En territorio en rebeldía,
todos los días y a cualquier hora,
cientos de miles de hombres,
mujeres y niños,
trabajan en la construcción
de una alternativa;
en la edificación, ladrillo por ladrillo,
de un mundo mejor,
uno en el que quepan todos los mundos.
Gloria Muñoz
(“20 y 10. El fuego y la palabra”)
A menudo imaginamos, quizá inspirados por la propia lógica del sistema, que podemos alcanzar un mundo diferente al que padecemos caminando hacia un lugar, indefinido pero lejano, luego de agotadoras jornadas. Me propongo mostrar cómo el “otro mundo” germina, lentamente, en las relaciones que los sectores populares están tejiendo -por lo menos en América Latina- en el interior de los movimientos de resistencia al modelo hegemónico.
Las miradas y las formas de mirar aprendidas suelen quedarse en la superficie, sin traspasar la epidermis de los acontecimientos. Miradas, digamos, al peor estilo periodístico (“un océano de conocimientos de un centímetro de profundidad”): signadas por la apariencia, la velocidad y la visibilidad inmediata. Modificar esa mirada supone, en palabras del subcomandante Marcos, “alguien con la paciencia suficiente como para acceder a las partes internas después del desesperante escalafón de la desconfianza nuestra. Alguien sin tanta atadura hacia allá fuera o dispuesto a cortarla por un buen tiempo” (Muñoz, 2003: 14). No es la selva, sin embargo, el impedimento mayor; la dificultad brota de las profundidades del ego, individualista, conspirador innato contra los nosotros colectivos.
De esa mirada superficial e instituida -occidental, masculina e ilustrada- proviene la sobrevaloración de la actividad pública y visible de los movimientos y la escasísima atención a sus realidades interiores, a la cotidianeidad -descalificada como gris y monótona- de la vida colectiva. Es allí, empero, donde se cuece el cambio social de largo aliento; lejos de la mirada estatal es donde se invierten y subvierten valores, se ensayan los discursos y las maneras de la resistencia (Scott, 2000); los espacio-tiempos que hacen brotar las diferencias y permiten profundizarlas. Con el tiempo y los fracasos, vamos aprendiendo que la diferencia es una de las claves del cambio, no el poder estatal. De ahí que los movimientos y actores que están produciendo cambios profundos (indios, campesinos, desocupados...) son aquellos empeñados en profundizar sus diferencias -culturales, sociales, de modos de vida- con las identidades establecidas desde arriba o heredadas.
La creación de vínculos, sustento del nuevo mundo
Me gustaría salir un poco de los ejemplos más conocidos (zapatistas, sin tierra, piqueteros), para mostrar cómo en muchos rincones del continente se están procesando movimientos que van en direcciones semejantes, y que tienen en la construcción de vínculos solidarios y fraternales, o sea en la creación de comunidad, sus ejes comunes. Y mostrar, de paso, que estamos viviendo un viraje profundo, de larga duración, llamado a tener hondas repercusiones en nuestras sociedades: las formas de resistencia y de construir mundos nuevos que se arraigaron en zonas rurales, están comenzando a instalarse con fuerza inusitada en algunas grandes ciudades.
Es la primera vez que en las metrópolis, corazón del capital y de la dominación, los de abajo son capaces de abrir espacios autónomos desde los que resisten al sistema, lo desafían y en los que construyen mundos nuevos.
Comenzaré con la experiencia que están viviendo miles de vecinos de los asentamientos irregulares de Montevideo, golpeados por la crisis y la desocupación. Uno de cada cinco pobladores de la capital uruguaya (1.500.000 habitantes) vive en asentamientos irregulares, autoconstruidos de forma colectiva; la desocupación rozó el 20% durante el pico de la crisis (julio-diciembre de 2001), pero el 80% de los sectores populares no tienen empleo estable y naufragan entre la desocupación, el cuentapropismo y formas diversas de informalidad.
En el invierno de 2001, durante la crisis económica y financiera, se crearon de forma espontánea varios cientos de huertas -familiares y comunitarias- para afrontar la crisis de alimentación que atravesaban los más pobres.
