En su último libro Por qué no soy un altermundialista del que reproducimos la introducción, el ex presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Asamblea Nacional Francesa, André Bellon, describe la globalización como una ideología y no como un fenómeno ineludible. Al rechazar hacer concesiones a lo que considera una nueva forma de opresión, para hacerla más soportable, reivindica el derecho a la insumisión intelectual y a la resistencia política.
No soy altermundialista, pero me solidarizo con los cientos de miles de manifestantes que se expresan por el advenimiento de otro mundo en las calles de las grandes urbes, donde sobrevive una humanidad cada vez más empobrecida, sometida, despreciada; soy uno entre esos cientos de miles de militantes de los foros sociales locales o mundiales, como uno también entre esos millones de personas que han desfilado en las capitales del mundo contra la locura guerrera de los Estados Unidos.
Estas manifestaciones son una respuesta al discurso reverencial de los predicadores que desde hace varias décadas monopolizan la expresión pública, con el entusiasmo a veces delirante [1] de la clase dirigente con respecto a la globalización. Constituyen una reacción ante este entorno opresivo que desde hace años nos viene dado por los principales medios de comunicación. Echémosle un vistazo al azar a las páginas de The Economist, ese semanario tan políticamente correcto: «¿Cómo se adapta usted a la economía globalizada?»; «Mientras que muchos hablan de la idea de aldea global, nosotros la construimos [2]...».
Esta unanimidad es tanto más extraordinaria cuanto que se sabe desde hace largo tiempo que los procesos de uniformización económica también son generadores de desigualdades. Privados de los instrumentos de política económica como el déficit presupuestario e incluso la moneda, los países incluidos en la globalización ven cómo el ajuste se lleva a cabo mediante la inflación o el desempleo.
En todos los países la globalización corrompe las condiciones de vida de una parte de la sociedad que es mayor mientras el país es más pobre. Al alcanzar a categorías cada vez más amplias, destruye las estructuras sociales sin que sean sustituidas por una organización factible de la sociedad.
Así, no podemos dejar de disfrutar cuando vemos a numerosos comentaristas o responsables políticos salir de su sueño irenista, como la Bella Durmiente del Bosque, y verse de pronto obligados a aceptar que la globalización no es algo feliz para todo el mundo.
¡Qué satisfacción cuando vemos que por fin se instala la duda en cuanto a las consecuencias humanas y sociales del desarrollo capitalista sin límites, que finalmente se puede decir que la expansión comercial no va sistemáticamente acompañada de «costumbres apacibles», contrariamente a los razonamientos de los guardianes de la «aldea global», utilizando un pensamiento de Montesquieu que les sirve de breviario!
La expansión comercial, sin embargo, siempre tuvo su reverso -desde la trata de esclavos hasta la explosión de los mercados armamentistas- aunque también tuvo siempre sus celosos admiradores, y son estos los que durante las últimas décadas han ocupado el podio y amordazado a la opinión pública contra todo matiz con respecto al nuevo dogma. De Raymond Barre a Margaret Thatcher, pasando por Jacques Delors y Tony Blair, había una sola política posible: debía pasar por la globalización y por el desarrollo de los intercambios comerciales; debía apoyarse en los órganos internacionales encargados de verificar el buen funcionamiento del libre intercambio -esta nueva panacea-, sancionar a los contraventores, castigar a los fuera de la ley del nuevo orden.
Los pueblos asistían sin poder decir gran cosa a ese maremoto que destruía al mismo tiempo a las naciones y los logros sociales en nombre de la felicidad universal; incluso de tiempo en tiempo, las potencias mundiales decretaban, en nombre del derecho y la democracia, intervenciones que recordaban para mal las cañoneras de antaño. Pero incluso si el ciudadano medio sospechaba que una vez más le contaban historias para justificar jurídicamente el uso de la fuerza con objetivos económicos e ideológicos, cada cual terminaba acomodándose, por lo imposible que parecía actuar de otro modo.
