En diferentes ocasiones he recurrido en mis ensayos a una expresión breve y significativa: “nuestro idioma es mejor porque se entiende”. Según una historia que escuché en mi niñez, esta declaración habría sido formulada por unos inmigrantes europeos que acababan de poner pie en un puerto del Río de la Plata y encontraron algunas dificultades tratando de comunicarse con los demás. Pudo ser en Buenos Aires o en Montevideo; pudo ser inventado o real, da igual.
Más allá de la precisión histórica de este hecho minúsculo, podemos tomarla como herramienta y modelo para desvelar la misma actitud en otros aspectos de la vida humana.
Observemos que la misma actitud egocéntrica y arbitraria se repite no sólo en la valoración que han hecho los pueblos de (1) su propia lengua, sino también en la valoración que los grupos humanos han hecho y aún hacen (2) de su propia raza, (3) de su propia religión, (4) de su propia moral y (5) de su propia ideología política.
Aún hoy se encuentran personas cultas que, encontrándose de viaje por países que hablan su mismo idioma pero con variaciones regionales, se quejan de que “no saben hablar”. Este juicio taurino no se refiere a la riqueza o a la pobreza de una persona en el uso de un idioma, sino a las mismas reglas gramaticales y al vocabulario particular que cada región -un pueblo- desarrolla según sus propias necesidades.
De esta percepción estrecha, que por percepción no deja de ser más fuerte que una conclusión matemática o que la arremetida de un toro, se deriva la idea de una “lengua pura” y los sucesivos mitos de “en El Escorial se habla el mejor español”, “en Oxford se habla el mejor inglés”, and so on.
La misma idea de “pureza” se deriva de aquellos que se consideran elegidos por su raza, como los nazis, los neonazis o los neoracistas de todos los colores, según los cuales “mi raza es la mejor porque es hermosa” o “nuestros muertos son verdaderos porque duelen”.
No muy lejos se encuentra la obviedad religiosa, el temeroso y temerario espíritu dogmático. Sus miembros no se encuentran en la búsqueda del misterio, no se arriesgan a la duda y al cuestionamiento. Simplemente defienden el confort y la autocomplacencia espiritual ejercitando la desesperada confirmación de pertenecer a la secta correcta, a los pocos elegidos que están destinados a habitar el Paraíso, diseñado éste, claro está, a la medida de sus propios valores, ganado según sus propios prejuicios y su elegantemente disimulado desprecio por el resto de los que no piensan ni sienten igual. Según esta clase de ególatras, “Dios me ha elegido a mí porque yo lo he elegido a Él”, y con eso basta.
La cuarta actitud fundadora y tribal es propia los conservadores, según los cuales “nuestras costumbres son mejores porque se pueden practicar”, y por lo tanto los demás también deben hacerlo, renunciando a sus intentos fallidos de innovación. Para todo conservador, el Paraíso es apenas una versión mejorada de la vida aquí en la Tierra. Si ellos no tienen hambre nadie puede tenerla, si ellos no sufren frío el frío no es tan terrible como lo describen los pobres, los liberales, los revolucionarios. Para los que se consideran en el centro de los “valores morales”, todos aquellos que se alejen hacia el margen son inmorales, terroristas. Todos los que se revelan contra el centro son enemigos del Bien. Así, amigos son los sumisos, los obedientes. “El caballo es el mejor amigo del hombre”, decían los jinetes, sin advertir que si los caballos tuviesen religión los hombres serían los demonios que los esclavizaron haciéndolos trabajar de sol a sol o llevándolos a la muerte, en las guerras o en los frigoríficos. Pero, para el punto de vista del jinete, el caballo debía estar agradecido de su bondad, de su moral clara, de su posesión justa, de su clarividente sentido de la conducción, del liderazgo...
Por último, el centro ideológico. Cuando la posmodernidad creyó superar la modernidad desarticulando el “centro de la verdad” -en base al propio discurso moderno-, reconoció la posibilidad relativa de distintas lenguas, de distintas razas, de distintas religiones, de distintas ideologías. Según la nueva retórica, no había razones para considerar que un idioma imperial, avasallador y omnipresente, era superior por sí mismo a los demás; no había razones para pensar que la raza blanca era más apta, más hermosa o más inteligente que las razas que no habían tenido el mismo éxito económico que ella; no había razón para afirmar que, como declaró el cristianismo oficial durante toda su lucha contra el islam, contra el judaísmo y luego contra las “supersticiones” en América, había una “verdadera fe” (tal como lo sostienen hoy los fanáticos musulmanes y el papa Juan Pablo II); no había razones para imponer un sistema político dictado por un imperio o por una ideología producto de la pura especulación intelectual... Etcétera.
