Desde el punto de vista histórico se podría considerar que con la Revolución Industrial (1750-1850) y la Revolución Francesa (a partir de 1789) los fundamentos económicos e ideológicos políticos del capitalismo dominaran prácticamente todo el mundo. El socialismo como alternativa era una utopía.
En 1917 triunfa la Revolución Rusa y con ello el utopismo socialista se convierte en realidad.
Después de la segunda Guerra Mundial dos sistemas se conforman, el capitalismo y el socialismo, hegemonizados por EE.UU. y la URSS respectivamente. Esta disputa se dio en el campo técnico-económico, ideológico y fundamentalmente en el militar.
A partir de 1989 el mundo socialista comienza su derrumbe y se levanta la concepción del «pensamiento único», esto es, «la doctrina viciosa que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo» [1].
A la luz de esta experiencia, cualquier alternativa deberá huir de los extremos que castigaron a una porción significativa de la humanidad del siglo XX: el libre mercado y la planificación centralizada. Ni uno ni otro subordina la economía a los derechos del ciudadano. El mercado estrecha oportunidades, concentrando la riqueza en manos de pocos. La planificación centralizada, aunque ejercida en nombre del pueblo, de hecho lo excluye de las decisiones. El mercado agrava el estado de injusticia. La planificación centralizada restringe el ejercicio de la libertad.
Para conciliar mercado y planificación, urge que la lógica económica abandone el paradigma de la acumulación privada para recuperar el del bien común, de modo que la ciudadanía se sobreponga al consumo y los derechos sociales de la mayoría a los privilegios ostentosos de la minoría.
Desde el punto de vista teórico, se podría afirmar que existen dos enfoques. El primero piensa la organización política de la comunidad humana a partir de un contrato social entre los individuos, los cuales planean en común sus leyes, sus jerarquías, la distribución del poder y la mejor forma de atender a las necesidades públicas. Además de una preocupación privada, los socios comprenden también que es imprescindible organizar a determinados aspectos colectivos que redundan en beneficio de todos y de la viabilidad del mismo grupo. Hay oposición de intereses pero no al marco comunitario. Por tanto, es posible decidir en común lo que concierne a todos y revisar periódicamente las normas establecidas. Los gobernantes intervienen periódicamente para corregir las disfuncionalidades que resulten de la mera pugna entre los intereses particulares o proteger a quienes se vean por cualquier circunstancia incapacitados para atender a sus necesidades más básicas.
El segundo enfoque plantea que el poder político debe establecer tan sólo un marco lo menos intervencionista posible, dentro del cual tengan libre juego las libertades de los socios en busca de satisfacer sus intereses. Cada cual es muy capaz de buscar lo mejor para sí mismo, aunque no le sea para planificar lo que ha de ser preferible para todos. Pero es que precisamente el mayor beneficio público surgirá de la interacción entre quienes buscan sin cortapisas su provecho privado. En la búsqueda de su propio bien, cada cual no tendrá más remedio que colaborar aun sin proponérselo con el de los demás porque siempre se obtiene más de los otros beneficiándoles que perjudicándoles. La «mano invisible» armonizará lo aparentemente discordante, reforzará los mejores planes de vida comunitaria y condenará al fracaso las otras soluciones. El poder político debe abstenerse de intervenir en tal juego entre las astucias privadas para no viciar el resultado final y dañar al conjunto buscando un exceso artificial de perfección [1].
El defensor de la decisión colectiva busca una sociedad explícitamente consentida por sus miembros, es decir, que ellos mismos hagan la elección acerca de las instituciones y las condiciones materiales. El defensor de la mano invisible busca una sociedad que resulte del consentimiento, aunque nunca haya sido explícitamente consentida en conjunto puesto que las elecciones de sus miembros individuales recaen sobre cuestiones que nada tienen que ver con el resultado global.
Davos versus Porto Alegre
En el mundo de hoy se debaten estos dos proyectos. De una parte, los miles de campesinos, líderes indígenas, trabajadores, dirigentes políticos de los países más deprimidos económicamente, se reúnen anualmente en el Foro Social, Brasil, levantando la bandera de «otro mundo es posible».
Mientras que los grandes magnates de la política, la economía y las finanzas que igualmente se reúnen anualmente en Davos, Suiza, se plantean: ¿Por qué otro, si ya tenemos este, capitalista, neoliberal y globocolonizador?.
Este mundo que se asume como el único posible ciertamente es el mejor, excepto para 1.300 millones de seres humanos que no tienen acceso al agua corriente. Uno de cada siete niños no asiste a la escuela, más de 840 millones de personas están desnutridas y padecen hambre. Unos 1.400 millones de personas viven con un ingreso diario inferior a un dólar, y las mujeres representan más del 60% de los analfabetos -calculados en 1.200 millones- y están excluidas de la vida política [2].
