, transgénicos no. Como cualquier otra cosa hecha por el hombre, los alimentos transgénicos pueden ser buenos o pueden ser malos. Como un cuchillo, puede emplearse para tareas domésticas o para hacer daño. El debate no debe centrarse en legislar todo lo concerniente a este asunto. Cualquier tipo de sustancia que se quiere introducir para uso humano debe ser estudiada hasta la saciedad.
Actualmente, se pueden escoger alimentos sin aditivos (conservantes, colorantes, potenciadotes del sabor, etc.), ya que su presencia viene indicada en la etiqueta de los alimentos de muchos países. Sin embargo, no tenemos esa oportunidad con lo alimentos transgénicos. No tenemos opción de saber soi el alimento transgénico produce alguna sustancia potencialmente tóxica para la salud. Por lo tanto, aun en el caso de que contuviera un producto que no deseamos ingerir, no tendríamos la oportunidad de descartarlo.
Ante este estado de cosas y dada la falta de legislación e información sobre el tema, mi postura sobre el tema es no a los alimentos transgénicos. Pero... ¿cómo sabré distinguirlos cuando estén delante de mí?
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