El gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva ya tiene casi dos años y lamentablemente, atemorizado por amenazas especulativas y por toda clase de chantajes, ha mantenido una política económica con los mismos fundamentos neoliberales del gobierno precedente. Es decir, tiene la prioridad el rendimiento del capital financiero, al que se le ransfiere el ahorro nacional a través del mecanismo de los superávit primarios aconsejado por el Fondo Monetario Internacional.
Los resultados eran previsibles. La economía crece, pero los indicadores
de la distribución de la renta y de la tierra, del empleo y la educación, no mejoran. ¿Cuál es el problema? El problema radica en que la nación brasileña necesita urgentemente detenerse a debatir sobre la construcción de un nuevo proyecto de desarrollo. Esencialmente, seguimos sumidos en la misma crisis desde 1980. Una crisis de proyecto. Una crisis de destino. Este es el sentido del momento histórico que estamos viviendo.
Brasil es una nación joven. Nació bajo el manto de la expansión colonial del capitalismo comercial, que nos impuso durante 400 años un modelo agroexportador basado en una explotación esclavista. Con su crisis, sobrevino tardíamente -en 1930- la revolución burguesa, que adoptó un nuevo modelo económico de industrialización dependiente. Dependiente del capital extranjero y volcada hacia el restringido mercado interno, que no superaba el 15% de su población. Aún así, ese modelo representó un designio de desarrollo nacional que en sólo 50 años transformó el país rural en un país urbano. Y su economía agraria en industrial.
Pero las llagas sociales continuaron abiertas como resultado de una
estructura productiva asentada en la concentración de la tierra y la
renta. Esas limitaciones impusieron una nueva crisis en la década del 80. Después, cayó la dictadura militar y quedó libre el camino hacia la
redemocratización electoral (aunque no el de la democracia social).
De cara a la crisis tuvimos un embate de proyectos en 1989, cuando se
disputaron la presidencia Collor de Melo y Lula. Pero el proyecto
popular formulado como modelo alternativo, perdió. Entonces, las clases dominantes abandonaron la perspectiva de un proyecto nacional y se sometieron servilmente a las corporaciones transnacionales y al yugo del capital financiero internacional, que introdujo en Brasil y en toda Latinoamérica las políticas neoliberales.
Este proceso nos costó muy caro. A lo largo de la década del 90 el
subcontinente envió al primer mundo nada menos que un billón de dólares
en concepto de pago de intereses, amortizaciones de la deuda externa,
remesas de lucros, pagos de servicios y royalties. Otros 900.000 millones de dólares se fueron en la trasferencia de capitales de la burguesía local a sus cuentas privadas en el primer mundo.
Ni siquiera en la era colonial se transfirió tanta riqueza de una a otra
región. Todos los índices de desarrollo social empeoraron. El pueblo lo
sufrió en el bolsillo y en la carne y, después de una década de
neoliberalismo, cuando llegaron las elecciones, votó contra los
candidatos neoliberales.
En este marco Lula fue elegido presidente. Se trató de una votación
contra el neoliberalismo, pero sin debatir un proyecto alternativo de
desarrollo nacional.
Para reflexionar sobre estos problemas y sobre el futuro del Brasil, la
Fundación Semco, que reúne a empresarios progresistas convocó a
mediados de septiembre a 50 personalidades representativas de diversos
segmentos de la sociedad. Recluidos durante tres días, intentamos
identificar el DNA de nuestra nación. ¿Cuál es nuestra vocación? ¿Cómo hallar el verdadero camino de desarrollo nacional?
A pesar de la natural y necesaria pluralidad ideológica y de las
distintas experiencias de vida de los participantes, me atrevo a decir que surgieron algunos consensos.
Brasil es un país rico, con enormes potencialidades naturales,
económicas y sociales, pero es desigual e injusto. ¿Cómo convertirlo en más justo socialmente? Todos dijeron: hay que comenzar por la distribución de la renta y de la educación. Todos concordaron en que se debe democratizar el acceso a la educación, a la riqueza, a la tierra y garantizar trabajo a toda la población.
La cuestión es cómo hacer viable esto que, más que una propuesta, es un
derecho de cada ciudadano brasileño. Es aquí donde emerge la necesidad
de un proyecto nacional. Pero no basta una reunión de pensadores para
construir un proyecto nacional. Se lo construye con la participación de la población, con la movilización popular; es una labor colectiva que aglutina mentes y corazones en torno de un mismo objetivo.
El Brasil necesita emprender esa labor colectiva para generar un nuevo
proyecto de desarrollo. Y mientras no exista ese proyecto, el gobierno
de Lula caminará entre crecimiento y crisis, entre meras minucias
coyunturales que el tiempo disipará velozmente.
Información de IPS
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