La economía mundial sigue presentando serios problemas, como las crisis financieras periódicas, la recesión, el desempleo y la pobreza, por tanto es una ilusión esperar una tabla de salvación neoliberal que venga de las islas de opulencia. Los muros de los campos de concentración de la renta son demasiado altos para permitir la entrada de la multitud de excluidos. Pero son demasiado frágiles para impedir el riesgo de una implosión. Hay que buscar una alternativa al actual modelo económico, antes que la desesperación fomente todavía más el terrorismo. Y esa alternativa pasa, necesariamente, por el cambio de valores, por la voluntad política de los principales gobernantes del mundo, y no sólo de mecanismos económicos.
Es muy curioso constatar cómo la economía utiliza categorías religiosas, como la «mano invisible» de Adam Smith. Es el caso del mercado, que parece tener sentimientos humanos, según los comentarios de quien considera que delante de tal hecho, él «reaccionó bien» o «se retrajo». A él se puede aplicar, en la óptica neoliberal, el axioma dogmático: fuera del mercado no hay salvación.
Para el financista más importante de mundo, George Söros «el fundamentalismo del mercado es tan poderoso hoy que cualquier fuerza política que ose resistirse es motejada de sentimental, ilógica e ingenua» [3].
Si el mundo ronda en torno a la economía y ésta gira en torno al mercado, eso significa que éste, revestido de carácter idólatra, se sostiene encima de los derechos de las personas y los recursos de la tierra. Se presenta como un bien absoluto. Decide la vida y la muerte de la humanidad. Así, los fines -vida y felicidad humanas-quedan subordinados a la acumulación privada de las riquezas. No importa que las riquezas de uno signifique la pobreza de muchos. El paradigma del mercado son las cifras de cuentas bancarias y no la dignidad de las personas.
Hay, pues, una inversión de los valores. Los productos pasan a ser sujetos y las personas objetos. Es el producto que imprime valor a quien lo posee. Por tanto, los desposeídos carecen de valor y, descartados del juego económico, son atraídos a reverenciar la abundancia de los privilegiados.
La ostentación de los millonarios funciona como un icono en el que se proyectan aquellos que, excluidos del festín al menos saborean virtualmente las migajas psicológicas caídas de la mesa de los acomodados. Quien sabe, un día, cualquiera de nosotros podría ser uno de ellos. Sueño que fácilmente se transforme en revuelta.
El experimento venezolano
El primer proyecto ahoga al segundo, es totalitario y aterrador, mientras que el segundo subordina lo individual a lo colectivo. En términos sociales se trata de un debate dilemático: o se sigue manteniendo un mundo de excluidos, o se lucha por la construcción de un mundo donde impere la inclusión.
El proceso político en marcha en Venezuela constituye un laboratorio de experimentación de este debate. De lo que se trata es de construir una sociedad donde los excluidos sean incluidos y no donde se excluya a los incluidos.
¿Cómo entender en Venezuela las posturas de sectores sociales, minoritarios desde el punto de vista cuantitativo, pero con una importancia capital cualitati-vamente, siempre incluidos, que se manifiestan en contra de políticas gubernamentales que buscan precisamente darle oportunidad a los excluidos?
¿Por qué oponerse a la Misión Robinson si esta no excluye a los incluidos sino lo que busca es incluir a los excluidos, esto es, lograr que lo iletrados al menos aprendan a escribir su nombre?
¿Por qué cuestionar el Plan Barrio Adentro si este lo que intenta es brindarle la oportunidad en salud a sectores históricamente excluidos, lamentablemente mayoritarios, que para nada afecta a los otros sectores que si han tenido, tienen y seguirán teniendo atención en salud, preventiva y curativa? ¿Cuál es el médico que dejará de atender una clínica o un hospital por atender a un paciente de Barrio Adentro?
¿En qué afectan las Escuelas Bolivarianas a las escuelas públicas y privadas que asientan a los hijos de los incluidos?
¿Por qué manifestarse en contra de que exista la Universidad Bolivariana de Venezuela ofreciendo cupos para los hijos de quienes le han sido negados ese derecho si eso no impide que «los hijos de papá» sigan estudiando en las universidades públicas o privadas?
¿En qué puede afectar a los sectores incluidos que los olvidados de siempre comiencen a ser tomados en cuenta con las Misión Sucre y Ribas?
Pero, en verdad, lo que subyace en el fondo de estas posturas es el mismo debate entre los dos proyectos de sociedad: unos que sienten un afecto excesivo consigo mismo, se resisten a compartir país y riqueza, y otros que perciben que les llegó su hora.
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