Posmodernidad es sinónimo de explosión informativa. Estamos rodeados por la parafernalia electrónica minuciosamente explicada por los análisis de Adorno, Max Horkheimer, McLuhan, Walter Benjamín y otros. Ella reduce el mundo a una aldea que se intercomunica en tiempo real. Sin embargo, dentro de un paisaje cultural hegemónico, que Buenaventura de Sousa Santos califica como monocultura: la espectacularización de la noticia, naturalizando la imagen mediática, como si el mundo fuera lo que vemos en la TV o en internet.
Todo eso moldea nuestra identidad. No se puede configurar de otra manera. Estamos rodeados por los multimedios: en un celular tenemos reloj, calculadora, radio, correo electrónico, cámara fotográfica, buscador, TV, juegos... y hasta teléfono.
Nunca la comunicación ha sido tan ágil, rápida y fácil, aunque cara. Sin levantarnos de la cama podemos saber lo que sucede en Asia, hablar por teléfono con un nepalés, entrar en una sala de chat y enrollarnos con un grupo de jóvenes de Brooklin. A la audición (radio) se le suman la visión (foto, cine, TV) y el habla (teléfono e internet). Sólo faltan el olor y el contacto epidérmico, el tacto.
Ante todo ese alud comunicativo se plantea un interrogante: ¿y la intercomunicación personal, tan valorada por Jürgen Habermas? ¿Cuántos padres “acceden” a los hijos? ¿Cómo resulta la comunicación ojo en el ojo? Comunicación que se hace comunión, interacción, y que transmite, no la emoción de las imágenes y de los sonidos, sino algo más profundo: el afecto.
Rehenes de la tecnología, sin todos esos aparatos tenemos dificultad para dialogar con el prójimo. Nuestros abuelos ponían las sillas en la acera, e incluso hasta en la calle, y permanecían horas platicando. Hoy la ansiedad dificulta el diálogo interpersonal. Preferimos la comunicación virtual, mental, pero no la corporal. El cuerpo se transforma en territorio del silencio de las palabras, por más que se cubra de adornos que “hablan”: la ropa, la esbeltez buscada por medio de aparatos, los gestos...
En este “lenguaje” el cuerpo simula (hace parecer lo que no es) y disimula (esconde lo que de hecho es). Por eso la comunicación interpersonal es arriesgada, pues tiende a desenmascarar, traicionar y ocultar las contradicciones. El cuerpo soy yo, y yo no soy tan bueno como la imagen que proyecto de mí mismo. Como los caballeros medievales, visto una armadura que encubre mi verdadera identidad, la armadura posmoderna de la parafernalia electrónica. Ella es la que salva. Me permite ser conocido por una imagen mediatizada por los multimedios o, en el contacto personal, por los adornos que me imprimen un olor de marca de lujo.
Desnudo, soy un fracaso, una decepción ante mi baja autoestima. Y más acrecienta mi desnudez lo que me desnudó por dentro: el lenguaje. Por eso los iconos proyectados por los medios -modelos, artistas, atletas, ricos- no hablan. Son fotografiados y exhibidos excesivamente, pero nada se sabe de lo que piensan, en qué creen, que valores abrazan, qué visión del mundo asumen. Son seres bellos, pero silenciosos. Si abrieran la boca se desinflaría el balón, desaparecería el encanto, el carro giraría a lo loco.
No es fácil que la palabra se haga carne. Gracias a los multimedios, la palabra se hace cara y rara. Es virtualizada para ser vaciada de significado. Así no nos sentimos desafiados. En la imagen la catástrofe es épica; en mi rincón, trágica. Y al contemplar lo épico me ilusiono con que vivo en una isla inmune al dolor y al sufrimiento. Y soporto la reclusión del silencio temiendo que mi palabra se haga carne, o sea, revele quién soy realmente: este ser frágil, con carencias, que aun no descubrió la diferencia entre placer, alegría y felicidad.
Por eso tienden a ser complicadas las relaciones familiares, como toda relación que se confina en un mismo espacio. No se desfila dentro de casa. En lo cotidiano la imagen es atropellada por las emociones. Es lo que Buñuel mostró en “El discreto encanto de la burguesía”. En el espacio doméstico emerge nuestro lado negativo, aquella persona que realmente somos, sin maquillaje de bienes, funciones y adornos.
Para convivir fuera de casa vestimos la armadura. Vamos a la guerra, al reino de de la competitividad y del éxito a cualquier precio. Sin embargo no podemos dar la cara. Nos protegen la parafernalia electrónica y el diálogo virtual. Somos lo que no aparentamos y aparentamos lo que no somos. He ahí la paradoja que nos impone la modernidad.
Traducción: José Luis Burguet.
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