En el siglo XVI, fray Bartolomé de las Casas escribió una apasionada crónica sobre la brutal conquista del Imperio Español en el nuevo mundo. La denuncia de este cristiano converso (es decir, “de sangre impura”) a favor de un humanismo universal, provocó las Juntas de Valladolid (1550) en la cual se enfrentó, ante el público y ante el rey, a Ginés de Sepúlveda. Usando una cita bíblica tomada de Proverbios, Juan Ginés de Sepúlveda y sus partidarios defendieron el derecho del Imperio a esclavizar a los indios, no sólo porque lo hacían en nombre de la “verdadera fe” sino, sobre todo, porque la Biblia decía que el hombre inteligente debía someter al tonto. No vamos a explicar quiénes eran los hombres inteligentes. Importa ahora saber que a lo largo de los siglos, se produjo un debate entre “cronistas” (el único género literario permitido por la Inquisición española en América). Como siempre, sólo una minoría promovía una nueva ética basada en “principios” éticos. En este caso los humanistas y defensores del “derecho natural” de los indígenas. Se debió esperar hasta el siglo XIX para que estos “principios” se convirtieran en realidad por la fuerza de la “necesidad”. Es decir, la Revolución Industrial necesitaba asalariados, no mano de obra gratuita que competía con la producción estandarizada y que, además, no tenía poder de consumo. A partir de ahí, como siempre, la “necesidad” universalizó los “principios” rápidamente hasta que hoy todos nos consideramos “antiesclavistas”, según “principios” éticos y no por necesidad . Esto ya lo desarrollé en otro lado, pero lo que me importa ahora es analizar brevemente el poder del texto escrito y, más aún, el poder del análisis dialéctico (y a veces sofístico).
Basándose en las denuncias del padre Bartolomé de las Casas, un imperio naciente (el británico) rápidamente encontró escritores que crearon una “leyenda negra” de España. Entonces, como todo nuevo imperio, presumía de una moral elevada: se presentó como el campeón de la lucha antiesclavista (que sólo se hizo realidad cuando sus industrias se desarrollaron en el siglo XIX, vaya casualidad) y pretendió dar clases de moral sin la autoridad necesaria que le negaba una historia de brutales opresiones, tan brutales como la del viejo imperio español.
Poco después de la controversia de De las Casas-Sepúlveda y de la aprobación de las nuevas leyes como consecuencia (papel mojado), Guamán Poma Ayala denunció una historia semejante de violaciones, torturas y matanzas. Pero lo hizo, además, con una colección de dibujos, que entonces eran una forma de crónica, tan válida como la escrita. Estos dibujos podemos estudiarlos en detalle hoy en día, pero podríamos decir que su impacto e interés fue mínimo en su época, a pesar de la crudeza de las imágenes. Por entonces, al igual que en los tiempos de la Edad Media, las imágenes tenían una gran utilidad porque la mayoría de la población no sabía leer. No obstante, y por ello mismo, se puede explicar por qué no tuvo consecuencias de gran importancia: porque la “masa”, la población, no contaba como agente de cambios. O simplemente no contaba. La rebeldía podía encabezarla un cacique, como Túpac Amaru, pero la población no era protagonista de su propia historia.
Ahora a lo que voy: este proceso se ha revertido hoy en día. La “masa” ya no es “masa” y comienza a contar: citando a Ortega y Gasset, podríamos decir que tuvimos una “rebelión de las masas” pero ahora ya no podemos hablar de “masa” sino de una población compuesta de individuos que comienzan a cuestionar, a reclamar y a rebelarse. No obstante, la lucha radica en este frente: como la masa (ahora sujetos de rebeldía) cuenta en la generación de la historia, aquellos que aun pertenecen al viejo orden buscan dominarla con su propio lenguaje: la imagen. Y muchas veces lo logran a la perfección. Veamos.
Nuestra cultura popular occidental está basada (y a veces atrapada) en códigos visuales y en una sensibilidad visual. Sabemos que la cultura de las clases dirigentes (dominantes) se sigue basando en las complejidades del texto escrito. Incluso los expertos en imágenes basan sus estudios y teorías en la letra. Si en América Latina la opinión y la sensibilidad están fuertemente condicionadas por una tradición ideológica (formada desde tiempos de la conquista, en el siglo XVI, y explotada por antagónicos grupos políticos en el siglo XX), aquí, en Estados Unidos, la relación con el pasado es menos conflictiva, por lo que la desmemoria puede, en casos, facilitar el trabajo de los proselitistas. No entraremos ahora en esta problemática. Basta con decir que Estados Unidos es un país complejo y contradictorio, por lo cual cualquier juicio sobre “lo americano” es tan arbitrario e injusto como hablar de “lo latinoamericano” sin reconocer la gran diversidad que existe en esa construcción mitológica. No debemos olvidar que toda ideología (de izquierda o de derecha, liberal o conservadora) se sostiene por una simplificación estratégica de la realidad que está analizando o creando.
