Como lo mostró la Cámara de los Comunes británica, la respuesta inmediata a una tragedia como los atentados de Londres debe ser, ante todo, la empatía por las víctimas y sus allegados. Pasan por una prueba muy dolorosa, sobre todo por lo difícil que resulta explicar el porqué de lo sucedido. ¿Quién puede afirmar que esa sanguinaria masacre se hizo en aras de una causa? En los instantes en que escribo estas líneas, ningún grupo ha explicado por qué cometió esos atentados. No hay otra razón aparte de un fundamentalismo ciego. En esas condiciones, combatir el terrorismo es también combatir la idea absurda de que personas de diferentes religiones o de diferentes etnias no pueden vivir juntas.
A falta de alguien a quien acusar formalmente, nos han atiborrado con una avalancha de artículos sobre la amenaza del Islam militante. Bin Laden, empero, ya no es un representante del Islam como Mladic no era un representante del Cristianismo cuando masacró a 8 000 musulmanes en Srebrenica. Bin Laden fue un agente de la CIA que se volvió contra Occidente. Concebir la guerra contra el terrorismo como una guerra que puede ser ganada por medios militares es un error. Hay que aislar a los terroristas del resto de la población fomentando la cooperación con el mundo musulmán.
El G-8 no es la mejor organización para ocuparse de esta cooperación, ya que no incluye a ningún Estado musulmán. No obstante, puede lanzar programas contra la pobreza que pueden ayudar en la lucha contra el fundamentalismo.
«The struggle against terrorism cannot be won by military means», por Robin Cook, The Guardian, 8 de julio de 2005.
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