La globalización era al mismo tiempo la nueva organización del planeta y la expresión del genio de Occidente. Criticarla era atacar un orden de paz y desarrollo, y la civilización occidental al mismo tiempo. Algunos de los nuevos dirigentes del mundo se abrogaban el monopolio del corazón, apropiándose del principio de solidaridad del que ellos mismos definían las reglas y los instrumentos, y presentando cualquier otra opción como una mezcla de arcaísmo, irresponsabilidad e incluso terrorismo.
En este contexto, fue incluso una satisfacción ver cómo la intervención preparada por los Estados Unidos a golpe de mentiras y en medio de una violenta propaganda, movilizaba contra sí a las multitudes occidentales a pesar del repulsivo Sadam Husein, cuando desde la caída del muro de Berlín toda intervención norteamericana, en su conjunto, era vista a través del prisma de la prosperidad y la democracia, ¡había pues aún libertad de pensamiento, espíritu crítico, capacidad para oponerse en medio de esta sociedad normada!
Dicho esto, no veo esta evolución sin incertidumbre. Con demasiada frecuencia se ha subestimado en el pasado la extraordinaria capacidad del capitalismo para recuperarse de todo proceder contestatario, e incluso desviarlo a su favor; y las oposiciones en el mundo en que vivimos son heterogéneas, marcadas tanto por aspectos conformistas como por impulsos revolucionarios, por la prédica moralista como por la acción, tanto por la atracción del cambio como por el temor a las innovaciones, por la continuidad social tanto como por la transformación de la sociedad, por el gusto del enfrentamiento como por las actitudes no violentas.
Es bueno reunir a los que aspiran a otro mundo, a los que se oponen a las fuerzas del capitalismo sin límites y del liberalismo más desigual que dominan el planeta. Criticar a la derecha se impone como una evidencia; pero el que trata de abarcar demasiado puede perderse en lo inaprensible.
Debemos recordar la actitud de la izquierda en el poder en Francia en los años 80-90 para comprender hasta qué punto la voluntad de contar con el mayor apoyo posible conduce a mensajes insípidos o a la demagogia más o menos hipócrita; para comprenderlo es necesario recordar a la izquierda oficial, que durante años pronunció discursos emotivos y líricos a favor de los oprimidos mientras llevaba a cabo una política favorable a los más importantes intereses financieros. De ahí que no podamos escuchar sin circunspección, en el debate político, los ofensivos ataques a la globalización del capitalismo salvaje y contra los daños provocados por los sistemas totalmente sometidos a la lógica financiera.
¿Acaso no son con frecuencia estas críticas portadoras también de la globalización? ¿No pueden también interpretarse en el sentido de que si la globalización liberal no fuera tan salvaje o si las finanzas estuvieran un poco más reguladas sería perfectamente posible acomodarse a la globalización, incluso liberal? El vocabulario de las izquierdas de poder en los países occidentales es ambiguo, incluso en sus combates; aún más, se pretende conveniente en busca de la aceptación de los que púdicamente se llaman moderados: ya no se evoca el capitalismo; el internacionalismo sólo se cita por los contornos; la construcción europea que viene en sustitución se presenta, por principio, como un proyecto de paz y felicidad en el que sólo habría que paliar algunas consecuencias nefastas.
Pero en la práctica se ignora la degradación de la situación social provocada por la reestructuración mundial, mientras en los discursos trasluce la queja; parece olvidarse que el internacionalismo era también un combate colectivo por el mejoramiento de la situación de los explotados. En resumen, ante la globalización su actitud recuerda a los que en otros tiempos estigmatizaban a Bossuet cuando este exclamaba: «Se hacen los afligidos con las consecuencias mientras se acomodan a las causas.»
Claro que la masa de los que militan por otro mundo rechaza estas actitudes politiqueras ampliamente descartadas en nuestros días. En lo esencial están movidos por nobles motivos: queremos otro mundo, y en realidad otro mundo es posible; además, en la actualidad es una necesidad, pues han aparecido numerosos problemas para los cuales no hay solución a nivel de un Estado en particular cualquiera que este sea. Sucede así con la contaminación, la proliferación nuclear, el dominio de las nuevas tecnologías, la seguridad...