Dos años después, existen más de 150 huertas “familiares colectivas” y comunitarias en plena zona urbana. Las primeras son huertas instaladas en fondos de casas particulares, pero son cultivadas de forma rotativa por vecinos de la zona; las comunitarias están en espacios ocupados por los vecinos. En ambos casos, se registran formas de organización estables en torno a la huerta que es el eje aglutinador de colectivos barriales que debieron pelear su autonomía respecto de los partidos políticos, los sindicatos y el municipio. Los grupos iniciales atravesaron en dos años diversas situaciones, críticas y de crecimiento, que en muchos casos los llevaron a consolidar lazos que ellos mismos definen como “comunitarios”.
La profundidad de los cambios registrados en relativamente poco tiempo, lo muestra la evaluación hecha por las mujeres de la Huerta Comunitaria Amanecer, en el popular barrio de Sayago:
Al principio teníamos una ficha donde cada uno anotaba las horas trabajadas. Al llegar la cosecha recibía según lo trabajado. Para nuestra sorpresa, en una reunión de septiembre se propone no anotar más las horas. Esto nos alegró muchísimo pues el grupo comenzaba a tener una conciencia comunitaria. Así lo hacemos hasta hoy. Al terminar las horas de trabajo cada integrante retira lo necesario para alimentar a su familia (Oholeguy, 2004: 49).
Tres meses después, el colectivo de huerteros (unos 40, la inmensa mayoría mujeres y jóvenes) consiguió autoabastecerse y decidió dejar de recibir los alimentos que les donaba el municipio, indicando que preferían que fueran distribuidos en comedores populares o a otros grupos que los necesitaran.
En otra zona de Montevideo, en el barrio Villa García, la red de huertas familiares colectivas abarca 20 huertas. Como en otros casos, al comienzo fueron experiencias aisladas que se fueron coordinando hasta crear un colectivo que realiza jornadas semanales rotativas en todas las huertas.
Los logros son notables: consolidación de grupos de trabajo, capacidad para mantener las ollas colectivas en base a la producción de las huertas, dependiendo cada vez menos de los alimentos donados por el Estado, creación de un invernáculo y un banco de semillas para suministrar insumos a todas las huertas de la zona, edición de un boletín mensual del grupo y la coordinación con las demás iniciativas de Montevideo que cuajó en el primer Encuentro de Agricultores Urbanos en octubre de 2003.
Los pasos dados por los colectivos de “huerteros” (así se denominan instituyendo una nueva identidad), desde la soledad urbana y la angustia por la sobrevivencia, muestran que incluso en nuestras grandes ciudades, carcomidas por la fragmentación y un feroz individualismo, es posible construir lazos de otro tipo en las narices del poder globalizado.
El otro caso que me parece especialmente interesante es también de carácter urbano: la ciudad aymara de El Alto, en Bolivia. Durante la insurrección de setiembre-octubre de 2003, se hicieron visibles los vínculos que habían ido tejiendo los vecinos de El Alto en los últimos 20 años: unas 500 juntas vecinales en las que están organizados todos los pobladores de El Alto (unos 800 mil), fueron la columna vertebral de la organización popular y las protagonistas de la revuelta.
Las juntas son organismos territoriales que recrean los modos de las comunidades rurales, ya que son las encargadas de asegurar el agua potable, la construcción y el mantenimiento de las calles y otros servicios, y la regulación de la vida colectiva en cada barrio.
Las formas de organización que pautan la vida cotidiana en El Alto fueron las mismas que apuntalaron la movilización social, las que hicieron posible que se instalaran cientos de barricadas y fogatas, que se mantuvieron en base a la rotación de los vecinos y a una división estricta del trabajo.
“Unos cortaban las calles y resistían la represión, en tanto otros se comunicaban con los distintos grupos, otros más aseguraban el abastecimiento de alimentos y otros difundían mensajes en la red de radios populares, que jugaron un papel decisivo en los días más difíciles” (Gómez, 2004).
