Nunca antes habían coexistido, en Sudamérica, tantos gobiernos que en algún momento proclamaron su intención de poner distancias, o romper directamente, con el modelo neoliberal. Sin embargo, los pasos en esa dirección, salvo excepciones, no pasaron de las declaraciones.
Los actuales presidentes de Ecuador, Perú, Venezuela, Paraguay, Argentina, Brasil y Bolivia, llegaron a sus cargos aupados por movimientos populares y fueron elegidos porque marcaron claras distancias -unos de forma contundente, otros con la mayor tibieza- con el modelo neoliberal que azota la región desde hace por lo menos quince años. De todos ellos, sólo el presidente venezolano Hugo Chávez ha dado muestras inequívocas en el sentido de romper amarras con el modelo. El ecuatoriano Lucio Gutiérrez se pasó al bando neoliberal, el peruano Alejandro Toledo lo siguió en el mismo rumbo, en tanto el boliviano Carlos Mesa se encuentra paralizado por presiones cruzadas de los intereses imperiales y de las elites locales, por un lado, y la amenaza del movimiento popular de retomar las calles.
Los gobiernos más importantes de la región, los de José Inacio Lula da Silva y Néstor Kirchner, comenzaron sus gestiones en un clima de esperanza generalizada. Aún los intelectuales críticos auguraban una «salida gradual de la lógica neoliberal», que parecía posible e inminente [1]. Sin embargo, no dieron hasta ahora ningún paso serio en esa dirección, aunque justo es decir que el argentino lucha por anteponer los intereses nacionales a los de la banca internacional, quizá porque enfrenta la necesidad de recuperar credibilidad para el vapuleado Estado nacional argentino, al borde de la quiebra y sumido en una grave crisis de legitimidad.
La correlación de fuerzas a escala del subcontinente, permitía avizorar a comienzos del año 2003, las posibilidades de un cambio de rumbo. Hacia el fin del primer trimestre del 2004, esas expectativas se han evaporado y el gobierno venezolano vuelve a quedar aislado (junto a Cuba) en su solitaria lucha por desprenderse de un modelo que ha destruido las sociedades y ha puesto de rodillas a los países ante los organismos financieros internacionales. Se trata, sin lugar a dudas, de una oportunidad perdida que no volverá a repetirse en mucho tiempo.
No sería oportuno achacar a tantos grupos y partidos en el gobierno (algunos de los cuales como el PT de Brasil, tienen una larga historia de luchas), el haber traicionado las causas populares. Hay casos de oportunistas, como Gutiérrez, pero no es ésa la pauta de todos los casos reseñados, y no lo es en absoluto de presidentes como Lula y Kirchner. ¿Qué ha fallado? ¿Porqué la ruptura con el neoliberalismo se muestra tan esquiva? La respuesta, es que a nadie le agrada conducir una barca hacia zonas de alto riesgo, y todos procuran evitarlo. O sea, que la salida del neoliberalismo no puede procesarse sin una profunda crisis social, política, cultural y económica. No sólo por las razones externas esperables (el inevitable acoso imperial), sino por los cambios habidos en nuestras sociedades en las dos últimas décadas.
Un tejido social desgarrado
No es un secreto que el modelo neoliberal destruyó las sociedades tradicionales. Debilitó a los Estados nacionales al poner en el centro de la sociedad al mercado, como eje regulador de todos los ámbitos de la vida; destruyó las industrias dedicadas al mercado interno que habían crecido desde la década de 1930; polarizó las sociedades creando una capa de nuevos ricos, legiones de marginados y desocupados, y empobreció a sectores de las capas medias. Nuestras sociedades perdieron la fisonomía que habían adquirido a lo largo de décadas de potentes luchas, que fueron configurando rasgos específicos y dieron pie al nacimiento de Estados sociales imperfectos.
Pero no todos perdieron con el neoliberalismo. Este modelo no beneficia sólo a las elites de cada país; de lo contrario, no podría haberse sostenido durante este tiempo en el que sus principales impulsores ganaron numerosas elecciones con amplio respaldo popular. Este es uno de los cambios sociales más profundos y desgarradores que enfrentamos en América Latina. El mundo del trabajo fue partido en dos por el modelo: una porción minoritaria, pero significativa, conserva sus derechos laborales y sociales, mientras la mayoría de los trabajadores, y una porción creciente de las capas medias, fueron empujados a la marginalidad.
