La HJCK, bastión de la música clásica en la radio bogotana, sale del aire. Una reflexión sobre radio y cultura musical en Colombia.
La noticia de que la emisora HJCK, El Mundo en Bogotá, dejará de salir al aire a partir de este 15 de noviembre ha golpeado el corazón de decenas (¿centenas?) de miles de oyentes del país. Llevaba 55 años transmitiendo para los colombianos, ricos y pobres, música clásica, voces de artistas, reseñas de libros y comentarios de sucesos culturales. Fue un proyecto quijotesco de Álvaro Castaño Castillo y Gloria Valencia, en un país donde la radio es todavía el principal medio de información popular. Sus fundadores afirman que las agencias de publicidad nunca apoyaron a la emisora y que en los últimos tiempos fue perdiendo el apoyo de sus patrocinadores. Finalmente, confiesa Castaño, “se vio obligada a reducir su habitual franja de música clásica para incluir jazz, blues, bossa nova...” (El Tiempo, octubre 25/05, 2-3).
De las declaraciones del director se deduce que eso tampoco valió, y que no hubo más remedio que arrendar su frecuencia, la 89.9, a Caracol Radio para que ésta la ocupe en su guerra fría con RCN. La transmisora de “la inmensa minoría”, como se proclamó, pasará a ocupar una página de la internet, donde espera sobrevivir. Una vez más, nadie sabe para quién trabaja... Pero el gran capital sí sabe para qué son los medios de comunicación. Esa es la ventaja que tiene el negocio sobre el amor y el goce de la belleza: que arrasa lo que encuentra a su paso y no siente dolor.
Detrás de este episodio, aparentemente singular, ocurre una tragedia silenciosa y brutal para la cultura colombiana. El asunto no es solo con la HJCK ni está reducido a la “música culta”. Quienes vivimos y trabajamos toda la vida en medio de la música de radio podemos advertirlo con más facilidad: en los últimos dos o tres años todas las emisoras colombianas que transmiten buena música han venido desplazándola de sus frecuencias o trasladándola a los horarios de menor audiencia. Se diría que el nuevo milenio no había terminado de voltear la esquina cuando ya estaba instalado en un mundo trivial, que solo tolera los reflectores y el fragor de los sonidos. Hagamos el repaso. De la Radiodifusora Nacional fueron desterrados casi totalmente los programas diurnos de música clásica, los ritmos cubanos, los boleros y el tango, todos los cuales tenían espacios acreditados que en el mejor de los casos pasaron recortados a horarios nocturnos. Allí ganó terreno la idea fatal de utilizar la música culta como cortina, como relleno, transmitiendo pedazos de obras al azar, sin suministrar la correspondiente referencia, tal como ocurre en los vestíbulos de hoteles caros. Hablando con franqueza y rabia, para la educación de los colombianos sería menos insultante que suprimieran por completo la transmisión de esas piezas descuartizadas. En la UN Radio, de la Universidad Nacional, donde escuchar música culta se convirtió en una casualidad, un programa de profundización del género popular dedicado a la Sonora Matancera y que ocupaba dos horas matinales de los sábados, desapareció del dial sin mayor explicación para la enorme audiencia. Tuvimos que regresar a “Una hora con la Sonora”, en emisora comercial, y soportar que sus presentadores hagan cortes en las obras. Por todas partes, pues, como se dice ahora, “Paila, hermano”. “Fuerza, canejo, sufra y no llore”, dirían en los tiempos de Gardel.
El cambio ha sido menos drástico en dos emisoras universitarias, la Tadeo Lozano y la Javeriana. La primera (106.9) es la que mayor espacio dedica a la música clásica, en horas diurnas y nocturnas, con programas de calidad y pertinencia que además son complementados por los conciertos en vivo que tienen lugar en su nuevo auditorio de la carrera 4ª varios días de la semana. La Javeriana (91.9) es quizás la emisora más diversificada en buena música para todos los gustos. Tiene magnífica programación clásica todas las mañanas entre lunes y viernes, mantiene un ancho espacio diario de música del Caribe, le toma el sabor al son cubano, presenta jazz clásico, rock de los tiempos dorados, blues y música country y hasta composiciones del Oriente y de África, e incluso tiene impulsos para dedicar un pequeño momento semanal al tango. Este último, para desengaño de sus fanáticos, tiene apenas media hora semanal en la Tadeo y fue retirado últimamente de programas institucionales de viejísima data, como el de sábados y domingos que se transmitían por Radio Recuerdos.
¿A dónde queremos ir con todo esto? A que esos programas, que han educado en la buena música culta y popular a tres generaciones de colombianos, desaparecieron para ampliar los espacios de la música “metálica”, la champeta, el reguetón, el trance y las horripilantes expresiones bailables centroamericanas, caribeñas y colombianas, y para enchufarnos emisiones informativas seleccionadas por las grandes cadenas norteamericanas, que son las mismas portadoras del mal gusto musical. Y encima de eso para introducir programas de música, no precisamente religiosa —que la hay de altísima calidad— sino de iglesia, de altar y rogativas, que hace salir corriendo hasta al más valiente. Los dueños del gran negocio alegan que eso le gusta a la juventud, la franja social que más consume sus productos. Pero la aseveración no es convincente. Jóvenes no son solamente los que devoran comida chatarra con gaseosa. En el país funcionan centenares de grupos musicales de niños, jóvenes y viejos que cultivan, en medio de la penuria financiera, las mejores expresiones de la música nacional y universal, y esos esfuerzos nunca o casi nunca consiguen ser difundidos por los medios. Más allá del estrecho círculo de los compositores y ejecutantes, los demás colombianos no sabemos qué ha pasado con la buena música colombiana de los últimos treinta o cuarenta años, por lo menos. ¿Existe todavía? En nuestro medio la música de radio tiene importancia capital porque se carece de otros conductos de servicio. En las naciones desarrolladas se dispone de una infraestructura de auditorios al alcance de todo el mundo, desde las propias de escuelas, colegios y universidades hasta los consagrados recintos del sonido. Aquí, fuera de unas pocas salas de Bogotá, solo tenemos la radio, porque la televisión prefiere pasar novelones, reinados y consejos comunitarios.
Por eso lo que ha pasado con la HJCK es grave. Porque se ha fulminado con el rayo de la globalización un gran esfuerzo educativo, edificado sobre la confianza en los resortes morales de los colombianos. Así nos van arrancando el resto de valores. Los entendidos en el TLC sostienen que hasta las telenovelas de ambiente boyacense nos serán formuladas desde el exterior. La pauta publicitaria de las empresas multinacionales es la que manda, no las necesidades culturales del país. Y ni forma de quejarse ante las altas esferas del gobierno, donde es probable que nadie sepa que existía una emisora de las grandes minorías empecinadas en creer todavía en otra Colombia.
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