Comienza en Nueva York una cumbre excepcional de jefes de Estado y de gobierno con ocasión del sesenta aniversario de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Más allá de festejar un cumpleaños, este gran encuentro que durará hasta el viernes tiene un objetivo central : reformar la ONU.
El mundo ha cambiado mucho desde aquella Conferencia de San Francisco de junio de 1945 en la que se gestó esta Organización destinada a garantizar la paz. La Segunda Guerra Mundial acababa apenas de terminar el 8 de mayo en Europa (pero no en Asia, donde Estados Unidos aún no había lanzado las bombas atomicas sobre Hiroshima y Nagasaki obligando a Japón a firmar la paz el 2 de septiembre). La mayor parte de la humanidad seguía viviendo bajo el yugo colonial. En el planeta sólo había, en 1945, unos cincuenta países independientes (hoy son 191).
La creación de la ONU representó una verdadera revolución en la historia de las relaciones internacionales porque era la primera tentativa seria de equilibrar las tensiones entre Estados grandes y pequeños. Por primera vez quedaba prohibido todo uso de la fuerza. La guerra o cualquier tipo de intervención militar constituía un “delito contra la paz”, excepto en caso de legítima defensa frente a una agresión exterior. Se instituyó el Consejo de Seguridad, autoridad suprema en el seno de la ONU, órgano encargado de resolver los diferendos entre Estados y de sancionar a aquellos países que no respetasen la paz.
Pero aunque la ONU constituyó un adelanto gigantesco en la humanización de la política exterior de los Estados, pronto se vio que algo no funcionaba. Primero porque, en el seno del Consejo de Seguridad, cinco países -los cinco vencedores de la guerra: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, China y Francia- tenían un doble estatuto privilegiado: eran miembros permanentes, y disponían de un derecho de veto que les permitía oponerse a cualquier decisión contraria a sus intereses.
Y segundo, porque en cuanto empezó la guerra fría, en 1948, la rivalidad entre los dos supergrandes -Estados Unidos y Rusia- obstaculizó el buen funcionamiento de la ONU. La organización no pudo evitar la guerra de Vietnam, ni las agresiones estadounidenses contra Cuba, Nicaragua, Granada y Panamá; ni tampoco las intervenciones soviéticas en Hungría, Checoslovaquia y Afganistán. Ni las decenas de “conflictos de baja intensidad” que se multiplicaron en África, Asia y América Latina causando millones de muertos.
Esa situación, ya muy insatisfactoria, se complicó después de la caída del muro de Berlín (1989) y de la implosión de la Unión Soviética (1991). Estados Unidos, como única hiperpotencia, se vio tentada por el unilateralismo, una política extranjera egoísta sin tener en cuenta el mundo exterior. Así invadió Irak en el 2003 a pesar de la no autorización de la ONU.
Por otra parte, muchos países “grandes” del Sur -Brasil, México, India, Nigeria, Sudáfrica, Egipto- consideran que el tercer mundo, donde viven los dos tercios de los habitantes del planeta, no está bien representado en el Consejo de Seguridad y aspiran a obtener un puesto de miembro permanente, con o sin derecho de veto.
Además, los dos grandes vencidos de la Segunda Guerra Mundial -Alemania y Japón-, que son hoy dos de las principales potencias económicas del mundo y están entre los más importantes contribuidores al presupuesto de la ONU, también pretenden instalarse en el Consejo de Seguridad como miembros permanentes.
La batalla diplomática va a ser tremenda, histórica. Con el cambio de la ONU, la política exterior mundial va a modificarse. Entramos en una nueva era.
La Voz de Galicia
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