Ninguna de estas tres cuestiones parece ya posible. Primero, los militares estadounidenses ya no creen que puedan derrotar a la resistencia.

Segundo, la probabilidad de que los políticos iraquíes puedan ponerse de acuerdo en torno a una Constitución es casi nula, y como tal la probabilidad de que haya un gobierno central mínimamente estable es casi imposible. Tercero, el público estadounidense se vuelve contra la guerra porque no ve “luz alguna al final del túnel”.

Como resultado, el régimen de Bush se halla en una posición imposible. Le gustaría retirarse en forma digna, dando alguna apariencia de victoria. Pero si intenta hacer esto, confrontará en casa enojo y decepción feroces por el partido de la guerra. Si no lo hace, confrontará el feroz enojo de quienes piensan que hay que retirarse. Al final, no podrá satisfacer a ninguno, perderá presencia precipitadamente y la gente lo recordará con ignominia.

Veamos lo que está pasando. Este mes, el general George Casey, comandante general estadounidense en Irak, sugirió que podría ser posible reducir 30 mil efectivos estadounidenses en Irak debido a que las fuerzas armadas del gobierno iraquí mostraban mejoras en su capacidad de manejar la situación. Casi de inmediato, esta posición fue atacada por el partido de la guerra, y el Pentágono enmendó su aseveración sugiriendo que tal vez esto no ocurriría, debido a que tal vez las fuerzas de Irak no estaban listas para manejar la situación, lo que seguro es cierto. Al mismo tiempo, aparecieron reportajes en los principales periódicos que sugerían que el nivel de sofisticación militar de las fuerzas insurgentes ha crecido constante y sorprendentemente. El incremento en la tasa de muertes de soldados estadounidenses, ciertamente lo confirma.

En el debate en torno a la Constitución iraquí existen dos problemas grandes. Uno es el grado al cual la Constitución habrá de institucionalizar la ley islámica. Es concebible que, si hubiera tiempo y confianza suficientes, podría haber un compromiso con este punto que satisficiera más o menos a ambas partes. Pero el segundo punto es más intratable. Los kurdos, que en realidad siguen queriendo un Estado independiente, no se calmarán con menos de una estructura federal que garantice su autonomía, el mantenimiento de su milicia, el control de Kirkuk, su capital, y sus recursos petroleros como botín.

Actualmente, los chiítas se dividen entre quienes sienten igual que los kurdos y quieren una estructura federal y aquellos que prefieren un fuerte gobierno central siempre y cuando ellos puedan controlar sus recursos y siempre y cuando tenga fondo islamita. Los sunitas, por su parte, están desesperados por mantener un Estado unificado, uno en donde mínimamente obtengan una tajada justa, y por cierto no quieren un Estado gobernado mediante las interpretaciones chiítas del Islam.

Estados Unidos ha intentado alentar un compromiso de esta naturaleza, pero es difícil que esto se logre. Así que hay dos posibilidades abiertas: que las diferencias entre los iraquíes hagan que la situación no sea duradera o un quiebre inmediato de las negociaciones. Ninguna de estas opciones satisface las necesidades de Estados Unidos. Por supuesto, hay una solución que podría abrir el cerrojo. Que los políticos iraquíes se unieran a la resistencia en un impulso nacionalista antiestadounidense, que podría unificar por lo menos al segmento no kurdo de la población. No debería descartarse esta posibilidad, que desde el punto de vista de Estados Unidos sería una pesadilla.

Para el régimen de Bush, el peor escenario de todos es el frente interno. La tasa de aprobación al presidente por su conducta en la guerra iraquí descendió a 36 por ciento. Ya tiene tiempo que las cifras bajan consistentemente y continuarán bajando. Pues ahora el pobre George W. Bush tiene que lidiar con la vigilia de Cindy Sheehan. Ella es una mujer de 48 años, madre de un soldado que murió en Irak el año pasado. Encendida por el comentario de Bush de que los soldados estadounidenses fallecieron por “una noble causa”, decidió ir a Crawford, Texas, y pidió ver al presidente para que le explicara por cuál “noble causa” pereció su hijo.

Por supuesto, Bush no ha tenido el valor de verla. Le ha mandado emisarios. Ella dijo que eso no era suficiente, que quería verlo en persona. Ahora dice que mantendrá su vigilia fuera de la casa de Bush hasta que él salga a verla o la arresten. Al principio la ignoró la prensa. Pero ahora, otras madres de soldados en Irak se unieron a ella.

Comienza a juntar el respaldo moral de más y más personas que antes habían apoyado la guerra. Y la prensa nacional la está volviendo gran celebridad, y la comparan con Rosa Parks, la mujer negra que hace medio siglo en Montgomery, Alabama, rehusó irse a la parte trasera del autobús, con lo que se encendió la chispa que transformó en causa dominante la lucha de los derechos de los negros.

Bush no hablará con ella porque sabe que no hay nada que pueda decirle. Verla es desacreditarse. Pero no verla lo desacredita también. La presión para retirarse de Irak se está volviendo dominante. No es porque el público estadounidense comparta la idea de que Estados Unidos es una potencia imperialista en Irak. Es porque no parece haber luz alguna al final del túnel. O más bien sí hay luz, la que un cáustico cartonista canadiense del Calgary Sun dibujó recientemente.

En su cartón se muestra a un soldado en un túnel oscuro que se aproxima a alguien cuyo cuerpo está envuelto en explosivos. La luz proviene del cerillo que esta persona le aplica a la mecha que ocasionará la explosión. En los meses siguientes a los ataques en Londres y con el alto nivel de muertes en Irak, es esta luz la que el público estadounidense comienza a ver. Bush está atrapado en un dilema insoluble. La guerra está perdida.

LA JORNADA