La suma de desocupados e informalizados oscila en el subcontinente entre un mínimo del 45% y trepa en algunos países hasta más del 70% de la población activa; y sus condiciones de vida empeoraron en la última década de forma alarmante. El grupo de los que aún mantienen trabajo fijo y estable en el sector privado -aún percibiendo salarios relativamente bajos- pudo eludir la caída en el abismo: obreros, administrativos y técnicos de las ramas dinámicas del sector privado, trabajadores «en blanco» o formales, son los que mantienen capacidad de consumo, suelen vivir en los barrios «consolidados» de las grandes ciudades, tienen acceso a servicios de salud y educación, usan transporte privado, computadora y a internet [2]. Estos cambios sociales nos llevan a considerar que las elites y los sectores sociales que se benefician con el sistema han conocido, en cada país de modo diverso, una importante expansión, pasando de representar -en números muy gruesos- quizá del 5% anterior a un promedio que puede oscilar entre el 10 y el 20% de la población de cada país.
En Argentina, donde el porcentaje de la población asalariada fue de los más elevados del continente, los aumentos salariales -que son el motivo principal de la acción sindical- benefician al 19% de la población activa, que representa sólo al 8% de la población total [3]. Los cambios provocados por el neoliberalismo llevaron a que la mayor parte de la población activa esté excluida del empleo asalariado formal y de sus beneficios: en efecto, si de la población activa total se restan los desocupados (22% en 2002), los asalariados no registrados o "en negro" (22%), los informales (17%) y los empleados del sector público (15%) que reciben aumentos ridículos, muy por debajo de la inflación, concluimos que sólo el 19% de los trabajadores (aquellos que pertenecen al sector privado y están registrados, o sea que pertenecen a grandes empresas) son los verdaderos beneficiarios de los aumentos salariales [4].
Mientras más de la mitad de la población se hundió en la pobreza, a este sector le ha ido bien, o relativamente bien, en las dos últimas décadas. Estos grupos sociales, que a menudo son la base social del neoliberalismo, suelen estar sobre-representados en el movimiento sindical y son los que marcan los rumbos del sindicalismo.
Pasión por la estabilidad
Uno de los efectos más perversos del neoliberalismo, es que los que más necesitan romper con él, tienen enormes dificultades para organizarse y hacerse escuchar, mientras los que pueden hacerlo están interesados en mejorar su situación dentro del modelo. Esta fractura no se registraba en el período de la industria nacional de sustitución de importaciones, cuando todos los sectores populares tenían -a grandes rasgos- intereses mínimos comunes. Dicho de otro modo: hasta los años setenta podía sostenerse que el movimiento sindical, en el que se agrupaban todas las categorías de obreros, tendía a representar el «interés general» de la clase trabajadora. Esto ha cambiado radicalmente con la implantación del neoliberalismo. En palabras de un dirigente de la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA), refiriéndose al sindicalismo que sólo organiza a los que tienen trabajo formal: «Un modelo sindical que sólo apuesta a organizar a este sector, apuesta a la debilidad de la clase trabajadora y es funcional al sistema» [5].
No es ninguna casualidad, por tanto, que las luchas más importantes de la última década las protagonizaran los sin tierra brasileños y paraguayos, los indios bolivianos, ecuatorianos y chiapanecos, los habitantes de las barriadas pobres en las periferias de las grandes ciudades, como los piqueteros argentinos y los vecinos de El Alto en Bolivia. Ciertamente, hubo sindicatos y gremios de trabajadores que desplegaron luchas muy importantes. Pero fueron la excepción. Lo habitual, es que los que verdaderamente pelean son los desocupados y subocupados, en suma, los marginalizados por el neoliberalismo.
El secretario de Organización de la CUT brasileña, Rafael Freire, expresa de forma transparente la existencia de dos opciones entre los oprimidos. Sostiene que en el amplio movimiento contra la globalización neoliberal, coexisten dos opciones: la de quienes promueven su «abolición», y los que como la CUT y las grandes centrales sindicales del mundo «trabajan por la "reforma" de esos organismos" y defienden "medidas que den una dimensión social a la actual globalización» [6].
En todo caso, ambas alternativas (antisistémica y de inserción en el sistema) no deberían visualizarse como opciones ideológicas, sino como resultado de los intereses de sectores sociales que están insertos de forma diferente y contradictoria: los marginalizados, por un lado, y los que tienen trabajo fijo y expectativas de ascenso social, por otro.