Así las cosas, se ha producido una evolución semántica que, lejos de ser una cuestión de detalle, constituye, por el contrario, un gran problema de sentido: el 21 de julio de 2002, en el diario Le Monde aparecía una vez más: «Un año después, los antimundialistas vuelven a Génova»; luego, de repente, en los editoriales, los antimundialistas pasaron a ser altermundialistas. Este cambio pasó casi inadvertido; la transformación terminológica, adoptada por la mayoría, se impuso sin interrogantes. En lo absoluto anodina, ¿se midió todo su sentido y todas sus consecuencias?
La elección de las palabras y conceptos es fundamental en la historia de la humanidad. George Orwell lo comprendió perfectamente cuando en su descripción del totalitarismo absoluto [3] mostró «cómo hacer imposible el crimen mediante el pensamiento gracias a la abolición de la referencialidad histórica (...), al control de la memoria, individualidad y colectiva, a la imposición de una lengua, la novlengua (...), creando así una verdadera distopía [4] de la comunicación [5]».
Por lo tanto no transijamos en cuanto a las palabras. En cuanto a mí, me defino como antimundialista. Esta verdad se ha impuesto en mí como una evidencia al final de un camino personal largo, caótico y a veces contradictorio. Como toda una generación, viví en un país largo tiempo dominado políticamente por el Partido Socialista de François Mitterrand; como muchos ciudadanos de izquierda pasé por ese camino discutible y al final diré que fue un error que había que cometer. Es a través de estas dificultades y errores que con frecuencia se descubre el camino a tomar.
Soy antimundialista. No por un gusto o atracción especial por el pasado: sé que fuerzas arcaicas, en especial de extrema derecha, también combaten la globalización; sé que sus valores, profundamente reaccionarios, en particular su visión estrecha y excluyente de la nación, se oponen a los míos. Pero sé también que la globalización es un concepto superado; que las grandes luchas que ha suscitado son sólo las premisas de su impugnación. Soy antimundialista porque creo que el período que se avecina requiere que los hombres encuentren una identidad política lejos de sus magmas ideológicos sin significado concreto que les son impuestos para pervertir mejor su pensamiento; porque creo que la revitalización de la política, atributo esencial del hombre libre y por lo tanto del ciudadano, y la vuelta del humanismo pasan por el combate al concepto mismo de globalización.
Evidentemente, en el marco institucional del mundo que nos rodea, ante las limitaciones erigidas por el sistema globalizado, los antimundialistas movidos por principios humanistas no tienen representación política, y, la tienen aún menos, dado que el combate contra la globalización se encuentra en campos muy diversos que van de la extrema derecha a la extrema izquierda, lo que hace difícil su legibilidad.
¿Debe acaso tomarse posición en otro campo tan ambiguo como este, a pesar de las apariencias, por aquello de ser más respetable, o, ingenuamente, por una preocupación de eficacia? Los partidos oficiales, con un poco de malabares y jugando con la ambigüedad de «alter» pueden llamarse altermundialistas. En la confusión general del ajedrez político no habrá ninguna eficacia sin claridad total.
No se debe vacilar ante el análisis ni en proclamar principios, y ello sin preocuparse de la actitud de los demás. No se acaba con las ambigüedades creando otras, como tampoco hay unas más aceptables que otras.
Reafirmar los valores humanistas es rechazar situarse de entrada en los presupuestos, en las limitaciones de una concepción globalista que trata de imponer, bajo diversas formas, la ideología dominante; es comportarse como hombre libre. Este concepto algo anticuado es, sin embargo, la piedra angular de todo cuestionamiento ideológico serio.
Plagiando a Spinoza, declaramos que la libertad es la realización de sí mismo hecha posible mediante la razón. Es una realidad concreta que se expresa en acciones reflexionadas.
