Los delitos cometidos en el seno de multinacionales farmacéuticas urgen una reconversión del sector.
Ninguno de los bienes que pueda poseer un humano es tan preciado como la salud. Sin ella no se puede disfrutar de nada de lo que la vida que nos ofrece. Por ello, algunas sociedades han hecho de ésta una cuestión de estado. La sanidad es un beneficio público y un derecho, no sólo constitucional, sino de facto en ciertas naciones.
Como todas las actividades humanas, la salud se enfrenta a graves problemas. La mayor parte de ellos solucionables. Sin embargo, la salida a estas cuestiones pasa frecuentemente por encima de intereses económicos y políticos, por lo que parece inviable. Hoy no voy a abordar todas las dificultades que tiene este sistema para funcionar correctamente.
No voy a hablar de las listas de espera, ni de la falta de sanidad pública en muchos países. No mencionaré la indiferencia del norte frente a la muerte a gran escala en países del sur por patologías con solución médica relativamente asequible. No voy a hablar del poco tiempo que algunos especialistas pueden dedicar a sus pacientes ni del despilfarro de medicamentos que se produce en algunos estados. Hoy voy a hablar de las empresas farmacéuticas.
Más en concreto, del modelo farmacéutico internacional. Hace unos días, la policía italiana denunciaba a 4.713 personas en la operación Giove. Eran 4.440 médicos y más de 200 trabajadores de la multinacional farmacéutica GlaxoSmithkline (GSK). El delito consistía en dar fuertes sumas de dinero de forma directa o indirecta a médicos para que prescribieran los fármacos de GSK. Esta semana también, otro escándalo de GSK ha salido a la luz. La compañía farmacéutica conocía desde hacía tiempo que uno de sus medicamentos, Paxil, no era efectivo para el tratamiento de la depresión en adolescentes.
Es más, aumentaba el riesgo de suicidio. De hecho, el 7,7% de los jóvenes tratados con este fármaco tuvieron pensamientos de suicidio, más del doble que los muchachos que no recibieron tratamiento. Estos dos hechos puntuales sacan a la palestra graves defectos del sistema sanitario.
Las compañías farmacéuticas son, como cualquier otro tipo de empresa: máquinas de hacer dinero. Ello conlleva, en muchas ocasiones, a prácticas que rozan el límite de la ética o incluso, como en los casos descritos arriba, que transgreden claramente la ley. Esto es algo sencillamente intolerable. Uno se siente engañado cuando compra una sartén defectuosa y se le rompe el mango después de dos o tres usos.
¿Cómo se sentiría un padre si supiera que su hijo de catorce años se ha suicidado por culpa de un medicamento que, además, nunca le hubiera curado? Y... ¿Cómo se sentiría si supiera que los fabricantes conocían este riesgo y lo ocultaban para ganar más dinero?
La situación se conoce desde hace mucho tiempo. Lamentablemente, los esfuerzos de la administración por solucionarla no han sido demasiados. Incluso la industria cinematográfica se ha hecho eco de ello. En películas como “El fugitivo”, protagonizada por Harrison Ford, han salido a la luz la ocultación de datos negativos sobre fármacos, el soborno a médicos para que prescriban un determinado medicamento, el poder de las multinacionales farmacéuticas...
Todo ello y mucho más, es el resultado del actual estatus de la industria farmacéutica. Son los síntomas de una industria mastodóntica enferma que se precipita por un acantilado, arrastrando gente inocente en su caída libre. La reforma de este sector del sistema de salud es incuestionable y debería ser inminente. Es necesaria una reforma amplia, desde la base. Una reforma que permita un desarrollo más ágil y más económico de los fármacos, sobre todo en patologías donde la demanda lo urge.
Una reforma que dé cabida a todas las estrategias terapéuticas conocidas. Que permita la absorción en el sistema de salud de aquellas formas de terapia que han demostrado su eficacia. Una reforma que no suponga pérdidas desorbitadas cuando una molécula nueva no funcione. En una palabra, un sistema que no esté engullido por máquinas de hacer dinero. Mientras el control de la salud esté exclusivamente en manos de multinacionales, seguiremos teniendo fármacos peligrosos y médicos sobornados. Hacen falta cambios profundos a nivel de legislación, de organización, coordinación y de financiación de la investigación básica. Cambios que deben de ser pactados por gobiernos y empresas farmacéuticas. Cambios que hagan que el coste de un fármaco baje de los aproximadamente 300 millones de dólares hasta su entrada en el mercado (800 millones, si se pondera el gasto). Podría parecer una quimera conseguir esta transformación, aunque bastarían unas pocas medidas consensuadas para encontrar soluciones aceptables para todas las partes.
Una solución podría pasar por la existencia de agencias nacionales desde donde se coordinaran y gestionaran los ensayos clínicos. Eso ahorraría millones de dólares de ensayos clínicos y millones de dólares del mal llamado “marketing”. Otra medida podría consistir en la financiación enfocada para grupos de Centros de Investigación, de hospitales, de universidades públicas y privadas. Varios de estos grupos, trabajando durante unos años pueden aportar valiosa información sobre las cualidades de una determinada terapia.
Sería largo de explicar cómo se podría sanear el sistema de salud. Habría incluso alternativas a estas soluciones que mejorarían sustancialmente el sistema. La cuestión es si realmente interesa hacerlo y si los gobiernos nacionales tienen la fuerza suficiente como para negociar con gigantes económicos con ganancias astronómicas. Es posible que GSK y los otros grandes, como Pfizer, Johnson & Johnson, Novartis, Merck, etc., sólo quieran sentarse en la mesa de negociación cuando la debacle que se avecina para un sector enfermo se haga efectiva.
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