Entiendo que estos factores deben ser tenidos en cuanta cuando queremos comprender por qué la imagen es un “texto” básico para las sociedades capitalistas: su “consumo” es rápido, desechable, y por lo tanto es “confortable”. El problema surge cuando esta imagen (el signo, el texto) deja de ser confortable y complaciente. En este momento el público reacciona, toma conciencia. Es decir, el entendimiento, la conciencia, entra por los ojos: una fotografía de una niña huyendo de las bombas de napalm en Viet Nam, por ejemplo. Por la misma razón se “recomendó” no mostrar al público las imágenes sobre la guerra de Irak donde aparecían niños destrozados por las bombas (ver diarios del resto del mundo de año 2003), los féretros de los soldados americanos regresando al país, etc. Por el contrario, el caso Terri Schiavo ocupó el tiempo y la preocupación del público americano durante muchas semanas, día a día, hora a hora; el presidente y el gobernador Bush de Florida firmaron “excepciones” que fueron rechazadas por la justicia, hasta que esta pobre mujer se murió para descansar en paz de tanta imagen obscena de las cuales fue víctima inconsciente e involuntaria. Sin embargo, durante esas mismas semanas continuaron muriendo cientos de iraquíes e, incluso, de soldados americanos y ni siquiera fueron noticia, más allá de las estadísticas diarias que se publican. ¿Por qué? Porque no son personas, son números para una sensibilidad que sólo se conmueve por las imágenes. Y esto quedó demostrado con las fotografías de Abú Graib y con un video que mostraba a un soldado americano disparando contra un herido. Esos fueron los dos únicos momentos en que el público americano reaccionó indignado. Pero debemos preguntarnos, ¿alguien piensa que en la guerra no pasan esas cosas? ¿Alguien cree todavía en ese cuento posmoderno de las guerras higiénicas, donde existen “efectos especiales” pero no sangre, muerte y dolor? Sí. Muchos. Lamentablemente, una mayoría. Y no es por falta de inteligencia sino de interés.
Lo mismo podemos analizar sobre el problema reciente de Nueva Orleáns. La catástrofe no fue comprendida mientras los meteorólogos advirtieron de la escala de la tragedia, varios días antes. Tampoco se tomó conciencia del problema cuando los reportes hablaban de decenas de muertos. Hoy, cuatro días después, sabemos que los muertos pueden ascender a centenares. Probablemente miles, si consideramos aquellos que morirán por falta de diálisis, por falta de insulina y otras medicinas de emergencia. Pero la televisión no ha mostrado ningún muerto. Cualquiera podrá recorrer las páginas de los principales diarios de Estados Unidos y nunca encontrarán una imagen “ofensiva”, una de esas fotografías que podemos ver en diarios de otras partes del mundo: cuerpos flotando, niños muriendo “como en África”, violencia, violaciones, etc. Porque si algo no faltan son las cámaras digitales; pero sobra “pudor”. No soy partidario del morbo gratuito, ni de mostrar sangre repetidas veces y sin necesidad: soy partidario de mostrarlo todo. Como dijo un norteamericano, refiriéndose a la guerra, “si fuimos capaces de hacerlo debemos ser capaces de verlo”.
Una tragedia natural como ésta (como el tsumani en Asia) es una desgracia de la cual no podemos responsabilizar a nadie. (Dejemos de lado, por un momento, la cuota de responsabilidad que tienen las sociedades en el calentamiento global de los mares.) Sin embargo, la tragedia de Nueva Orleáns está demostrando que una superpotencia como Estados Unidos puede movilizar decenas de miles de soldados, la más alta tecnología del mundo, la máquina más efectiva de ataque conocida hasta ahora en la historia de la humanidad para quitar a un presidente (o dictador) extranjero, pero no ha podido acceder hasta donde están miles de víctimas del huracán Katrina, en una ciudad que está dentro de su propio país. En Nueva Orleáns, en este momento, se están produciendo actos de vandalismo, violencia, violaciones y caos general mientras las víctimas se quejan que ni siquiera han visto un policía o un soldado que los ayudase, en un área que se encuentra bajo la ley marcial. Este reclamo lo hacen delante de las cámaras, por lo cual podemos pensar que al menos los periodistas sí pudieron acceder a esos lugares. Unos saquean por oportunistas, otros por desesperación, ya que comienzan a experimentar una situación de lucha por la sobrevivencia que no es conocida en el país más poderoso del mundo. Ayer el presidente G. W. Bush apeló a la ayuda privada y esta mañana ha dicho que no es suficiente. Falta de recursos no hay, claro (la guerra de Irak costó más de trescientos mil millones de dólares, diez veces más de todos los destrozos producido por el huracán en esta tragedia); el parlamento ha votado una ayuda económica de diez mil millones de dólares para las víctimas. Pero éstas siguen muriendo, atrapados en estadios, en los puentes, viviendo a la intemperie, dando una imagen que no se corresponde con un país cuyos pobres sufren problemas de sobrealimentación, donde a los mendigos se los multa con mil dólares por pedir lo que no necesitan (ya que el Estado les provee de todo lo necesario para sobrevivir sin desesperación en caso de que no puedan hacerlo por sus propios medios). Una tragedia doble la sufren los hispanos indocumentados: no son objetos de compensaciones como sus vecinos, pero pierdan cuidado que serán ellos los primeros que pongan mano a la reconstrucción. ¿Quién más si no? ¿Qué otro grupo social de este país tiene la resistencia física, moral y espiritual para trabajar bajo límites de sobrevivencia y desesperanza? ¿O todavía creemos en los cuentos de hadas?.