La conducta del hombre libre es por lo tanto completamente autónoma. El hombre libre es a la vez el actor y el modelo de la filosofía humanista, esa filosofía que, como decía Jean-Paul Sartre, «toma al hombre como fin y como valor supremo».
Hoy, cuando la idea misma de hombre libre vuelve a ser sospechosa, querer reafirmar el humanismo frente a una globalización que se presenta como fatal más allá de sus diversas formas es ante todo reafirmar la autonomía del individuo. Ahora bien, eso es precisamente ser antimundialista.
Después de todo, ¿por qué la aspiración a otro mundo debería referirse a otra globalización? Sólo hay una globalización conocida, la construida por el capitalismo en su actual nivel de desarrollo. Antes de cualquier búsqueda de un mundo diferente, es importante rechazar sin ambages este proceso, sus presupuestos, las fuerzas que lo construyen y lo dominan, pues la globalización, en el fondo, no es más que una representación ideológica del mundo cuyo único fundamento histórico verdadero es el papel y la función de los intereses económicos y financieros dominantes.
Sólo para legitimar esta construcción política los que la alaban buscan la justificación en el desarrollo considerable y universal de la tecnología.
Ahora bien, transformaciones científicas y técnicas de tal amplitud ya han tenido lugar en la Historia sin que las construcciones políticas de la humanidad hayan sido las mismas. El mundo entero considerado como el único espacio pertinente para la acción política es sin lugar a dudas interesante para el capitalismo en su fase de reubicación permanente o para algunos operadores financieros, pero, ¿es igualmente así para el ciudadano de base?
Gracias a esta evolución del pensamiento el mundo en su totalidad es visto como el único terreno posible para la transformación social. Conclusión tanto más perversa cuanto que este espacio total, por naturaleza poco dominable, no se presta a la organización del combate social y porque en el mismo los capitalistas siempre han sido los vencedores. Recuerdo una reunión en la que algunos hombres de negocios, sentimentalmente arrastrados a una nostalgia hacia la nación francesa, evocaban lo que ellos llaman el soberanismo, pero de pronto uno de ellos exclamó: «¡Sí, pero que el soberanismo no vaya a traernos de nuevo el movimiento social!»
La ideología de la globalización no apareció por casualidad. Es el resultado del combate filosófico llevado a cabo con constancia y aplicación contra el pensamiento llamado «moderno», es decir, contra el racionalismo y los grandes filósofos de las Luces, contra un pensamiento históricamente liberador.
Los ataques de los filósofos llamados postmodernos han conducido a criticar el humanismo, a rechazar la razón, a dar un sentido peyorativo a la noción de nación, en nombre de los horrores del siglo XX, olvidando que es la desaparición del humanismo, el rechazo de la razón y el desvío del concepto de nación hacia el de nacionalismo lo que condujo a estas desviaciones. Estos ataques conducen a negarle al hombre su capacidad contestataria fundamental.
Hace algún tiempo un filósofo escogió como tema de conferencia «¿Superará la inteligencia a la tontería?» A su forma, se hacía la misma pregunta filosófica, pues el desafío de la inteligencia es la confianza en la humanidad; es el derecho que se deja a cada hombre de hacer su propio análisis. No es porque un individuo no pueda explicar sus rechazos o sus aspiraciones que estos deban ser condenados. Frente a un sistema que trata de imponerlo todo, reglamentarlo todo, controlarlo todo hay un verdadero desafío. Querer otro mundo es ante todo aceptar y querer al hombre como ser libre y como ciudadano.
Por otra parte, la ideología de la globalización liberal trata su pseudolegitimación histórica en la historia caótica y en los fracasos de la izquierda desde hace un siglo, ya se trate del desvío caricatural del comunismo soviético o de las facilidades de su hermano enemigo, el «nuevo» socialismo moderno cuya historia está por hacer. «Como ven, dicen los abanderados del liberalismo, cualquier otra vía conduce ya sea a un impasse o al reconocimiento de lo bien fundado de nuestros valores».
