Al abrir la mesa redonda sobre la injerencia humanitaria durante la conferencia Axis for Peace 2005, el profesor Jean Bricmont subrayó que el imperativo moral al que se somete a la opinión pública en las naciones de Europa Occidental no es más que una imposición propagandística para obligarla a aceptar la expansión de la hegemonía. En aras de una comprensión lúcida de dichos conflictos, se hace necesario abstraerse de los presupuestos morales y volver a un análisis político de los hechos.
Una de las características del discurso político, ya se trate de la derecha o de la izquierda, es que éste se encuentra hoy dominado por lo que podríamos llamar el imperativo de ingerencia.
Se nos está llamando constantemente a defender los derechos de minorías oprimidas en países lejanos (Chechenia, Tíbet, Kosovo, Kurdistán) sobre los cuales, no queda más remedio que reconocerlo, la mayoría de nosotros no sabemos gran cosa; a protestar contra las violaciones de los derechos humanos en Cuba, China o Sudán; a exigir la abolición de la pena de muerte en Estados Unidos o a denunciar la persecución contra las mujeres musulmanas.
El derecho de ingerencia humanitaria no sólo es generalmente admitido sino que se ha convertido a menudo en un «deber de ingerencia». Se nos asegura que urge la creación de tribunales internacionales para juzgar diversos crímenes que se cometen dentro de los Estados-Naciones. Se presupone que el mundo se ha convertido en una aldea global y que no podemos permanecer indiferentes ante nada de lo que en ella suceda.
La sabiduría de quienes pretenden «cultivar su jardín» es considerada anacrónica y reaccionaria. La izquierda se destaca en ese discurso aún más que la derecha, acusada entonces de egoísmo, y cree hacerse así continuadora de la gran tradición internacionalista del movimiento obrero y de la solidaridad surgida durante la guerra de España o las luchas contra el colonialismo.
Por otro lado, la izquierda actual insiste en que hay que evitar a toda costa «repetir los errores del pasado» como abstenerse de denunciar los regímenes que se oponen a Occidente, lo que hizo en el pasado la izquierda «estalinista» en relación con la Unión Soviética o, siguiendo el ejemplo de ciertos intelectuales «tercermundistas», en el caso de Camboya durante la época de los khmers rojos o de otros regímenes surgidos de la descolonización.
Correlativamente a esta situación, los movimientos pacifistas no son más que la sombra de lo que fueron, por ejemplo, durante la crisis de los misiles de los años 80, y los movimientos tercermundistas prácticamente han desaparecido. No hubo prácticamente oposición alguna a la guerra de 1999 contra Yugoslavia, la guerra «humanitaria» por excelencia, y existió muy poca cuando la invasión contra Afganistán, en 2001.
Cierto es que contra la guerra Irak hubo manifestaciones gigantescas, únicas en la historia y realmente portadoras de esperanza. Pero hay que reconocer que desde que la administración Bush proclamó la victoria, la opinión pública, por lo menos en Occidente, se quedó relativamente muda, aún cuando en Irak siguen teniendo lugar combates que están lejos de ser incidentes de retaguardia.
Además, Faluya fue un Guernica sin Picasso. Una ciudad de 300,000 habitantes fue privada de agua, de electricidad y víveres, y sus habitantes se vieron expulsados y confinados en campos. Vino después el bombardeo metódico y la ciudad fue tomada de nuevo, casa por casa. Cuando se ocupa un hospital, el New York Times justifica el hecho diciendo que era utilizado como centro de propaganda e inflando la cantidad de víctimas.
Precisamente, ¿Cuántas víctimas ha dejado ya la guerra en Irak? Nadie lo sabe, no se lleva la cuenta de los muertos (iraquíes). Cuando se publica algún estimado, aún si lo hacen las más prestigiosas revistas científicas, como Lancet, se le denuncia como una exageración.
¿Cuántas protestas ha habido ante esto? ¿Cuántas manifestaciones ante las embajadas estadounidenses? ¿Cuántas peticiones para exhortar a nuestros gobiernos a que le exijan a Estados Unidos que paren? ¿Cuántos editoriales han aparecido en los periódicos para denunciar estos crímenes?
¿Quién recuerda, entre los defensores de la «sociedad civil» y de la no violencia, que las desgracias de Faluya empezaron cuando, después de la invasión, sus habitantes realizaron una manifestación pacífica y los estadounidenses dispararon sobre la gente matando a 16 personas? El caso de Faluya no es único.
Están también los de Nayaf, Al Kaim, Haditha, Samarra, Bakuba, Hit y Buhriz, entre otros. El Brussels Tribunal, un tribunal de opinión que examina los crímenes estadounidenses en Irak y del cual forma parte el autor, recibe frecuentemente informaciones sobre desapariciones y asesinatos en Irak. Pero, ¿a quién transmitir esos informes? ¿A quién le interesa eso?
La doble constatación de omnipresencia de la ideología de la injerencia, por un lado, y de la debilidad de la oposición a las guerras imperiales, por el otro, nos lleva a ver con ojo crítico los prejuicios que sirven de base a la ideología de la injerencia y a plantear cierto número de interrogantes raramente expuestas y a las que más raramente aún se les da respuesta: ¿Cuál es la naturaleza del agente que se supone esté a cargo de llevar a cabo la injerencia? Ya que se trata, en la práctica, de países poderosos, ¿qué razones tenemos para creer en la sinceridad de los objetivos humanitarios que proclaman? ¿Cuál será el efecto a largo plazo de la injerencia occidental en el Tercer Mundo?
¿Es verdaderamente obsoleta la visión tradicional del derecho internacional que prohíbe la injerencia unilateral? ¿Nuestra historia y nuestra forma de desarrollo nos dan acaso derecho a decirles a otros países lo que deben hacer? Cuando se habla de derechos humanos, ¿se piensa también en los derechos económicos y sociales? Y si así fuera, ¿son siempre compatibles esos derechos con los derechos políticos e individuales? Y si no lo son, ¿cómo establecer prioridades entre diferentes tipos de derechos?
Por otro lado, es posible plantear también cierta cantidad de interrogantes a los movimientos progresistas, pacifistas o ecologistas. ¿No estarán dando crédito demasiado rápidamente a las declaraciones de los medios de difusión y a los dirigentes occidentales? En particular los dirigentes del Tercer Mundo que Occidente presenta como demonios,
¿son realmente nuevos Hitler ante los cuales todo compromiso equivaldría a un nuevo Munich? ¿Ofrece la construcción europea una esperanza de alternativa ante la hegemonía estadounidense? ¿La política de injerencia es acaso realmente internacionalista?
Finalmente, es posible proponer otra actitud política distinta a la injerencia, que esté basada en una visión radicalmente diferente de las relaciones Norte-Sur y en el deseo de hacer de nuevo de la crítica del imperialismo el aspecto central de nuestras preocupaciones políticas. Esta forma de actuar puede contribuir al resurgimiento de una oposición firme y exenta de complejos ante las agresiones estadounidenses presentes y futuras.
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