El 2 de septiembre de 1945, en el acorazado norteamericano «Missouri» anclado en la bahía de Tokio, Japón firmó el acta de rendición incondicional. Así había terminado la Segunda Guerra Mundial, que duró seis años y costó la vida a más de 50 millones de personas. El punto final lo puso el Ejército Rojo soviético junto con las tropas de los aliados.
El 2 de septiembre de 1945, en el acorazado norteamericano «Missouri» anclado en la bahía de Tokio, Japón firmó el acta de rendición incondicional.
Así había terminado la Segunda Guerra Mundial, que duró seis años y costó la vida a más de 50 millones de personas. El punto final lo puso el Ejército Rojo soviético junto con las tropas de los aliados.
La Unión Soviética había derrotado el ejército japonés de Kuangtung, la más poderosa agrupación de tropas enemigas emplazada en la zona de Asia-Pacífico: contaba con un millón de efectivos, 1,155 carros de combate, 5,360 piezas de artillería, 1,800 aviones y 25 buques de guerra. A lo largo de las fronteras tenía sofisticadas fortificaciones de hormigón que se comunicaban mediante túneles. Las reservas de comida y agua permitían hacer guerra durante varios meses sin tregua.
La campaña ofensiva estratégica de Manchuria, desarrollada por las tropas soviéticas del 9 de agosto al 2 de septiembre de 1945 en el Lejano Oriente, entró en la historia de la Segunda Guerra Mundial y en la del arte militar como una de sus páginas más brillantes. La ofensiva había sido lanzada en un frente de 5 mil kilómetros de extensión y de 200 a 800 kilómetros de fondo. El teatro de operaciones era extremadamente complicado: desiertos, estepas, montañas, pantanos y bosques atravesados por ríos tan grandes como el Amur, Argún y Sungari.
El Ejército Rojo aniquiló a 84 mil soldados y oficiales del enemigo e hizo prisioneros a otros 700 mil. A su vez, perdió sólo a 12 mil efectivos, o sea, menos del uno por ciento del número de participantes en los combates. En ninguna otra operación de la segunda conflagración mundial se había alcanzado tales resultados, ni por parte de la Wehrmacht ni por parte de las tropas anglonorteamericanas.
Algunos investigadores occidentales explican esos notables resultados con que el Ejército imperial japonés, después de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, estaba totalmente desmoralizado y ya no representaba gran fuerza militar. También afirman que la participación de la Unión Soviética en la etapa final de la guerra ya no era necesaria porque Estados Unidos y sus aliados podían neutralizar al Japón imperialista por sí solos. Tales afirmaciones no son más que una mentira intencionada y patente.
O, quizá, es falta de conocimientos sobre la historia militar de mediados del siglo pasado.
En primer término, el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill habían solicitado al dirigente soviético José Stalin en más de una ocasión - en la Conferencia de Teherán (1943) y en la de Yalta (1944)- entrar en guerra contra Japón. Stalin prometió, y en la Conferencia de Potsdam (1945) informó al nuevo presidente de EEUU, Harry Truman, que el Ejército Rojo lanzaría una operación contra el ejército japonés de Kuangtung tres meses después que la Alemania nazi firmara el acta de capitulación. La noche del 8 al 9 de agosto, las tropas soviéticas cruzaron la línea que las separaba del ejército japonés.
Los historiadores militares saben perfectamente por qué Washington insistía tanto en que Moscú participara de en la guerra contra Tokio. En agosto de 1945, las tropas japonesas contaban en la zona de Asia-Pacífico con 7 millones de efectivos, 10 mil aviones y 500 buques de guerra. El ejército de los aliados, a su vez, sólo tenía 1,8 millones de soldados y 5 mil aviones.
Si la Unión Soviética no hubiera entrado en la guerra, las principales fuerzas del ejército de Kuangtung habrían arremetido contra los estadounidenses, y entonces la guerra habría durado no un mes más, sino un año o dos. Como consecuencia, las pérdidas de EE UU superarían un millón de personas. Los generales del Pentágono se lo habían explicado bien claro al presidente Truman y finalmente lograron convencerlo. Pero al principio, y es un hecho histórico probado, el dirigente estadounidense tampoco le veía sentido a que la Unión Soviética participara en la guerra contra Japón.
En segundo término, también era en interés del Kremlin aplastar el ejército de Kuangtung, liberar la parte nordeste de China (Manchuria) y de Corea del Norte, privar a Tokio de sus bases logísticas en el continente asiático (punto de lanza de los ataques nipones contra la URSS y Mongolia) y ayudar a los patriotas chinos a liberar su patria.
Además, la Unión Soviética anhelaba desquitarse por la estrepitosa derrota sufrida en la guerra ruso-japonesa de 1905 y recuperar Sajalín del Sur y las islas Kuriles, anexionadas ilegítimamente por los japoneses. En agosto de 1945, el autor de estas líneas había combatido en el 5º Ejército del Primer Frente del Lejano Oriente y recuerda que todo soldado y oficial soviético ardía en deseos de «lavar la deshonra de 1905».
Además, las tropas soviéticas tenían la tarea de resguardar la seguridad de las fronteras del país en el Lejano Oriente. Durante los 1,415 días que había durado la Gran Guerra Patria, la Unión Soviética tenía que mantener en aquella zona 40 divisiones, tan necesarias en el frente soviético-alemán. Sobre todo, aquellos refuerzos habrían venido muy a propósito cuando se decidía el destino de las batallas de Moscú, Stalingrado y Kursk, o sea, el destino de la Victoria.
Algunos investigadores afirman que los japoneses se comportaban pacíficamente y no pensaban atacar a la URSS. Es otra de las mentiras. Las tropas del ejército de Kuangtung lanzaban provocaciones armadas contra los militares soviéticos e infringían la frontera terrestre y marítima del país, los aviones japoneses entraban constantemente en el espacio aéreo de la Unión Soviética.
