Discurso central pronunciado por el escritor colombiano David Sánchez Juliao en la VIII Conferencia de las Américas celebrada en Grand Valley State University de Grand Rapids, Michigan, E.U., el 5 de febrero de 2005
La inserción de América Latina en el proceso de globalización es inevitable, independientemente de que esta sea buena o mala. Inevitable como lo fueron la Conquista, el saqueo o la esclavitud. Pareciera que existe en nuestro continente un aire de predestinación a la tragedia de la dependencia. Cabe, entonces, preguntarse: ¿alcanzaremos a ser libres e independientes algún día? De esta pregunta se desprende otra, no menos atrevida: ¿Qué hemos hecho para ser libres e independientes? Y de esta nueva pregunta se desprende una tercera: ¿Lo que hemos hecho, ha sido acaso hecho por el camino correcto?
Es triste ver en nuestras ciudades capitales -y Bogotá, es la más patética muestra de ello- como su desarrollo urbanístico es muestra del turnarse de los imperios en nuestro dominio. El centro histórico de casi todas nuestras ciudades, aquel en donde nacieron al ser fundadas por españoles y portugueses, responde a lineamientos arquitectónicos de corte colonial ibérico. Luego, hacia el punto cardinal de su desarrollo, la arquitectura es de tipo francés, más adelante inglés y finalmente norteamericano. Un paseo de sur a norte por Bogotá, o de norte a sur por Ciudad de México, corroborará lo dicho. ¿Y de allí hacia delante qué sigue?, nos preguntamos colombianos y mexicanos acudiendo al manejo del cáustico humor que nos caracteriza; y, en tono de burla, respondemos: ‘De allí en adelante seguirán construcciones chinas de techos angulados y pequeños dragones tallados’. De nuevo, el humor como afirmación de la desventura y como reconocimiento de la predisposición y el acondicionamiento para aceptar la fatalidad.
No está desfasado entonces el prestigioso sociólogo Orlando Fals-Borda cuando sostiene que ‘globalización’ no es otra cosa que el término actual para referirse a la continuada dominación de la que hemos sido víctimas por parte de las naciones europeas occidentales desde el siglo XVI. Sin embargo, para consuelo de muchos, agrega que, a juzgar por la suerte que han corrido los imperios hasta hoy conocidos, no hay mal que dure cien años... pues todos terminan derrumbándose tarde o temprano. ¿Debemos entonces esperar el derrumbe natural -el tsunami histórico- para ser libres? ¿No sucederá que, tras la esperada barrida de ese mar de la historia, nuevos imperios nacerán y sacarán provecho de nuestra predisposición a la dependencia? ¿Qué podríamos hacer para fortalecernos de tal forma que ningún otro imperio de soles o de lunas nacientes o menguantes, o de estrellas o dragones, entre a dominarnos? La respuesta a tal pregunta es muy simple: debemos evitar que ellos suceda. Tenemos la obligación histórica de no permitir que el fenómeno se repita. Pero, hablando concretamente de los tiempos presentes y del fenómeno que ahora nos acosa, ¿es esta presente demoníaca corriente de globalización... evitable? ¿Cómo deben las nuevas generaciones responder a ese reto de ‘derrotar’ la globalización, evitándola?
La respuesta tendría dos variantes, conectadas e interdependientes: la económica y la cultural.
El fracaso histórico de América Latina se debe en parte a la sospecha de que es posible un equitativo desarrollo económico divorciado de procesos de afirmación cultural y de orgullo de la pertenencia. Es preciso, al buscar las primeras luces en el entendimiento del problema, tener claro que América Latina no es una. En la enorme porción de tierra que la compone, conviven múltiples culturas y disímiles cosmovisiones. Sus sectores populares, los mas deprimidos -oh, paradoja- son los más afirmados culturalmente. Sus clases medias son amorfas, desafirmadas, avergonzadas de su pertenencia y alienadas en los ideales de la clase-media-universal. Sus oligarquías son depredadoras y desprovistas de sentido social.
Pero todas esas clases, bajas, medias y altas, han sido víctimas del ‘eurocentrismo’, el que, desde los albores de nuestra historia, nos ‘vendió’ la categoría mental de que Occidente era el centro del universo y de que su pensamiento era el único válido y legítimo. Esa categoría de legitimación del ‘eurocentrismo’ permitió los más execrables crímenes de la Historia: la esclavitud, la conquista, el colonialismo, el holocausto, y otros.