El pueblo norteamericano tomará conciencia de los objetivos y prioridades de este gobierno cuando compare la eficiencia o ineficiencia en diferentes lugares y momentos. Pero para ello debe “verlo” en sus televisores, en los medios de prensa de Internet escritos en inglés, a los cuales suelen acudir por costumbre. Porque de nada o de poco sirve que lo lean en los textos escritos, como no sirven los críticos análisis del New York Times que, con un gran número de brillantes analistas anotaron uno por una las contradicciones de este gobierno y, en vano, tomaron partido público en contra de la reelección de G. W. Bush. Ahora, cuando se produce un “cansancio” en la opinión pública, la mayoría de los habitantes de este país entiende que la intervención en Irak fue un error. Claro, como decía mi abuelo, tarde piaste.
La “opinión pública” norteamericana tomará conciencia de lo que está ocurriendo en Nueva Orleáns (y del por qué está ocurriendo, más allá del fenómeno natural) cuando puedan ver imágenes; una parte de aquello que están viendo las víctimas y narrando oralmente para un público que escucha pero no se conmueve por la narración oral, como no se conmueve por un análisis dialéctico que no apela a imágenes o a metáforas bíblicas. Se darán real cuenta de lo que está sucediendo cuando vean las imágenes “crudas”, siempre y cuando no confundan esas imágenes con el caos en algún país subdesarrollado.
El genial educador brasileño, Paulo Freire, expulsado por la dictadura de su país “por ignorante”, publicó en 1971 Pedagogía del oprimido en una editorial de Montevideo. Allí mencionó una experiencia pedagógica de una colega. La profesora mostró a un alumno un callejón de Nueva York lleno de basura y le preguntó qué veía. El muchacho dijo que veía una calle de África o de América Latina. “¿Y por qué no una calle de Nueva York?”, observó la profesora. Poco antes, en los años ’50, Roland Barthes había hecho un interesante análisis de una fotografía en la cual un soldado negro saludaba “patrióticamente” la bandera del imperio que oprimía a África (el imperio francés), y de ahí concluyó, entre otras cosas, que la imagen estaba condicionada por el texto (escrito) que la acompaña y es éste el que le confiere un significado (ideológico). Podemos pensar que el problema semántico (semiótico) es algo más complejo que esto, y depende de otros “textos” que no son escritos, que son otras imágenes, otros discursos (hegemónicos), etc. Pero la imagen “cruda” también tiene su función reveladora o, al menos, crítica. ¿Qué significa esto de “crudo”? Son, precisamente, aquellas imágenes que el discurso hegemónico ha censurado (o reprimido, para usar un término psicoanalítico). Razón por la cual aquellos que usamos la dialéctica y el análisis relacionado históricamente con el pensamiento y con el lenguaje, debemos reconocer, al mismo tiempo, el poder de aquellos otros que manejan el lenguaje visual. Para dominar o para liberar, para ocultar o para revelar.
Una vez, en una aldea de África, un macúa me contó cómo una hechicera había transformado un saco de arena en un saco de azúcar y cómo otro hechicero había bajado volando del cielo. Le pregunté si recordaba un sueño extraño de los últimos tiempos. El macúa me dijo que había soñado que veía su aldea desde un avión. “Ha viajado alguna vez en un avión”, pregunté. Obviamente, no. Ni siquiera había estado cerca de alguno de estos aparatos. “Sin embargo usted dice que lo vio”, observé. “Sí, pero era un sueño”, me dijo. Los espíritus en cuerpos de leones, los hombres voladores, la arena convertida en azúcar no eran sueños. Historias como éstas podemos leerlas en las crónicas de los españoles que conquistaron América Latina en el siglo XVI. También podemos verlas hoy en día en muchas regiones como América Central. Mi respuesta a mi amigo macúa entonces fue la misma que les daría a los “evolucionados” norteamericanos: tengamos siempre presente que no es verdad todo lo que se ve ni se ve todo lo que es verdad.
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