Más aún, buena parte de los trabajadores sindicalizados suelen abrigar temores hacia los desocupados, cuando éstos salen a las calles. En ese sentido, los sectores que tienen trabajo fijo, ya sean obreros, administrativos o técnicos, mantienen actitudes culturales próximas a las de las clases medias con las que están cada vez más emparentadas. Lo sucedido en Argentina en los momentos más intensos de la crisis -la confluencia en las calles entre los marginalizados y las capas medias- no es lo habitual. El deseo de progresar dentro del neoliberalismo de aquellos que no se han hundido en la pobreza, se expresa políticamente como apuesta a salir de forma gradual del modelo. Tienden a rechazar los caminos políticos que pueden provocar crisis sociales y, muy en particular, recelan de que los marginados puedan ocupar un papel relevante en el escenario político, económico y social.
Ruptura con el modelo y crisis social
En algunos países, las grandes centrales sindicales hace tiempo que ya no representan los «intereses generales» de los trabajadores, sino apenas intereses corporativos de pequeños sectores. Es el caso del llamado «sindicalismo empresario» patrocinado por la CGT argentina, muchos de cuyos sindicatos participaron en el proceso privatizador asociándose al gran capital internacional, ya sea en pensiones creados por el menemismo.
Pero es también el caso de las centrales brasileñas, cuyos dirigentes han sido señalados como parte de una «nueva clase social» surgida de la administración de los fondos de pensiones originados en las antiguas empresas estatales [7]. Por diferentes vías (mafiosas en el caso argentino, constitucionales en el brasileño), el sindicalismo tradicional vive una profunda mutación: sus capas más altas están muy lejos de aquella «aristocracia obrera» nacida a principios del siglo pasado, integrada por obreros manuales calificados, bien remunerados, educados y con formas de vida diferenciadas del resto de los trabajadores, que apostaron a los grandes partidos reformistas. Ahora estamos ante una fusión de intereses entre la gran burguesía y un sector de los trabajadores, justo aquellos que ejercen un papel determinante en el movimiento sindical, por lo menos en unos cuantos países de América Latina.
Esto explica, entre otras muchas razones, porqué la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) se moviliza para derrocar al gobierno de Chávez y se enfrenta a los habitantes de los barrios populares. Los trabajadores de la petrolera estatal, PDVSA, guiados a menudo por la gerencia de la empresa, han sido la punta de lanza de los intereses imperiales. Ciertamente, el caso venezolano es excepcional por la nitidez de los intereses corporativos que representa la central sindical, pero en absoluto es un caso aislado. Buena parte de las centrales sindicales del continente han renunciado a una política de «derechos iguales para todos», característica del Estado benefactor, y se limitan a apoyan las políticas focalizadas contra la pobreza que defiende el Banco Mundial y aplican todos los gobiernos de la región, menos los de Venezuela y Cuba.
El gran problema que presenta la salida del neoliberalismo en América Latina, es que el principal sujeto social de los cambios ya no es la clase trabajadora en su conjunto, sino el sector más pobre, los llamados marginalizados. Un gobierno que pretenda romper con el neoliberalismo, tendrá que «privilegiar» a este sector, tanto en lo económico como en lo social, lo político y lo cultural. Por el contrario, los intereses corporativos del sector de trabajadores que se ha beneficiado con el neoliberalismo, se verán perjudicados. En los hechos, parece imposible contemplar a unos sin afectar a los otros, lo que supone niveles de confrontación elevados. Más aún cuando los marginalizados (indios, sin tierra, piqueteros y otros) comienzan a irrumpir en el escenario político con demandas propias, que nunca consisten en el abandono «gradual» del neoliberalismo sino en la ruptura lisa y llana. Aunque ello signifique adentrarse en profundas crisis.
[1] Emir Sader, «Lula: ¿llegó el posneoliberalismo?», en revista América Libre No. 20, Buenos Aires, enero de 2003.
[2] Véase Armando Boito Jr, "A hegemonia neoliberal no governo Lula", en revista Crítica Marxista No. 17, Río de Janeiro, Editora Revan, 2003.
[3] Hugo Nochteff y Nicolás Güell, «Distribución del ingreso, empleo y salarios», Intituto de Estudios y Formación de la CTA, Buenos Aires, junio de 2003.
[4] Para llegar al 100% debe sumarse a patrones y profesionales registrados (5% entre ambas categorías)
[5] Declaraciones del dirigente de los trabajadores estatales, Juan González, en Brecha, Montevideo, 15 de febrero de 2002.
[6] Rafael Freire, «O sindicalismo e os movimentos de luta contra a globalizaçao neoliberal», en revista OSAL No. 6, Buenos Aires, enero de 2002.
[7] Francisco de Oliveira, O ornitorrinco, San Pablo, Boitempo, 2003.
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