No había razones para nada de ello. Pero, claro, como siempre las razones poco importan. Después de todas las deconstrucciones y todas las reivindicaciones aun hoy hay lenguas privilegiadas, hay unas razas que ocupan determinados puestos en los gobiernos o en las universidades o en las fiestas de beneficencia, mientras otras limpian inodoros o cortan el pasto; hay religiones que están casadas con el gobierno de sus países o con el gobierno del mundo, mientras otras son combatidas como sectas, mientras los laicos o los ateos son vistos con condescendencia o con desprecio; hay hombres y mujeres que son marginados por sus costumbres sexuales, cuando no se les niegan derechos humanos que se defienden para los que pertenecen al centro arbitrario del momento; hay disidentes que son tratados como amenaza pública, hay culturas que se consideran depositarias de los valores y el progreso, siempre dispuestas a cumplir con su misión mesiánica sin escuchar gritos de dolor, sin ver la sangre derramada -pese a que es siempre roja, nunca azul; o no “a pesar” sino por eso mismo-, contando minuciosamente los cadáveres propios y nombrando vagamente los cadáveres ajenos con un único término, como “terroristas”, “criminales” o, en el mejor de los casos, “rebeldes”, sin nombres y sin estadísticas forenses.
Es decir, somos sociedades abiertas, tolerantes. Pero podemos tolerar cualquier cosa menos una verdadera diferencia. Podemos cuestionar cualquier cosa menos a nosotros mismos. Podemos dudar cartesianamente de todos los valores, menos de los nuestros. Podemos dudar de cualquier cosa menos de nuestra propia tolerancia. Podemos cambiar cualquier sistema de gobierno, cualquier forma de vida, imponiendo nuestras propias formas, pero no toleramos que otros intenten hacer lo mismo con nosotros -porque nosotros somos tolerantes y ellos no-. Si nosotros lo hacemos, es para salvar a la humanidad; si ellos lo hacen, es para destruirla, y por lo tanto deben ser destruidos primero. Es decir, no hay posibilidades de diálogo ya que estamos en presencia de “culturas que desean destruir el mundo” -comenzando por destruirnos a nosotros, que siempre hicimos el bien-, culturas que representan el mal en la Tierra, que están al servicio del ángel de las tinieblas, que no visten pulcra y civilizadamente, como nosotros, sino con descoloridos harapos que bien no pueden hacer al espíritu ni a la moral.
Roma administra la verdad, y quien ose cuestionar el sistema del imperio, la pax romana, debe ser crucificado. Mucho más si el subversivo lo hace desde el margen, desde una provincia de Medio Oriente como lo hizo Cristo.
Ahora reconozcamos otra parte importante del “progreso” de nuestra orgullosa civilización. La caricatura de “nuestro idioma es mejor porque se entiende” se materializó hace más de medio siglo en las historietas de los superhéroes. Veamos que nunca antes en la historia moderna el escenario se ha reproducido tan perfectamente a imagen y semejanza de las antiguas tiras cómicas de los héroes infantiles: Superman luchando por “la verdad y la justicia” contra el villano que se esconde en una caverna, amenazando a la humanidad indefensa con comunicados televisados, buscando apoderarse del mundo para imponer el mal. Pero para evitarlo están los héroes luminosos, los Superamigos, dispuestos a sacrificarse para salvar a la humanidad. Su lucha aérea es por la libertad, contra el inescrupuloso que impondrá su tiranía al mundo -o que lo destruirá, si no se cumplen con sus peticiones, ya que posee temibles armas de destrucción apuntando hacia el centro del bien-. Hay por lo menos dos posibilidades: (1) en los “comics” estaba escrita ya la verdad, en esos dibujitos estaba resumida la moral, como antes pudo estarlo en otros antiguos libros sagrados, o (2) hay algo de la actual lectura del mundo que no es seria y, a juzgar por las víctimas, es también trágica, simplista y perversa.
En este producto de la mentalidad simplista de las historietas, nunca se alcanza a advertir que quizás Superman y los Superamigos sólo están defendiendo un dominio preexistente a la amenaza; que quizás Superman es otra extensión necesaria de las fuerzas ocultas que no procuran dominar al mundo porque ya lo han dominado -de la forma más efectiva: en nombre de la “justicia y la libertad”.
Sin villanos no serían necesarios los Superhombres; pero sin Superhombres tampoco tendrían sentido los villanos, ya que si no existiese una estructura de dominación no habría forma de dominar, si la humanidad no delegara cada día, cada hora, su poder a un centro no habría centro a conquistar. ¿Cómo haría el bien o el mal de turno para dominar una humanidad pacíficamente anárquica? ¿Qué sentido tendría conquistar un gobierno que no existe? Un toro se puede dominar por las guampas, o por la nariz, pero cómo atrapar un cardumen con un solo anzuelo?
Aún yo, que de entre todas las culturas existentes en el mundo elijo mi propia cultura, por algo que en ella reconozco como paradigmático -la tolerancia a la diversidad-, reconozco que también nuestra “cultura tolerante” está construida en base una antigua estructura mental que todavía considera que “nuestro propio idioma es mejor porque se entiende”. Y aún con esa falta, según mi juicio, no condeno mi propia cultura, no la desprecio ni la ensucio más de lo que ya está, pero tampoco puedo hacerlo con todas las otras culturas que no siento como propias -sin considerar el factor humano que es siempre trascendente a todas y cada una de ellas, a todas y cada una de las famosas “diferencias culturales”.