A ese respecto, Fals-Borda piensa que la globalización es evitable, si en los países subordinados como los nuestros “aplicamos políticas de desarrollo local (por esa razón llamadas de ‘glocalización’)”. Pero según él, esas políticas deben depender necesariamente, de movilizaciones populares y buscar afirmarse en actividades culturales y en tradiciones que definan los perfiles propios de los pueblos. “Ya que nuestros gobiernos son eurocéntricos y genuflexos, como tantas veces se ha afirmado -sigue diciendo Fals- no aprecian las riquezas naturales, humanas y culturales de nuestros entornos. Al eurocentrismo se le responde con el aprecio orgulloso por lo que somos y tenemos, y por lo que podemos llegar a ser. Lo contrario sería fomentar una subordinación injustificada que nos llevaría a una homogenización inaceptable”.
Vale la pena, a esta altura de los raciocinios, preguntarse: ¿acaso esa categoría de legitimación de ‘eurocentrismo’ contribuyó a permitir los execrables crímenes históricos ya mencionados -conquista, ‘saqueo’, esclavitud, colonialismo-, de modo que ahora pudiéramos considerar la globalización como el umbral de un nuevo crimen que, en la acentuación de nuestros niveles de miseria y entrega, solo conduciría a los latinoamericanos a un estado de ‘modernización de la pobreza’ o a un ‘subdesarrollo globalizado’?
Fals-Borda opina que no cabe duda de que esos crímenes son “totalmente imputables a la llamada ‘civilización occidental y cristiana’, cuyos epígonos se han distinguido por la explotación, la exclusión y la guerra. La miseria y la pobreza se han multiplicado en el mundo desde hace seis siglos, bajo el manto protector de la cruz y la espada. Bajo el sofisma de las buenas intenciones otromundistas, fue en apariencia justo convertir la pólvora china enmosquetería y dinamita mortal, pero eso sin duda ha constituido un crimen impune de lesa humanidad” -concluye.
Pero no seamos pesimistas. Podría, no obstante, haber una salida. Aunque jamás hemos sido modernos, un buen entendimiento de término ‘posmodernismo’ podría conducirnos a una ‘sana anarquía’, en el sentido de considerar cada entidad o instancia cultural como la única y legítima, afirmándose en sí misma y exigiendo respeto al tiempo que respeta las otredades.
Esa ‘gran cruzada’ cultural tendería a reforzar los sentidos de identidad y pertenencia ya existentes en los amplios sectores populares al margen de la economía -mestizos, indios, afrodescendientes, pobres en general- y a renacerlos, si alguna vez los hubo, o a generarlos, en la clase media ‘educadas’, poseedora de las destrezas y la información, y motor de la economía.
Sucede que siempre fuimos colonia, eternamente subordinados. Siempre se nos negó ser, pues siempre fuimos en función de otros: los dominadores. Y de tanto querer ellos que fuéramos como ellos y de tanto querer nosotros ser como ellos, terminando siendo dos cosas en una: una doble caricatura, la ajena y la nuestra propia. Bástenos con saber que en Colombia se organizan con frecuencia concursos para elegir a “La Audrey Hepburn colombiana” o “El Schwarzenegger latinoamericano”. Recordemos al pensador colombiano William Ospina, cuando afirma: “La tarea más urgente de la humanidad en general es la tarea de reconocerse en el otro, la tarea de asumir la diferencia como una riqueza, la tarea de aprender a relacionarnos con los demás sin exigirles que se plieguen a lo que somos o que asuman nuestra verdad. Frente a los fascismos que hoy resurgen en tantos lugares del planeta se alza esta urgencia de hacer que en el mundo persista la diversidad de la que depende la vida misma. El triunfo de un solo modelo, de un solo camino, de una sola verdad, de una sola estética, de una sola lengua, es una amenaza tan grande como lo sería en el reino animal el triunfo de una sola especie o en el reino vegetal el triunfo de un solo árbol o de un solo helecho”.
Pero sea esta la oportunidad para rendir tributo a nuestro acerbo cultural, pronunciando uno de nuestros más dicientes refranes castellanos: “No hay mal que por bien no venga”. Ello, en el sentido de que “un punto interesante en este vertiginoso proceso de globalización es que el mismo nos está generando una conciencia de la diversidad latinoamericana -como lo afirma la escritora argentina Alex Ferrara-. Bienpodríamos trabajar en la construcción de nuestra ‘Latinoamérica globalizada’ -dice la escritora- para que así el mundo se entere de nuestras riqueza y diversidad, de la inmensa fuerza que significan tantos millones de hispanohablantes en el planeta, repartidos en un vastísimo territorio. No en vano Bush y Kerry, en la pasada contienda electoral de los Estados Unidos, empezaron a balbucear frases en nuestra lengua en busca del codiciado voto hispano. ¿Cuándo empezaremos a hacer valer esa fortuna cultural si no es ahora?”