“¡Somos hermanos!” gritaban a menudo los insurrectos, señalando que la suerte individual y la colectiva estaban selladas por la sangre de la represión. Ese hermanamiento, sin embargo, nacía del simple hecho de compartir la vida colectiva, aunque la muerte lo potenció. Entre el 11 y el 12 de octubre, los días más nefastos en los que fueron asesinadas unas 50 personas, El Alto era una comunidad militarizada por sus propios habitantes:
Ningún barrio estaba ya libre de bloqueo, y las barricadas y las vigilias con fogatas en todas las calles y avenidas por las noches hicieron ver a una ciudad en revolución. La capacidad organizativa de los vecinos eran guiadas en cada oportunidad por las lógicas comunitarias. La autoridad representativa como órgano de decisión perdió su fuerza y fue sustituida por las asambleas por zonas y calles (...) El turno, la obligación, las asambleas son revitalizadas en espacios urbanos, de ahí que la participación de hombres y mujeres se tornase masiva. (Patzi, 2003:261)
Esos días, como lo señalan todos los testimonios, los dirigentes no jugaron ningún papel, y se limitaban a obedecer las decisiones de las bases y a actuar como transmisores de las mismas. Que una ciudad entera sea capaz de realizar una insurrección sin dirigentes, revela la profundidad del espíritu y la organización comunitarios. No se trata, empero, sólo de una “recreación” de las formas comunitarias presentes en los ayllus rurales. Aunque el predominio de la cultura aymara es una de las claves de la construcción de relaciones comunitarias, en El Alto hay creación verdadera de vínculos comunitarios urbanos, lo que resulta sensiblemente diferente -y motivo de honda reflexión- que la simple transposición de hábitos del campo a la ciudad.
En efecto, los aymaras de El Alto han sido capaces de mantener y renovar un ethos comunitario, pero las formas que adquiere son típicamente urbanas. Una de sus múltiples expresiones son las formas de producción (tanto en los servicios como en la industria local), que son mayoritariamente familiares y, aunque producen para el mercado, lo hacen controlando ellos mismo la organización y los tiempos de trabajo.
En suma, en la cotidianeidad de los pobladores de El Alto tienen una fuerte presencia relaciones sociales “no capitalistas”, tanto en lo relativo a las formas de producción como en cuanto a la forma de relacionarse en los territorios urbanos.
Estamos ante la apropiación territorial por parte de los vecinos de su propia ciudad, espacio que por otra parte ellos mismos han ido construyendo a lo largo de cinco décadas. Este inmenso tejido relacional (para producir, construir la ciudad, vincularse con las áreas rurales, resolver los problemas de la alimentación, la salud, la educación, el agua, la convivencia, entre los más destacados) es lo que le dio a la población de El Alto esa admirable capacidad para resistir la represión más dura y derrotar al gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada.
Producir vida en territorios propios
Los nuevos sujetos urbanos están transitando por experiencias no muy diferentes a las reseñadas arriba, aunque la expresión pública de cada movimiento sea muy diferente: mientras en Argentina y Bolivia se produjeron grandes movilizaciones que por momentos adoptaron formas insurreccionales, en Uruguay no hubo grandes acciones sino un movimiento subterráneo, quizá por la solidez que aún mantienen las instituciones estatales y los partidos. En ambos casos, la solidez o debilidad del sistema estatal ha potenciado o inhibido la acción pública pero, por debajo de la línea de visibilidad, los sujetos parecen ensayar caminos similares.
En efecto, los piqueteros argentinos están siendo capaces de producir una parte de sus alimentos en huertas colectivas en sus barrios, tienen puestos de salud y comienzan a abrir escuelas, a la vez que establecen vínculos de intercambio con otros grupos por fuera del mercado (MTD Solano y Colectivo Situaciones, 2002 y Zibechi, 2003).