La aspiración a otro mundo impone responder a estos ataques; ante todo mirando con ojo crítico la historia de la izquierda, luego trabajando en la definición de los ejes de la transformación social y de los espacios en los que es posible y eficaz actuar para ese cambio en un universo generado por el capitalismo en este inicio del siglo XXI.
La cuestión no es nueva en la historia de la izquierda. Bajo otras formas, hace más de ciento cincuenta años, en los inicios del movimiento obrero, el Manifiesto comunista de Marx y Engels declaraba: «Los obreros no tienen patria. No se les puede privar de lo que no tienen. Como, en primer lugar, el proletariado de cada país debe conquistar el poder político, erigirse en clase dirigente de la nación, convertirse él mismo en nación, ya es en sí mismo nacional, aunque en lo absoluto en el sentido burgués del término.» Más allá de toda exégesis, observemos el vínculo entre la transformación social, la toma de poder político y la importancia concedida a la existencia de una comunidad política.
Dado que el proceso de globalización conduce a un espacio apolítico, ¿cómo plantear la cuestión social y la de la organización de la sociedad sin impugnar la naturaleza misma de este proceso? Si es justo decir que el combate por la humanidad es por naturaleza universal, ello sólo da fuerza a los principios éticos sobre los cuales deben basarse las luchas sociales, pero no define el carácter, el lugar, el campo de acción para otro mundo ni la articulación entre los diferentes niveles.
Se puede temer, por el hecho de definir demasiado las posiciones, quedarse demasiado en minoría, demasiado aislado; pero es de temer sobre todo, por querer abarcar demasiado, no parecerse a nada. Como ha dicho Alessandro Barrico: «Hay siempre una parte de la humanidad que no está de acuerdo, que se rebela contra la inercia con que la mayoría adopta los slogans que otro le inventa; esos son los rebeldes». [6]
Sin cultivar el mito de los rebeldes, reconozcamos su utilidad en esta fase de desconcierto. Darles un lugar no significa borrar el pasado; sería el mejor regalo para las fuerzas que construyen y dominan hoy el proceso de globalización. El papel de la rebelión es a la vez más simple y más fundamental; es volver a dar confianza en el rechazo. Es certificar la libertad del hombre. Cuando en la novela 1984, de Orwell, O’Brien tortura a Winston para que abjure de esta verdad en sí que postula que dos más dos son cuatro, demuestra hasta qué punto se trata de la afirmación de una libertad, de una cuestión política.
Hace entender que hay un lugar en el que el individuo puede superar a la mentira de la ideología oficial [7]. ¿Perdurará ese lugar? Es una cuestión fundamental, pues únicamente su existencia permite al individuo expresar su rechazo.
El rechazo, en efecto, es uno de los atributos fundamentales del ciudadano; es por lo demás uno de los fundamentos de la democracia y la república: ¿Acaso en su Artículo 2, la Declaración de los Derechos Humanos no dice que uno de los «derechos naturales e imprescindibles del hombre es la resistencia a la opresión»?
Este texto ha sido extraído de Pourquoi je ne suis pas altermondialiste. Éloge de l’antimondialisation, de André Bellon, editorial Mille et une nuits, 2004.
[1] Ver Alain Minc, diario francés Le Monde, 17 de agosto de 2001: «La mondialisation heureuse».
[2] The Economist, noviembre de 1999.
[3] George Orwell, 1984, ediciones Gallimard, Francia, colección Folio, 1990.
[4] Especie de utopía negra en la que el objetivo de sociedad ideal es tomado en sentido contrario.
[5] Ver: Yves Breton, Grandeur et décadence -Le développement dans tous ses états, (Grandeza y decadencia, el desarrollo en todos sus formas) libro en francés, Editorial L’Interligne, Francia, 2002.
[6] Alessandro Barrico, Petit livre sur la globalisation et le monde à venir (El pequeño libro sobre la globalización y el mundo que se viene) libro en francés, ediciones Albin Michel, Francia, 2002.
[7] Ver Yves Breton, ib.
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