Entre 1941 y 1945 fue registrado más de mil de estos casos. En 178 ocasiones habían sido detenidas las naves mercantes rusas, de las cuales 18 fueron hundidas.
También hay muchas especulaciones sobre la influencia que habían ejercido los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki sobre la capacidad de combate del ejército de Kuangtung.
Las bombas atómicas habían sido arrojadas los días 6 y 9 de agosto. Pero ya el día 10, según lo testimonia el conocido historiador contemporáneo japonés Hattori, el cuartel general nipón había ordenado al Comandante en Jefe de la agrupación de Kuangtung, el general Yamada, «dirigir las principales fuerzas contra la Unión Soviética y derrotar al enemigo».
El 14 de agosto, Tokio aceptó capitular en las condiciones estipuladas en la Declaración de Potsdam, del 26 de julio de 1945, y lo comunicó a los gobiernos de EE UU, Inglaterra y Unión Soviética. Sin embargo, la respectiva orden de cesar la resistencia jamás había llegado al ejército de Kuangtung. Únicamente el impetuoso avance de las tropas soviéticas apoyadas por la aviación y las fuerzas navales, así como la potente acometida de las unidades de artillería, el desembarco aéreo en la retaguardia japonesa y la división del ejército nipón en partes desiguales, habían obligado a los soldados y oficiales del emperador Hirohito a deponer las armas y entregarse prisioneros. Eso ocurrió sólo después del 20 de agosto.
No obstante quedar rodeadas por todas partes, varias unidades enemigas emplazadas en las zonas fortificadas de la localidad de Gradekovo y la montaña Verbliud seguían oponiendo encarnizada resistencia a las tropas soviéticas. Incluso después del 2 de septiembre.
La campaña ofensiva estratégica de Manchuria había mostrado no sólo la potencia militar que había acumulado el Ejército Rojo hacia el fin de la guerra, sino también el extraordinario arte militar de los generales soviéticos. Basta recordar el meteórico desplazamiento de tropas efectuado del Frente Occidental al Oriental: 400 mil soldados y oficiales, más de 7 mil piezas de artillería y 1,100 aviones trasladados en 136 mil plataformas ferroviarias.
Es curioso que los servicios de inteligencia japoneses ni siquiera habían advertido esa operación a pesar de la potente red de agentes que tenían en el Lejano Oriente. He aquí otro detalle. El Mando Soviético había elegido la noche del 8 al 9 de agosto para atacar las posiciones niponas. El jefe del servicio secreto del 5º Ejercito japonés informó de ello al Comandante, el general Yamada. Pero éste escribió encima del informe: «Sólo un loco se atrevería a lanzar una ofensiva en agosto, cuando en Primorie llueve y los caminos quedan intransitables para las tropas».
A pesar de todo, las unidades soviéticas pasaron a la ofensiva y triunfaron. Por cierto, aquella campaña no fue nada fácil. Los tanques, las piezas de artillería y los caballos se atascaban en el barro, pero el ritmo de la ofensiva era muy alto. Incluso, más alto que el de la ofensiva desarrollada en el frente soviético-alemán durante la sequía de verano. También cabe desatacar la ayuda que prestaron los campesinos chinos.
Nadie les había pedido hacerlo, pero parece que los ocupantes japoneses ya los habían puesto negros, y los chinos iban y ayudaban a rescatar del barro los vehículos blindados del Ejército Rojo. El único deseo de la población china era que los soldados soviéticos expulsaran lo más pronto a los invasores japoneses.
También vale dedicar algunas palabras a los aliados de la Unión Soviética. Los territorios donde el Ejército Rojo lanzaba sus operaciones militares, las direcciones de sus ofensivas y las zonas de ocupación habían sido coordinadas de antemano por los dirigentes de la campaña. Sin embargo, los aliados no siempre cumplían lo acordado.
Por ejemplo, los batallones del 25º Ejército del coronel general Iván Chistiakov se habían acercado a la parte norte de Seúl y durante dos días permanecieron en ese lugar esperando que llegaran las tropas estadounidenses y se establecieran en esa zona, que era de su responsabilidad.
También, cuando las unidades del 39º Ejercito Rojo habían alcanzado Port Arthur, los norteamericanos intentaron desembarcarse en la costa para ocupar una línea de defensa muy ventajosa estratégicamente. En esa situación, los soldados soviéticos se vieron obligados a disparar - al aire, por supuesto- para echar a los «visitantes».
Estados Unidos, además, no cumplió su compromiso de compartir con el Ejército Rojo la ocupación de Hokkaido. Lo habían acordado los dirigentes de EE UU, Inglaterra y Rusia, pero el general Douglas MacArthur, que tenía bastante influencia sobre Harry Truman, se opuso rotundamente a la participación de la URSS. Como consecuencia, las tropas soviéticas no llegaron a pisar el suelo japonés. A su vez, Moscú no le permitió al Pentágono emplazar sus bases militares en las islas Kuriles. Si no, luego resultaría sumamente difícil echarlas de allí.
Sea como sea, si nos ponemos a pensar en los resultados de la Segunda Guerra Mundial, se impone una importante conclusión. Los países más industrializados del mundo son capaces de vencer cualquier mal común, como el que fueron el nazismo alemán y el militarismo japonés a mediados del siglo pasado y hoy es el terrorismo internacional. Pero lo conseguirán sólo si actúan juntos y cooperan unos a otros.
Sin esta solidaridad, libre de coyuntura pasajera y política egoísta, cada uno por sí solo está condenado a fracasar. Pero todos juntos, somos invencibles.
Ria Novosti 3 de agosto de 2005
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