En paralelo, fábricas recuperadas y asambleas vecinales trenzan relaciones con desocupados creando espacios comunes, sobre todo en la distribución y comercialización de la producción. Están lejos de ser experiencias aisladas, ya que en barrios pobres de muchas ciudades del continente se están creando -o reformulando- iniciativas que indican que los sectores populares urbanos marchan en una dirección nueva: están pasando de sobrevivir en los servicios (desde lustrabotas hasta recolectores de basura, de changadores a comedores populares) para ingresar al terreno de la producción.
No sólo están produciendo alimentos, y muchas veces otros productos como ropa, zapatos y productos de todo tipo, sino que toman en sus manos una variada gama de aspectos de sus vidas cotidianas que antes suministraba el Estado (salud y educación entre los más destacados). En suma, están produciendo y reproduciendo sus vidas, muchas veces en base a criterios autogestionarios y solidarios, preocupados no sólo por lo que hacen sino sobre todo por cómo lo hacen. O sea, están empeñados en crear comunidad, o como quiera llamarse a los lazos horizontales, sin jerarquías, que registramos en los emprendimientos urbanos.
Suelen objetarse muchas de estas iniciativas, con el argumento de que son apenas paliativos circunstanciales ante situaciones de extrema gravedad. Es la posición que vienen defendiendo muchos partidos de izquierda. O se considera que estos emprendimientos serán irremediablemente absorbidos por la lógica avasallante del sistema, hasta tanto no se consiga desplazar a quienes detentan el poder estatal y, entonces sí, podrá comenzarse a construir ese “otro mundo” que deseamos. Sin embargo, son cada vez más los activistas y los movimientos que parecen poco preocupados por tomar palacios y dedican todas sus energías a hacer mejor lo que ya hacen.
De hecho, las multitudes argentina y boliviana no decidieron irse por la Casa Rosada o el Palacio Quemado, sino que dieron por cumplidos sus objetivos inmediatos con la neutralización del estado de sitio y la caída de Sánchez de Lozada, respectivamente.
Véase que los movimientos reclaman cada vez menos al Estado para que les proporcione lo que necesitan, pero se ponen a hacerlo ellos mismos.
El control territorial que mantienen los movimientos (que parece estar pasando de las áreas rurales -caso de lo sin tierra brasileños y paraguayos o de los indios y campesinos- a las periferias urbanas), sumado a la capacidad de producir sus vidas, nos debe hacer dudar acerca de la conveniencia de seguir utilizando la categoría “movimientos sociales”. Por lo menos en algunas etapas de la movilización (Bolivia y Argentina son los casos más notables), son las sociedades las que están en movimiento, con sus autoridades cotidianas, sus compactos grupos locales, conformando multitudes heterogéneas capaces de orientarse sin dirigentes. Y, por lo tanto, sin dirigidos.
Quizá las grandes movilizaciones tienen -si fuéramos capaces de captar la lógica intrínseca de los movimientos y no de atribuirles intenciones- objetivos diferentes a los que venimos creyendo. Si, efectivamente, los movimientos se orientan por objetivos “interiores”, la acción pública -incluyendo las grandes insurrecciones- bien podría estar orientada a la defensa y consolidación de los espacios de autonomía territorializada que conocemos ya en las periferias de Buenos Aires y Montevideo (con diferentes grados de desarrollo), de ciudades como El Alto, de los “cerros” de Caracas, y de los barrios populares de otras ciudades del continente.
Al igual que sucede ya desde hace dos décadas con los indios y los sin tierra, la defensa de las relaciones “no capitalistas” en los espacios en los que ejercen un control territorial, es tanto la clave que les permite lanzar desafíos de fondo al sistema, resistir sus embates y desde donde están construyendo un mundo nuevo.
Ciertamente, “otro mundo es posible”. Sin embargo, sería más adecuado decir que ese otro mundo late ya en el seno de nuestros movimientos, y que los activistas no deberían pretender dirigirlo, ni marcarle el camino y el ritmo de su marcha. Esa forma de “incidir” en los movimientos bien puede socavar la autonomía y la creatividad, que son los bienes más preciados por sus integrantes. Quizá lo mejor sea actuar de forma sutil, suave, contribuyendo a expandir ese mundo nuevo, ayudarlo a crecer, ensanchando los espacios en los que vive.
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