No me refiero a los fanáticos y radicales que gritan en estos tiempos que “la cultura occidental es superior a cualquier otra” e, incluso, como Oriana Fallaci, que es la única cultura, la verdadera cultura, la única que ha aportado al progreso de la humanidad (dejando de lado, claro, genocidios e inquisiciones, campos de concentración, salas de tortura, desapariciones, infiernos atómicos y otras demostraciones del progreso humano). No me refiero ni siquiera a ese tipo de puristas extremistas, que no sólo creen en la superioridad de su propia gramática, sino también asumen la pureza de una raza, de una moral, de una religión y, por si no fuese suficiente, de una cultura. Resulta escolar tener que recordar que así como los idiomas, las razas, las religiones, tampoco existe una cultura que no sea el resultado de una inconmensurable mixtura, que todas las religiones son mestizas, que todas las lenguas son sectas, que todas las razas son síntesis, que todas las morales son sincréticas. No me refiero a esa mayoría de gente que se sorprende de que la virgen de Guadalupe en México sea negra. No me refiero a ese otro conjunto aún mayor al que le llama la atención que haya iglesias con un Cristo negro en la cruz, cuando más sorprendente es salirse de lo obvio: Cristo no era rubio ni tenía los ojos azules, tal como lo pinta la tradición del centro occidental, y es difícil imaginar un tipo caucásico o escandinavo entre los judíos que habitaban Medio Oriente hace dos mil años. No me refiero a esa gente que -de buena o de mala fe- ha hecho de su propio mito el centro de la verdad universal.
No, no me refiero a ninguna de esas perversas o inocentes caricaturas de lo que fue la cultura occidental hasta ayer y que, pese a todas la libertades ganadas nunca dejó de albergar dentro de sí misma a la intolerancia, lingüística, racial, religiosa, moral y política. Me refiero, sin embargo, a algo más sutil, imperceptible y, por eso mismo, poderoso.
Lo he adelantado más arriba. En Occidente casi todos estamos de acuerdo que la mejor forma de gobierno es la democracia y la mayor virtud de un individuo y de una sociedad es la libertad. Y por lo tanto, queremos democracia y libertad para todos los demás pueblos del mundo. Pero demostramos que continuamos atrapados dentro de nuestro propio centro legitimador, ignorando o despreciando los centros ajenos cuando decidimos imponer la democracia y la libertad en otras partes del mundo, sin advertir que cuando pretendemos imponer la libertad en alguna parte del mundo la estamos violando. Porque el problema no está en la libertad sino en la imposición. ¿Quién dijo que todos los países del mundo deben estructurarse según ese modelo de sociedad que llamamos “democracia”? ¿Quién dijo que no puede haber países en el mundo basados en una teocracia, sea del signo religioso que sea? ¿Por qué no somos capaces de convivir en un mundo realmente diverso, tan diverso y libre que reconozca incluso el derecho de una región del mundo a no organizarse según las normas consumadas de la democracia occidental? Si no somos capaces de comprender esto, nosotros, quienes pertenecemos a una cultura “tolerante”, cómo podemos esperar que lo comprendan los otros, los “intolerantes”? Cuando imponemos la libertad y la democracia a fuerza de sangre, ¿no estamos recurriendo a la peor de las intolerancias? Es decir, no estamos, acaso, negando siglos de conquistas, que según nosotros nos han enseñado a ser libres y “abiertos”? ¿No nos estamos olvidando de nuestras supuestas virtudes para asimilar los supuestos “del enemigo”? ¿Cuándo los otros, los diferentes, hayan sido derrotados en el campo de batalla, en los salones diplomáticos, en los despachos financieros, ¿habremos salvado un simulacro de “libertad”, de “democracia”, de “tolerancia”, de “diversidad” ajena, al tiempo que habremos perdido todo eso en nosotros mismos? Llegado ese momento, la victoria de las armas no habrán significado una profunda derrota de todo aquellos valores que pretendíamos defender?
Si bien los derechos humanos pueden ser considerados innegociables, aquello que entendemos por “sistema democrático” no es un requisito ético. Y cuando un país, un pueblo, una cultura no reconocen al otro y se arroga el derecho de intervenir en sus asuntos internos porque su sistema no es “democrático” -es decir, cuando no reconoce el derecho de ser diferente- está actuando con la misma intolerancia que ahora encuentra en los demás o en su propio pasado. Los inquisidores europeos eran intolerantes, como los fundamentalistas musulmanes, sí, pero también lo son los llamados “países democráticos” cuando pasan por encima de otros pueblos o les imponen su propia forma de vivir y de pensar, por la fuerza de las armas o por la fuerza del hambre, en nombre de la democracia, la diversidad y la libertad, en nombre de los valores y en nombre de Dios, en nombre de la justicia y la libertad -y todo esto sin entrar a considerar la sinceridad de todas estas atribuciones; debería estar de más decirlo.
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