Lo que anota Alex Ferrara, mucho tiene que ver con la ‘sana anarquía’ de la que hablábamos, en el sentido de propender por la conciencia de la diversidad y por el orgullo de cada pertenencia, considerándola como única y legítima pero en franco respeto a las otredades. En ese sentido, el mismo ‘Benemérito de las Américas’, don Benito Juárez, podría considerarse anarquista al afirmar: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Ello, si tomamos como un derecho humano y fundamental aquel de sentirse único y universal desde esas unicidad.
“No hay que asustarse, sin embargo, ante el término ‘anarquismo’ -sostiene Fals-Borda- pues este responde a una filosofía respetable y a una búsqueda alterna de organización sociopolítica, muy superior a las fórmulas conocidas burguesas, o las de ‘la Ilustración’. El anarquismo filosófico nació entre príncipes de la ‘Rusia Zarista’ que llegaron a apreciar a los campesinos siberianos autonómicos. No se trata, pues, de anarquía vista como desorden. En América Latina, debido a la baja densidad demográfica en mucho de su territorio, fue posible poblar muchos vastos territorios aprovechando las lejanías, los intersticios y las márgenes de las sociedades. Lo que dejaron intocado los hacendados, fue ocupado constructivamente por indígenas, negros cimarrones, campesinosantiseñoriales pobres y colonos raizales. Las autoridades europeizantes no podían ver a estos grupos sino como díscolos porque rompían la rutina del poder formal y autoritario de los centros. Pero allí, en los centros, es en donde se ha cocinado y se siguen cocinando la violencia y las guerras, las ambiciones personales y la libido imperandi. De allí han salido las consignas de sangre y fuego que han hecho trizas a Colombia. Por eso, en cambio, creo que se refuerzan los sentidos de pertenencia e identidad en los sectores populares de base, y que los valores antiguos positivos, por la vida y la cooperación, pueden renacer con políticas adecuadas, en manos de gobernadores que tengan corazón y entrañas, y verdadero amor por su pueblos”
Volvamos a William Ospina. “En esta defensa de la diversidad cabe la lucha por la existencia de muchas naciones distintas, con sus lenguas distintas, con sus culturas, con sus indumentarias, con sus dioses y, sise quiere, con sus prejuicios. Y así se ve mejor el peligro de las hegemonías y de los imperialismos. Cuando la guerra de los ‘boers’ en Sudáfrica a comienzos de siglo, Chesterton se declaró partidario de los nacionalistas sudafricanos en nombre del nacionalismo inglés. Acusado de traición respondió: “Yo soy nacionalista. Ser nacionalista no es sólo querer a la propia nación sino aceptar que los demás tengan la suya. Ser imperialista, en cambio, es en nombre de la propia nación querer quitarle su nación a los otros”.
América Latina no puede, pues, despegar hacia un equitativo desarrollo económico sin conocimiento y conciencia de su pasado, su Historia, su cultura -sus múltiples culturas-, su potencial como usuaria de una lengua hablada por casi 500 millones de personas y como poseedora de inmensos recursos naturales. Sólo ese convencimiento permitirá a nuestro continente saber qué es y quién esen el contexto de las naciones del mundo; y sólo ello le permitirá saber para quién genera riquezas y en busca de qué.
Finalmente, digamos que la sana conciencia y una práctica mesurada de nuestra predisposición al disfrute de la existencia podría permitirnos presentarnos ante el mundo como alternativa de felicidad en el marco, eso sí, de la aplicación de un modelo de desarrollo equitativo y propio. Un modelo no copiado de modelos conocidos, en el que la lengua común sea un factor de unión, respetando los dialectos indígenas vivos al igual que la cosmovisión que ellos encarnan.
Y ahora, la gran pregunta:
¿Cómo deben responder los jóvenes de hoy al reto que todo lo expuesto les plantea, y por dónde tendrían que empezar?
La esperanza de una nueva América Latina, nacida de un cambioradical de sus actuales estructuras, depende de que sus nuevas generaciones se preparen para ser líderes y agentes de cambio. Líderes y agentes de cambio en lo social, lo cultural, lo económico y lo político, sin dejarse sobornar, comprar ni cooptar por los dueños del poder, como ha sido la costumbre en nuestros pueblos.
Es urgente que empiece a darse el relevo en las dirigencias del continente, y que empecemos a expulsar por las vías democráticas a aquellos que han sido los culpables de nuestra pobreza, nuestra condena al sufrimiento, a la inequidad y al subdesarrollo. A aquellosque han sembrado y alimentado la violencia y las guerras. Y muy importante: debemos, en la nueva concepción de una América Latina justa, mirar hacia las alternativas, de todo orden, a que acudieron nuestros pueblos fundantes para resolver los problemas que el vivir en este mundo le planteaba. Estos pueblos tienen mucho que enseñarnos, pues de no haber sido destruidos a sangre y fuego por la voracidad del conquistador, esta América Latina de hoy sería muy similar a la que sus buenos hijos aspiramos que sea.
Muchas gracias.
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